Durante
cuatro siglos, millones de negros, entre doce y veinte, salieron por una
pequeña puerta de una casa de esclavos que no llevaba a ninguna parte más allá
de una pasarela que acababa en la bodega de un barco. En 1807, los británicos
prohibieron el comercio de esclavos y la isla de Goreé, tres kilómetros frente
a la capital de Senegal, Dakar, perdió su principal fuente de riqueza: la
pobreza de los demás, y volvió a ser lo que había sido antes: un idílico lugar
de formidables vistas, pájaros cantores y delfines que adornaban la línea del
horizonte. Claro que era imposible que recuperara su tranquilidad porque,
recordemos, doce, o veinte, millones de seres humanos, depende de la fuente, embarcaron
por esta isla hacia un viaje que no tenía más fin que la muerte, doce, o
veinte, millones de almas peregrinan por los rincones de este islote gritando
inaudibles los horrores de la desesperación, doce, o veinte, millones de ánimas
chillan noche y día entre la floresta, sus voces resuenan por la casa de
contratación, rebotan en la sala de engorde, se precipitan por los abismos de
los acantilados, se ahogan en los riscos submarinos y yacen inanes en las
arenas de la playa que recibe al visitante. Doce, o veinte, millones de
tragedias, de seres sin libertad y de pesadillas de vigilia.
El
primer europeo que puso un pie en esta isla fue un portugués llamado Dinis
Díaz, en 1444, y su primera tarea fue levantar un puesto militar y un almacén
negrero: el destino de la isla estaba ya marcado. A partir de entonces, este
paradisíaco entorno fue una constante disputa entre holandeses, británicos,
portugueses y franceses, que se disputaron la isla que un Dutch llamó Good Re
(Buen Puerto). Junto a Gorée, la ciudad colonial de Saint Louis, ya en la
frontera con Mauritania, y más al sur, en el extraño país llamado Gambia, el
puerto de James Port, puertos negreros por excelencia, donde se hicieron de oro
capitanes aguerridos como Francis Drake, ese pirata tan querido por los
británicos, John Hawkins o John Newton. Pero no seamos presuntuosos y no
olvidemos a Pedro Blanco, (Vida e infamia de Pedro Blanco), nuestro negrero por excelencia, un malagueño
que inspiró a Steven Spielberg para su película Amistad, el nombre de uno de
los buques del negrero andaluz.
Las compañías tenían tanta prisa por enviar
carne fresca al continente americano, principalmente Cuba, Estados Unidos y
Brasil, que la South Sea Company se comprometió a embarcar casi cinco mil
negros al año.
Un hombre observa taciturno la puerta de salida de los esclavos |
Por
esta isla pasó en 1992 el papa Juan Pablo II, tal vez para limpiar el pecado de
su antecesor Nicolás V, que bendijo el negocio en el siglo XV, y también
desembarcó George W. Bush para lamentar que allí ‘la vida y la libertad fueran
robadas’, y la lista de personajes relevantes sigue creciendo conforme la
infamia se conocía en todo el mundo: Bill Clinton, Nelson Mandela, Mitterrand…
todos horrorizados y taciturnos ante la magnitud del holocausto que se vivió en
este islote. Una tragedia que, por cierto, no ha terminado aunque ya no está institucionalizada
como sí lo estaba antes. Dice la ONU que hoy día viven en condiciones de
esclavitud alrededor de doscientos cincuenta millones de personas y que la caza
de negros costó unos ciento cuarenta millones de vidas arrancadas al continente
negro. Cifras y negros que desfilan ante la mirada atónita del que intenta
imaginar desde la puerta del no retorno sin que se pueda asumir semejante
catástrofe. Una puerta que en su momento admiró el sha de Persia, Mohammed Reza
Palhevi, que adquirió una mansión cercana tal vez para olvidar sus miles de crímenes en la legendaria Persia, o el gran magnate de aquel país que
existió hasta hace bien poco: Onassis, el griego.
Dakar en la distancia |
El sevillano
padre Alonso de Sandoval, que dedicó su vida a las negritudes en Cartagena de
Indias, Colombia, relataba que los esclavos iban ‘de seis en seis, encadenados
por argollas en los cuellos, asquerosos y maltratados, y luego unidos de dos en
dos con argollas en los pies; van debajo de la cubierta, con lo que nunca ven
el sol o la luna. No se puede estar allí una hora sin grave riesgo de
enfermedad. Comen una vez al día una escudilla de maíz o mijo crudo y un
pequeño jarro de agua. Reciben mucho palo, mucho azote y malas palabras de la
única persona que se atreve a bajar a la bodega, el capataz’.
De
aquellos terribles días sólo queda la Casa de los Esclavos, convertida hoy en
museo, y los ecos de los gritos de aquellos desgraciados. Las casas, pintadas
de rojo, de amarillo albero o directamente en ruinas, apenas dejan adivinar el
sufrimiento que se desarrolló en sus puertas. Cuatro de cada diez negros que llegaban
a la casa de los esclavos para engordar hasta los sesenta kilos antes de
embarcar morían en el trayecto. Muchos se suicidaban de los modos más
peregrinos porque, recuerden, estaban encadenados y sin siquiera esa
posibilidad: morían dejando de respirar, morían los prófugos lanzándose de las
ramas altas de los árboles dejando los cuerpos tiesos y descoyuntándose con el
golpe seco, morían de hambre, morían de pena. Y los que no morían por
convencimiento, morían en el trayecto de entre seis y doce semanas. Morir para
escapar de una vida que es peor que la muerte.
Arriba, en las alturas, dominan silenciosos el
horizonte los cañones que defendieron décadas atrás la antigua colonia francesa
y que sirvieron de decorado para la película Los Cañones de Navarone.
El interior de los bunkers rezuman humo dulzón y notas de roots |
Hoy,
aquellos bunkers, huelen a marihuana, a marihuana densa y dulce, acompañada de
reggae profundo, de roots y de voces que remedan a la del Nesta, Nesta Marley,
rastafaris senegaleses que han montado estudios de grabación donde antes se
acumulaba muerte y hoy ofrecen música y mareítos de consideración. Me voy de la
isla intentando enfocar, escuchando los gritos de aquellos millones de esclavos
que sufrieron lo indecible y que hoy se entremezclan con el rasgueo de los
rastafaris en el inolvidable 400 years. ¿Qué mejor lugar que este para escuchar
esta canción? God bless ya!!!
© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
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