miércoles, 12 de diciembre de 2012

Viaje a Gaziantep: los rostros de los últimos héroes del Imperio Otomano



Desde la penumbra de un corredor débilmente iluminado, cientos de rostros de metal me observan. Son rostros de militares y de comerciantes y de limpiabotas y de honrados cabezas de familia y de algún que otro sinvergüenza y de aguadores y de leguleyos y de pobretones de solemnidad. Son rostros anónimos, rostros que a nadie suenan pero que en su momento protagonizaron una lucha tan denodada que desde aquel entonces, y ya para siempre, son héroes, héroes de guerra. Y son tan héroes, y tan héroes de guerra, que su ciudad, la ciudad de todos ellos, mudó su nombre en 1973 de Antep a Gaziantep, que en turco significa Antep la Heroica, y que cada rostro anónimo lleva debajo su nombre, reverenciado por sus vecinos, ajeno para los demás. 'Desde los siete hasta los setenta y siete años, toda la ciudad de Antepo se rebeló', dice un cartel a la entrada del Museo de Gaziantep de la Defensa y el Heroísmo. 



Y así debió de ser porque a la entrada del museo llamado Panorámico las estatuas reciben al visitante con imágenes tan desagradables como los niños fusilados por los soldados franceses, niños de bronce que parecen recién muertos, chapoteando inútilmente en un gran charco de sangre que no es tal sino bronce también.


Mirando de cerca los rostros puede uno fantasear con los rasgos de metal: ¿sería este señor capaz de heroicidades? ¿podemos pues todos tener un momento heroico en nuestra vida? ¿es necesario llegar a una situación tan crítica para desvelar nuestro heroísmo interior? ¿Fue Ahmet Günebakan realmente tan héroe? ¿O Dayi Ahmet Aga? ¿O Niyazi Bey? ¿Importa a alguien, por otro lado, que este señor que parece sobrealimentado fuera un héroe? 





A sus vecinos sí, desde luego, porque los pueblos necesitan cimentarse sobre mitos, a ser posible mitos cercanos y tangibles, y quién mejor que el señor Niyazi Bey, con su poblado mostacho y su papada de comerciante de alfombras amante de los pastelitos de pistacho. Desde luego mucho más cercano que el apuesto y varonil Aquiles, semejante a un dios, de apolíneo porte y herculínea fuerza. Mucho más cercano, decía, un señor con sombrero y grandes gafas de pasta, un señor que podría ser tu vecino hoy mismo, tu tendero, tu abuelo. Héroes de andar por casa.




Y, no obstante, esos rostros pueden guardar secretos terribles. Secretos sobre las matanzas de armenios que tuvieron que conocer, o incluso participar, apenas meses atrás. Vecinos que nacieron en uno de los imperios más poderosos que ha conocido la historia de la Humanidad y que se les desmoronaba a su alrededor día a día. Recuerden la fecha: febrero de 1821. Apenas terminada la I Guerra Mundial, un imperio errático, paralelo al español, que aún estaba sumido en su derrota de 1898, un imperio reflejo a punto de perder lo poco que le restaba, que era mucho.





