Desde
la penumbra de un corredor débilmente iluminado, cientos de rostros de metal me
observan. Son rostros de militares y de comerciantes y de limpiabotas y de
honrados cabezas de familia y de algún que otro sinvergüenza y de aguadores y
de leguleyos y de pobretones de solemnidad. Son rostros anónimos, rostros que a
nadie suenan pero que en su momento protagonizaron una lucha tan denodada que
desde aquel entonces, y ya para siempre, son héroes, héroes de guerra. Y son
tan héroes, y tan héroes de guerra, que su ciudad, la ciudad de todos ellos,
mudó su nombre en 1973 de Antep a Gaziantep, que en turco significa Antep la
Heroica, y que cada rostro anónimo lleva debajo su nombre, reverenciado por sus vecinos, ajeno para los demás. 'Desde los siete hasta los setenta y siete años, toda la ciudad de
Antepo se rebeló', dice un cartel a la entrada del Museo de Gaziantep de la
Defensa y el Heroísmo.
Y así debió de ser porque a la entrada del museo llamado Panorámico las estatuas
reciben al visitante con imágenes tan desagradables como los niños fusilados
por los soldados franceses, niños de bronce que parecen recién muertos,
chapoteando inútilmente en un gran charco de sangre que no es tal sino bronce
también.
Mirando
de cerca los rostros puede uno fantasear con los rasgos de metal: ¿sería este
señor capaz de heroicidades? ¿podemos pues todos tener un momento heroico en
nuestra vida? ¿es necesario llegar a una situación tan crítica para desvelar
nuestro heroísmo interior? ¿Fue Ahmet Günebakan realmente tan héroe? ¿O Dayi
Ahmet Aga? ¿O Niyazi Bey? ¿Importa a alguien, por otro lado, que este señor que
parece sobrealimentado fuera un héroe?
A sus vecinos sí, desde luego, porque
los pueblos necesitan cimentarse sobre mitos, a ser posible mitos cercanos y
tangibles, y quién mejor que el señor Niyazi Bey, con su poblado mostacho y su
papada de comerciante de alfombras amante de los pastelitos de pistacho. Desde
luego mucho más cercano que el apuesto y varonil Aquiles, semejante a un dios,
de apolíneo porte y herculínea fuerza. Mucho más cercano, decía, un señor con sombrero y grandes gafas de pasta, un señor que podría ser tu vecino hoy mismo, tu tendero, tu abuelo. Héroes de andar por casa.
Y,
no obstante, esos rostros pueden guardar secretos terribles. Secretos sobre las matanzas de armenios que tuvieron que conocer, o incluso participar, apenas
meses atrás. Vecinos que nacieron en uno de los imperios más poderosos que ha
conocido la historia de la Humanidad y que se les desmoronaba a su alrededor
día a día. Recuerden la fecha: febrero de 1821. Apenas terminada la I Guerra
Mundial, un imperio errático, paralelo al español, que aún estaba sumido en su
derrota de 1898, un imperio reflejo a punto de perder lo poco que le restaba,
que era mucho.
Tras
la derrota de los alemanes, el Imperio Otomano, que la había pifiado al elegir a
los germanos como aliados, fue fragmentado hasta el último territorio: los
aliados entraron en Salónica, ocuparon Constantinopla y consiguieron la
rendición del gobierno turco el último día de octubre de 1918. Con el otrora
indestructible imperio ocupado, la conferencia de Londres, en febrero de 1920,
repartió el botín entre los vencedores: Esmirna, para Grecia, Antalya para
Italia, la Cilicia para Francia. La conferencia de Remo, en abril del mismo
año, decidió que la Tracia pasase a soberanía griega. En agosto, el tratado de
Sèvres otorgaba la independencia a Arabia y a Armenia, concedía autonomía al
Kurdistán turco, y Egipto, Chipre, Irak y Palestina pasaban a formar parte del
imperio dominante, el de Gran Bretaña. Siria, por su parte, sería a partir de
ahora francés, incluido un país que no existía aún como es el Líbano, y el sur
mediterráneo de la actual Turquía. Los antiguos otomanos, ahora ya y para
siempre turcos, mantendrían parte de la Anatolia y apenas Estambul. Un reparto
que no satisfizo a nadie porque los kurdos, por ejemplo, vieron dividido su
pretendido país entre muchos otros, la mitad de Chipre aún anda a la gresca con
la otra mitad, los sirios reclaman la zona de Antioquía que baña el
Mediterráneo, los libaneses han sufrido en más de una ocasión la venganza siria
por la partición, los turcos no podían consentir que los restos de su naufragio
se hundieran aún más... Con tan florido escenario sólo podía ocurrir lo que
ocurrió: la aparición de un líder carismático que se echó al hombro el
humillado espíritu turco y lo sacó a flote. Ese tipo fue Mustafá Kemal, el
único militar de envergadura en el país y el único además que no cayó derrotado
en la guerra contra los victoriosos aliados, el general victorioso de Galípoli
que fue aclamado como héroe nacional y calificado como Pachá.