Tras la derrota de los alemanes, el Imperio Otomano, que la había pifiado al elegir a los germanos como aliados, fue fragmentado hasta el último territorio: los aliados entraron en Salónica, ocuparon Constantinopla y consiguieron la rendición del gobierno turco el último día de octubre de 1918. Con el otrora indestructible imperio ocupado, la conferencia de Londres, en febrero de 1920, repartió el botín entre los vencedores: Esmirna, para Grecia, Antalya para Italia, la Cilicia para Francia. La conferencia de Remo, en abril del mismo año, decidió que la Tracia pasase a soberanía griega. En agosto, el tratado de Sèvres otorgaba la independencia a Arabia y a Armenia, concedía autonomía al Kurdistán turco, y Egipto, Chipre, Irak y Palestina pasaban a formar parte del imperio dominante, el de Gran Bretaña. Siria, por su parte, sería a partir de ahora francés, incluido un país que no existía aún como es el Líbano, y el sur mediterráneo de la actual Turquía. Los antiguos otomanos, ahora ya y para siempre turcos, mantendrían parte de la Anatolia y apenas Estambul. Un reparto que no satisfizo a nadie porque los kurdos, por ejemplo, vieron dividido su pretendido país entre muchos otros, la mitad de Chipre aún anda a la gresca con la otra mitad, los sirios reclaman la zona de Antioquía que baña el Mediterráneo, los libaneses han sufrido en más de una ocasión la venganza siria por la partición, los turcos no podían consentir que los restos de su naufragio se hundieran aún más... Con tan florido escenario sólo podía ocurrir lo que ocurrió: la aparición de un líder carismático que se echó al hombro el humillado espíritu turco y lo sacó a flote. Ese tipo fue Mustafá Kemal, el único militar de envergadura en el país y el único además que no cayó derrotado en la guerra contra los victoriosos aliados, el general victorioso de Galípoli que fue aclamado como héroe nacional y calificado como Pachá.



Tan victorioso que, tras la guerra, Kemal plantó cara al gobierno títere de Estambul, el que impusieron los occidentales, y le plantó cara también a los invasores. El gobierno turco veía impotente cómo todas sus órdenes caían en saco roto: los militares encargados de detenerlo terminaban uniéndose a él, el pueblo lo jaleaba a su paso, y Mustafá, listo que era, decidió romper con el Imperio Otomano, del que apenas quedaba un recuerdo, y levantarlo en una nueva capital: Ankara. Turquía tuvo, entonces, dos gobiernos, el de Mustafá Kemal, que pasó a ser conocido como Atatürk (padre de los turcos) y el del sultán Mehmet VI, la marioneta de los aliados. Y la guerra entonces volvió a los castigados restos del imperio otomano.



En este contexto me miran, desde el fondo de sus figuras de bronce, los héroes de Antep, o de Gaziantep, la muy heroica ciudad de Antepo, la antigua Antioquía de los Montes Tauros, la Doliche de los griegos, el hogar de los hititas y la capital mundial del pistacho, que desborda las cestas de los comercios de su casco histórico y reparte por el mundo nada menos que 60.000 millones de toneladas gracias, en parte, al proyecto GAP que pretende convertir en vergel el sur de la Anatolia. Son héroes de andar por casa, alguno con atuendo militar, la mayoría con ropas civiles porque eran precisamente eso, civiles que plantaron cara a las tropas francesas, muy subiditas ellas tras el reparto y ansiosas de rascar algo más para añadir a sus trofeos. A finales de 1918, las tropas francesas ocuparon lo que se conocía como la Cilicia, una continuación de la victoria en la I Guerra Mundial que quisieron usar para expandirse por un territorio que ya anheló Napoleón. Las provincias de Maras, Urfa y Antep cayeron bajo la bota francesa, aunque no sin resistencia, sobre todo porque entre los franceses se encontraban muchos armenios que prometían venganza tras las trágicas masacres cometidas poco antes sobre este pueblo.



Los galos entraron en Antep, hasta entonces ocupada por los ingleses, pensando que su victoria en Verdún les serviría como carta de presentación. Sin embargo se encontraron con toda una ciudad en estado de alteración, guerrera y enfadada, organizada por una sociedad civil que comenzó con quince abogados y terminó englobando a la ciudad entera. Corría el año de 1920 cuando empezó el cerco de la ciudad durante once meses, hasta que el 8 de febrero de 1921 los vecinos, recordemos: de siete a setenta y siete años, exhaustos y diezmados, entregaron sus fuerzas y su ciudad. La resistencia fue heroica y el sitio tan feroz como estéril porque la victoria francesa no sirvió para nada más que para crear esta recreación de caras que sobresalen espectrales de las paredes para recordarle al mundo de los vivos que los muertos están ahí, con pasados heroicos o cobardes, gentes valientes o viles, gentes que lucharon por sus vidas y por las de los vecinos que se afanan en vender sus pistachos, sus bandejas de cobre, sus pañuelos de seda de verdad.

60.000 millones de toneladas de pistachos anuales, esa es la principal producción de Gaziantep: pistachos
Y estos son los vecinos del Gaziantep de hoy, rostros anónimos como los de sus ancestros, los heroicos
La victoria sobre Antep, como decía, fue estéril porque Francia decidió sacrificar la Cilicia para mantener el control sobre Siria y Líbano y dejar el camino expedito al tal Atatürk, el padrecito de todos los turcos, y así, en octubre de ese mismo año, cuando los cadáveres de los defensores del sitio de Antep aún no se habían convertido en polvo, Francia firmó el tratado de Ankara y terminó su guerra contra los nacionalistas turcos. Atatürk tocó su techo y habría de hacer de Turquía un remedo de occidentalización: adiós al alfabeto árabe, adiós a las minorías que puedan dividirnos aún más, adiós al fundamentalismo islamista que tiene sumidos en el atraso a nuestros vecinos. Y adiós, también, a los vecinos de Antep, que murieron batallando contra un ejército que estaba destinado a la derrota, a pesar de sus victorias. La Asamblea de todos los turcos decidió, cincuenta y dos años después, en 1973, añadir a la muy antigua ciudad de Antep su prefijo actual, Gazi. Y así se llama hoy, Gaziantep, la heroica, la guerrera, y sus vecinos lo llevan a gala porque ese prefijo costó muchos litros de sangre y un puñado de rostros de bronce pegados a una pared que miran desde sus cuencas vacías a los visitantes desde la penumbra de un pasillo apenas iluminado.


©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

lunes, 10 de diciembre de 2012

Viaje a Turquía: Hasankeyf o doce mil años de historia sumergidos bajo un lago artificial




Dentro de unos meses, doce mil años de historia quedarán sumergidos bajo el agua y uno de los enclaves arqueológicos más fascinantes del planeta será accesible sólo por internet o en libros antiguos. La ciudad en cuestión se llama Hasankeyf, ofrece maravillosas puestas de sol en la extensa región de la Anatolia turca, o Kurdistán para sus habitantes, y un muestrario de vestigios históricos capaz de volver loco al mismísimo Indiana Jones.


Pero la desaparición de Hasankyef no pasa desapercibida y son muchas las campañas que tratan de impedirlo: esta es una pero hay más y esta otra de Change.org. Las más de cinco mil cavernas que sirvieron como viviendas a hititas y asirios pronto no serán más que peceras para carpas lustrosas. El impresionante puente sobre el río Tigris, el más grande del medievo, permanecerá a oscuras en el fondo de un gran lago, y junto a la obra magna del arquitecto Artukid Karaaslan vivirán en una eterna penumbra el mausoleo de Zeynel Bey, la tumba del imam Abdullah, los baños árabes y la mezquita Kizlar, todo hoy como manga por hombro. Tal vez sobresalga, más mística que misteriosa, el minarete de la otra gran mezquita, la de Rizk, aunque los vecinos son pesimistas: también la engullirán las aguas, dicen mientras menean la cabeza. Sobre un acantilado que rompe a los pies del Tigris, también se perderán los rastros de la ciudad de piedra que habitaron los trogloditas, la ciudadela con sus espectaculares vistas sobre la ciudad de Hasankeyf, y la iglesia bizantina, el palacio de los Ayyubids, el rastro de tantas civilizaciones. 