Tan
victorioso que, tras la guerra, Kemal plantó cara al gobierno títere de
Estambul, el que impusieron los occidentales, y le plantó cara también a los
invasores. El gobierno turco veía impotente cómo todas sus órdenes caían en
saco roto: los militares encargados de detenerlo terminaban uniéndose a él, el
pueblo lo jaleaba a su paso, y Mustafá, listo que era, decidió romper con el
Imperio Otomano, del que apenas quedaba un recuerdo, y levantarlo en una nueva capital:
Ankara. Turquía tuvo, entonces, dos gobiernos, el de Mustafá Kemal, que pasó a
ser conocido como Atatürk (padre de los turcos) y el del sultán Mehmet VI, la
marioneta de los aliados. Y la guerra entonces volvió a los castigados restos
del imperio otomano.
En
este contexto me miran, desde el fondo de sus figuras de bronce, los héroes de
Antep, o de Gaziantep, la muy heroica ciudad de Antepo, la antigua Antioquía de
los Montes Tauros, la Doliche de los griegos, el hogar de los hititas y la
capital mundial del pistacho, que desborda las cestas de los comercios de su
casco histórico y reparte por el mundo nada menos que 60.000 millones de
toneladas gracias, en parte, al proyecto GAP que pretende convertir en vergel el sur de la Anatolia. Son héroes de andar por casa, alguno con atuendo
militar, la mayoría con ropas civiles porque eran precisamente eso, civiles que
plantaron cara a las tropas francesas, muy subiditas ellas tras el reparto y
ansiosas de rascar algo más para añadir a sus trofeos. A finales de 1918, las
tropas francesas ocuparon lo que se conocía como la Cilicia, una continuación
de la victoria en la I Guerra Mundial que quisieron usar para expandirse por un
territorio que ya anheló Napoleón. Las provincias de Maras, Urfa y Antep
cayeron bajo la bota francesa, aunque no sin resistencia, sobre todo porque
entre los franceses se encontraban muchos armenios que prometían venganza tras
las trágicas masacres cometidas poco antes sobre este pueblo.
Los galos
entraron en Antep, hasta entonces ocupada por los ingleses, pensando que su
victoria en Verdún les serviría como carta de presentación. Sin embargo se
encontraron con toda una ciudad en estado de alteración, guerrera y enfadada,
organizada por una sociedad civil que comenzó con quince abogados y terminó
englobando a la ciudad entera. Corría el año de 1920 cuando empezó el cerco de
la ciudad durante once meses, hasta que el 8 de febrero de 1921 los vecinos,
recordemos: de siete a setenta y siete años, exhaustos y diezmados, entregaron
sus fuerzas y su ciudad. La resistencia fue heroica y el sitio tan feroz como
estéril porque la victoria francesa no sirvió para nada más que para crear esta
recreación de caras que sobresalen espectrales de las paredes para recordarle
al mundo de los vivos que los muertos están ahí, con pasados heroicos o
cobardes, gentes valientes o viles, gentes que lucharon por sus vidas y por las
de los vecinos que se afanan en vender sus pistachos, sus bandejas de cobre,
sus pañuelos de seda de verdad.
60.000 millones de toneladas de pistachos anuales, esa es la principal producción de Gaziantep: pistachos |
Y estos son los vecinos del Gaziantep de hoy, rostros anónimos como los de sus ancestros, los heroicos |
La
victoria sobre Antep, como decía, fue estéril porque Francia decidió sacrificar
la Cilicia para mantener el control sobre Siria y Líbano y dejar el camino
expedito al tal Atatürk, el padrecito de todos los turcos, y así, en octubre de
ese mismo año, cuando los cadáveres de los defensores del sitio de Antep aún no
se habían convertido en polvo, Francia firmó el tratado de Ankara y terminó su
guerra contra los nacionalistas turcos. Atatürk tocó su techo y habría de hacer
de Turquía un remedo de occidentalización: adiós al alfabeto árabe, adiós a las
minorías que puedan dividirnos aún más, adiós al fundamentalismo islamista que
tiene sumidos en el atraso a nuestros vecinos. Y adiós, también, a los vecinos
de Antep, que murieron batallando contra un ejército que estaba destinado a la
derrota, a pesar de sus victorias. La Asamblea de todos los turcos decidió,
cincuenta y dos años después, en 1973, añadir a la muy antigua ciudad de Antep
su prefijo actual, Gazi. Y así se llama hoy, Gaziantep, la heroica, la
guerrera, y sus vecinos lo llevan a gala porque ese prefijo costó muchos litros
de sangre y un puñado de rostros de bronce pegados a una pared que miran desde
sus cuencas vacías a los visitantes desde la penumbra de un pasillo apenas
iluminado.
©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
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