Hasankeyf es una perla brillante en la historia, aunque hoy no quede más que una polvorienta aldea poblada por apenas dos mil habitantes, kurdos sobre todo, un puñado de pueblerinos sin más actividad que pescar alguna carpa, atender a los pocos turistas que aparecen de cuando en cuando o jugar al dominó para vencer el tedio de las larguísimas tardes sin luz. Porque Hasankeyf es un pueblo con fecha de caducidad por culpa de un proyecto que dejará sepultado bajo las aguas el paso de nueve civilizaciones. El proyecto se llama GAP, Güenydogu Anadolu Projesi, en castellano: el proyecto del sureste de la Anatolia, y no es cualquier cosa: pretende, nada menos, que desarrollar un extensísimo territorio en el que no hay más que desierto, piedras y vestigios históricos. Una idea que erradicará, dicen sus defensores, las diferencias entre la Turquía occidental, tan proeuropea ella, y la oriental, anclada en el medievo más incluso que sus impresionantes puentes. El proyecto ya funciona en según qué partes y el monótono y terrible desierto pedregoso a veces se transforma en un vergel, un tanto polvoriento, con cultivos de maíz que se pierden en el horizonte y un rosario de pantanos que anticipa el sueño turco: un vergel en el desierto.




Pescando entre doce siglos de historia

La idea no acaba de entusiasmar a sus beneficiarios, y mucho menos a los países vecinos, porque no cambiará solamente la fisionomía de la Anatolia sino que afectará a Siria e Iraq, países también bañados por los dos puntales necesarios del proyecto: los ríos Tigris y Éufrates. Gracias al embalsamiento de sus aguas, Turquía jalonará la Anatolia de presas y centrales hidroeléctricas, concretamente 22 presas, de las que ya se han construido 17, y 19 centrales, lo que supondrá el 22% de toda la energía que necesita el país. Para ello, claro, habrá que anegar millones de hectáreas en los cauces de estos ríos y desplazar a cientos de pueblos, como este de Hasankeyf. Pero además de estos cambios internos, Siria e Iraq se verán afectados de algún modo porque las aguas, recordemos, circulan y bañan también sus riberas. Claro que ni Iraq ni Siria están ahora para reclamar derechos hídricos, así que el gobierno turco se ha quitado una molestia de encima. Ahora queda otra: los pesados de los arqueólogos que se empeñan en desenterrar piedras, los sentimientos religiosos (entre otras cosas, el imam Abdullah era un pariente del Profeta y no sabemos cómo le sentaría a Mahoma ver a su tío en el fondo de un lago), la mismísima UNESCO que no acaba de ver el plan con buenos ojos. Por no hablar de la cantidad de actores, escultores e historiadores que de vez en cuando se dejan caer por aquí para intentar elevar voces autorizadas sobre las de los demás, menos escuchadas.


El proyecto ya funciona en parte y se supone que aumentará el nivel de vida de los locales (y de paso podría ayudar a solucionar el problema kurdo de una vez por todas), el desierto comienza a poblarse de grandes urbanizaciones de pisos que me recuerdan el momento de mayor paroxismo en la burbuja inmobiliaria española, en las ciudades conozco ingenieros, arquitectos, el dinero fluye porque hay financiación europea y todo parece ir viento en popa. Menos en Hasankeyf, por supuesto, donde la población no está del todo contenta. Y no resulta extraño mirando otras localidades donde ya se han levantado presas similares. Hay pueblos que estaban en mitad del desierto que ahora tienen un aire marinero, con vecinos que miran el horizonte sin saber muy bien qué pensar.


Las cuevas de los trogloditas hoy albergan ganado y pastores aunque la mayoría están por investigar
Hasankeyf desde una de las cinco mil cuevas

Así que este pueblo de Hasankeyf quedará sumergido por una presa que lleva el nombre de Ilisu, una presa que desplazará, ella sola, a 27 pueblos. En 2008, los socios europeos, alemanes, austríacos y suizos, retiraron sus participaciones en el proyecto, preocupados por el impacto cultural, y los activistas han presentado proyectos alternativos de todo tipo para evitar lo inevitable: el más realista, dicen, es el que pretende cambiar la gran presa por cinco presas menores, lo que salvaría a esta joya de la arqueología.

Pero el gobierno turco dice que ni hablar y que si no lo financian los europeos, lo harán ellos solos: claro que en este mundo globalizado nada se hace del todo solo y resulta que tras el banco turco que lo financiaría, el Garantibank, se encuentra un viejo conocido, el BBVA, que tiene casi el 25% de su accionariado. Por si acaso, me dicen, agazapados están los chinos, con muchos menos escrúpulos en esto de grandes pantanos: recordemos la presa de las Tres Gargantas...


En Hasankeyf las aguas subirán 40 metros y absorberán, así de pronto, 298 lugares de conservación arqueológicos, entre ellos un sistema de purificación de aguas del siglo XII D.C, por no redundar en todos los restos expuestos anteriormente. Tantas cosas que el Fondo Mundial de Monumentos incluyó la ciudad en 2008 en la lista de los cien lugares más amenazados del mundo: puedes verlo aquí.


El recepcionista del único y ominoso hotel de la ciudad se llama Kemal y cuando le hablo de la presa parece a punto de echarse a llorar. 'No quiero la casa que da el gobierno', me dice, 'me iré a vivir a Batman', que es la cabeza del departamento (y una ciudad con un curioso nombre, por otro lado). Kemal asegura que no podría vivir a los pies de un lago bajo el que están tantos recuerdos, y acto seguido se excusa para irse a fumar al cibercafé de la esquina y abandonar el hotel durante varias horas. La vida en Hasankeyf es tan monótona como larga es su historia: un puñado de cafés donde pandillas de abuelos juegan al dominó y los niños se gritan jugando al internet. 'Aquí sólo se puede ver el fútbol en la tele y beber té', me dice Idris en un correcto inglés, curiosamente el mejor representante del 30% de los vecinos que ansía el pantano y que considera el pueblo un agujero sin interés. 'Las piedras están muy bien', sigue Idris, 'pero con la presa habrá más movimiento, vendrá dinero y esto cambiará'. Omar, en cambio, regenta un restaurante con unas fabulosas vistas, colgado a cincuenta metros sobre el río Tigris, un restaurante un tanto guarrete porque toda la basura cae por la fachada y termina coronando una montañita de detritus que se ha formado a los mismos pies del río. 'Aquí está mi vida, mis recuerdos, mi negocio, un lugar con tanta historia...', asegura tristón mientras arroja al precipicio los restos del comensal anterior, platos incluidos.



Mientras degusto el inevitable chai contemplo los enormes pilares del puente otomano, que me invitan a fantasear con el siglo XII y el agitado tránsito de mercancías que debía pasar por aquí. La casa de Omar estará arriba, en la montaña, en la ciudad nueva, una ciudad con edificios nuevos y brillantes, una mezquita impoluta, un mercado sin estrenar, carreteras, infraestructuras, todo lo que una ciudad necesita. Pero, mientras tanto, ¿qué hacer? Omar duda si reparar la pared agrietada de su casa porque, total, para qué, y lo mismo le ocurre al vecino de aquella casa en lo alto de la montaña, ¿me servirá arreglar el corral o dejo que las gallinas se escapen para siempre? Una abuela me pregunta si los apartamentos podrán tener horno de barro, como el que usa en el patio de su casa para hacer pan, como hizo su madre, y la madre de ésta, y su abuela. Y así casi que hasta el infinito porque la historia se acumula a orillas del Tigris y lo hace con ladrillos otomanos, piedras bizantinas, restos árabes y selyúcidas, basura del siglo XXI, pero también con costumbres ancestrales, genes mezclados como en una coctelera y un ambiente cargado de civilizaciones. Sobre la gran arcada del puente otomano vive una familia, también un poco guarretes porque han sembrado la orilla del río de pañales a medio descomponer y calzoncillos a medio desintegrar. En el último pilar del gran puente otra familia ha construido un restaurante. La historia está más viva que nunca en este minúsculo pueblo.

La vieja Hasankeyf vive con la espada de Damocles de la nueva Hasankeyf, que parece flotar sobre la antigua ciudad
En poco tiempo la Hasankeyf de abajo será un lago y la de arriba una ciudad con vistas al lago



La nueva Hasankeyf es una ciudad nueva y funcional pero con menos alma que Mefistófeles en una reyerta

Subo a conocer el nuevo Hasankeyf, la ciudad impoluta, y lo hago andando, confundido porque no parece tan lejos: pero sí, sí está lejos, y mucho. Atravieso el desierto a merced de un sol implacable que se suaviza con unas rachas de viento extremadamente feroces que me hacen tambalear. Pero merece la pena porque la sensación es muy curiosa: las calles sin pisar, las carreteras sin vehículos, los parques infantiles envueltos en papel, los apartamentos sin habitar. Desde el tejado de una casa cinco obreros me preguntan la nacionalidad: español, les digo. Se alegran muchísimo, uno de ellos salta de alegría, hacen la señal de la victoria y gritan a todo pulmón: ¡viva la ETA!. Son kurdos y parece que es común entre los kurdos confundirme con un etarra. Les sonrío yo también y les digo un Viva inesperado, mientras a mis pies el alquitrán se adapta al terreno: no sé si lanzarían esos vivas si alguien les informara que el BBVA está detrás de la presa. Los obreros, qué curioso, no vienen de Hasankyef, que se ve pequeñito allá abajo sino de Batman, otra vez esta ciudad, o de pueblos aledaños. Los futuros propietarios se la pasan, entre tanto, jugando al dominó, sorbiendo té, llevando a sus ovejas de acá para allá, ajenos tal vez al ajetreo genético que llevan en su sangre. ¿Quién no me dice que aquel pastor no es el descendiente del gran Zeynal Bey? Hasankeyf tiene los días contados y la nueva ciudad es la prueba más evidente de que las protestas internacionales no han llegado a los oídos turcos. Pronto esto no será más que un lago gigante, gigante y profundo, pronto las carpas que hoy pescan en el Tigris se esconderán en las cuevas con doce mil años de historia, alguna encontrará refugio en lo más alto del minarete que ahora llama al rezo a pulmón o en lo más hondo del mausoleo. Porque Hasankeyf tiene fecha de caducidad y una ciudad paralela, nueva, impoluta, moderna. Y sin alma.


 ©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

martes, 4 de diciembre de 2012

Viaje a Urfa: las tres tumbas de Beduzzaman Said Nursî



A los pies de la montaña desde la que cayó Abraham sobre un lecho de rosas que amortiguó su caída se levanta un mausoleo con una tumba vacía. A los peregrinos no parece importarles que dentro de los muros protegidos por gruesos muros y un poderoso enrejado no haya nada más que un agujero sin nadie. Pero lo cierto es que peregrinan desde toda Turquía para rezarle a un sepulcro sin cuerpo, a un santo ausente. El responsable de esta extraña historia es Beduzzaman Said Nursî, un hombre que murió cerca de allí, de su tumba vacía, en la primavera de 1960, en la muy sagrada ciudad de Urfa, y lo cierto es que sus admiradores lo enterraron a toda prisa porque se olían que ese santo varón podía desequilibrar al estado turco incluso enterrado en una cripta. Pero fue en vano. El gobierno, con cierto pánico de que se les estuviera gestando un mito religioso, y encimade todo un kurdo, se puso manos a la obra para evitar que la tumba se convirtiera en un centro de peregrinación.


Así que, el 12 de julio de 1960, un grupo de soldados fuertemente armados rodeó la tumba, levantada en un maravilloso jardín surcado por canales donde enormes carpas saltan despreocupadas, desenterró el cadáver y se lo llevó a un lugar secreto cerca de la ciudad de Isparta donde introdujeron los restos en una cámara que posteriormente sellaron para enterrarlo nuevamente sin testigos ni devotos. Hacía bien poco que el general Cemal Gürsel había encabezado un golpe de estado para imponer el ideario de Atatürk, el líder turco que basó el desarrollo del país en el occidentalismo por narices, y lo primero que quiso evitar el militar fue que le salieran santones por las esquinas. El cadáver, pues, de Said Nursi descansa en un lugar desconocido, al tiempo que su alma lo hace en uno conocido, aunque un rumor asegura que dos de sus seguidores encontraron el nuevo sepulcro y trasladaron nuevamente sus restos a otro lugar. Dice más la tradición: dice que cuando uno de ellos muere, el que aún resta vivo comparte el secreto con otra persona, de manera que siempre hay dos devotos que conocen el paradero de la tercera tumba de Said Nursî. Pocos mortales tienen el extraño privilegio de tener tres tumbas, si el rumor es cierto (aunque, y si no lo fuera, tendrá dos, que tampoco está mal).


Said Nursî es la sorpresa inesperada de la antigua ciudad de Urfa, Sanliurfa para los turcos ('la gloriosa Urfa'), una urbe que fue la antigua Edessa de los selyúcidas o la Justinopolis de Bizancio pasando por Riha para los siríacos, Ruha para los árabes o Urhai para los armenios. A pesar de que está considerada la cuna de Abraham o también, cosas de la historia, residencia del Santo Job, o a pesar de que por aquí pasaron sumerios, acadios, babilónicos, persas y caldeos, armenios y romanos, o incluso los mismísimos cruzados, Urfa es hoy el centro de atracción de los seguidores de Said Nursî, que son legión y viven su devoción calladamente, de modo casi clandestino, no vaya a ser que el gobierno turco les trate como trató a su maestro.

La montaña desde la que arrojaron al profeta Abraham

Entre los méritos de Said Nursî, o tal vez el mayor de todos, se encuentra la colección Risale-i Nur, Cartas de la Luz, unos comentarios sobre el Corán con más de seis mil páginas, un tocho considerable en el que este teólogo sunita consideraba que la ciencia debía de entrar en los colegios religiosos y que la religión no podía estar fuera de los colegios. Sus enseñanzas no son ninguna broma, sobre todo porque a día de hoy sus devotos se agrupan en el conocido como movimiento Nurcu, que tiene en Muhammed Fethullah Gülen a su figura más conocida y otro de los grandes enemigos de la patria turca (junto a los kurdos). Gülen vive en Pennsylvania, no sabría yo decir si exiliado o autoexiliado, aunque lo más probable es que acabe en la cárcel si vuelve a pisar Turquía. Las enseñanzas de Gülen se extienden por Asia Central, Extremo Oriente y África (y dicen que hasta por América Latina) y, aunque enlazan con la de Nursî, el profeta de la tumba vacía, exceden de estas y van más allá: tanto que el movimiento Nurcu, tras al vendaval de Muhammed, se transformó en el actual movimiento Gülen y el propio Gülen es ahora uno de los cien pensadores con mayor influencia del planeta.


Said Nursî mantuvo desde muy joven el prefijo de Bediuzzaman, que significa La Maravilla de su Tiempo, un tratamiento que haría sentirse incómodo a cualquiera con un mínimo sentido del pudor. Pero Said Nursî era uno de esos hombres tocados por el dedo del destino y tal vez no le desentonara semejante distinción. Ya de muy joven demostró unos conocimientos sobre religión que nos retrotrae a Nuestro Señor Jesucristo de niño dejando boquiabiertos a los maestros del Talmud. Nacido en 1878, o en 1873, depende de quien lo diga, el atribulado líder vivió los últimos años del gran Imperio Otomano y pronto sintió una poderosa atracción por todos los conocimientos de su época. Dedicado durante su juventud al noble arte del estudio, el joven Nursî se convirtió en un compendio de sabiduría ecléctica, lo mismo dominaba las matemáticas que la astronomía, lo mismo charlaba sobre biología o física que sobre filosofía. Un espíritu tan culto no podía encorsetarse en un solo conocimiento pero los periódicos publicaron una frase de Lord Gladston, secretario para las colonias británicas, en la que decía: 'mientras los musulmanes tengan el Corán, no podremos dominarles: hay que alejarlos de la religión', a lo que el pío Nursî respondió empezando su enciclopédica obra escrita. Durante cuarenta años, El Único y Más Grande de su Tiempo escribió su obra magna, Risale-i Nur, un intento de modernizar la vida de los musulmanes mediante reflexiones sobre su propia vida que debió de impregnar la obra de emociones de todo tipo porque lo mismo escribía montado a caballo que hundido en una trinchera.


Y reflexiones tenía para dar y regalar. Participó en la primera guerra mundial, fue hecho prisionero por los rusos cuando defendía la región de Van y encarcelado en Siberia, donde se libró de un fusilamiento rezando, a su vuelta a Turquía sufrió persecuciones, palizas y cárcel, trataron de envenenarlo diecisiete veces, los piadosos musulmanes más tradicionales lo declararon fuera del islam por esas ideas de querer modernizar algo que provenía de los desiertos,  y Mustafá Kemal, el legendario Atatürk, lo persiguió por todo lo contrario, porque quería evitar a toda costa la imagen del típico país de Oriente Medio dominado por santones y profetillas de tres al cuarto. O tal vez Atatürk lo persiguiera por su rechazo al cargo de Ministro de Asuntos Religiosos para las provincias orientales de Turquía. A su heroico regreso de Rusia, los gobernantes turcos lo vieron como el revulsivo que necesitaba la patria para enderezar al alicaído imperio con un mesías de andar por casa pero el rebelde Nursî, que de un vistazo caló a sus interlocutores, los recriminó por pensar más en la modernidad europea que en los verdaderos ritos islámicos. Y a partir de ahí, su descenso a los infiernos. Madrasa o universidad que fundaba, madrasa o universidad que cerraban, estudiantes que lo seguían, estudiantes que terminaban encarcelados.



Sin embargo, y a pesar de todo, el alegre Nursî seguía congregando multitudes, ya fuera en la cárcel o en las calles, en mitad de una guerra o en la quietud de una madrasa. Su creencia sunita derivó hacia el misticismo sufí, tal vez rememorando aquel padre tan estricto en sus ideas que tapaba con un trapo las bocas de sus vacas para que no comieran nada de huertos ajenos. Y así pasó el resto de su vida, entrando y saliendo de la cárcel, torturado y envenenado por los policías, rodeado de un número creciente de admiradores y venerado todavía hoy, medio siglo después de su muerte, como un gran sabio del islam que incluso descendía de Mahoma.


Sus últimos días se sienten en Anatolia Junction, de Fred A. Reed, el pobre y anciano ya Said perseguido por el tiránico gobierno del presidente Menderes a bordo de un Sedan de color oro atravesando la Anatolia occidental, viajando de noche por carreteras secundarias para pasar desapercibido, rodando por caminos embarrados y tosiendo la pulmonía que consumía sus últimos días. Su llegada a Urfa fue un acontecimiento tan grande que la policía no se atrevió a intervenir y cuando se armó de valor para detenerlo imponiéndose a la multitud, el abuelo ya estaba muerto. Por si fueran pocos los problemas del gobierno turco, sus admiradores siguen siendo millones hoy en día en todo el país, ocultos tras una fachada de islamismo común y corriente, esperando el momento en el que el gobierno abra la mano para dedicarse a las enseñanzas de su maestro, el ocupante de las tres tumbas.

©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

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