Si Juan Ortiz
hubiera sospechado que el destino le deparaba el dolor físico más inhumano no
habría subido en aquella nave que preparaba su viaje rumbo a América. Nacido en Sevilla, sólo sabemos
que tenía 18 años cuando embarcó en la expedición que Pánfilo de Narváez envió
a las tierras al norte de la Española. Narváez tenía entre ceja y ceja
desbaratar la conquista de Hernán Cortés por considerarlo un usurpador. Sin
embargo, nada más tocar tierra un ataque de los indios lo puso en huida con tanta prisa que dejaron
un velero atrás. Los olvidados fueron capturados por el cacique Hairriga, jefe
del pueblo Uzica, que vio en los prisioneros el modo de desahogar su furia. No
era para menos porque los hombres de Narváez aprovechaban la menor ocasión para
matar indios y violar mujeres y hasta cuenta el inca Garcilaso que su madre, la del cacique, había perdido la nariz en un ataque con perros mastines.
Hairriga se vengó plácidamente: los mató uno a uno,
estirándolos, aseteándolos y dándoles tiempo para que sintieran acercarse a la
muerte. Juan Ortiz esperaba aterrado su final, atado y bien atado, impotente dentro de una jaula. Cuando lo llevaron a la plaza,
donde yacían esparcidos los restos de sus paisanos, la esposa y las hijas del
cacique se apiadaron del muchacho. Era joven y hermoso, y dicen las crónicas que despertó en las damas
un sentimiento de ternura. Cuenta Garcilaso de la Vega que el cacique
dictaminó: el extranjero no morirá, pero su vida será como mil muertes. El
pobre Juan sufre entonces todo tipo de humillaciones. Apenas duerme, camina
desnudo, a la mínima le azotan. En una ocasión, continúa el Inca, le ordenaron
correr con la amenaza de que al detenerse lo matarían. Juan corrió desde el
alba hasta caer inconsciente al anochecer. También le ordenaron cuidar el
cementerio, un trabajo peligroso porque los cuerpos reposaban envueltos en
sudarios, dispersos por el campo, a merced de las bestias hambrientas. Las alimañas asediaban buscando carne y Juan
tuvo que enfrentarse con una en la oscuridad que le dejó tan mal cuerpo que
prefirió volver con sus torturadores. El recibimiento fue antológico: puesto a
fuego lento sólo se salvó por las súplicas de sus bienhechoras. Pero de todo se cansa uno y el cacique, aburrido ya de tanta discusión, decide ofrecerle al pueblo un espectáculo con su muerte.
Antes de verlo muerto, la hija mayor, entregada al sevillano, lo envía al cacique del pueblo vecino, Mucoco, que está
enamorado de ella, y le promete su amor si da cobijo al desgraciado español.
Comienza entonces su aculturación. Su tortura
había durado año y medio de esclavitud, ahora pasará otros ocho de
recuperación. Después de ese tiempo, el explorador Hernando de Soto supo de su
existencia y lo reclamó para sus tareas de conquista. De Soto buscaba
reverdecer sus éxitos en el sur del continente, cuando descubrió el Cuzco y fue
el primer europeo en conocer a Atahualpa. Era el año del señor de 1539 y Hernando
de Soto pensaba que al norte de la Florida podía existir otra ciudad como
México pero se encontró de bruces con un paisano en una tierra en teoría sin
explorar. El pobre Juan Ortiz, perdida ya toda esperanza, volvió con los suyos
pero con tan mala fortuna que un soldado lo confunde con indio y está a punto
de matarlo de un lanzazo. Para enfatizar sus orígenes se santiguaba
permanentemente y gritaba ‘Sevilla, Sevilla’ mientras los españoles veían a un
indio quemado por el sol y con el cuerpo cubierto de tatuajes ‘Señores, por
amor de Dios y de Santa María no me matéis, que soy cristiano como vosotros, y
soy natural de Sevilla y me llamo Juan Ortiz…’
Gracias a su soltura con las lenguas
locales, el sevillano facilitó a los conquistadores su viaje en lo que hoy son
los Estados Unidos. La expedición marchó por los montes Apalaches, cruzó
Georgia, las dos Carolinas y Tenessee. En su loca pasión por el oro zigzagueaba
en busca de pueblos dorados, según los tejemanejes del guía del momento, perdían el norte y volvían a encontrarlo.
Atravesaron Alabama y lucharon con cada tribu que les salía al paso. Una hazaña
difícilmente comprensible porque los españoles no superaban los 700 y los
indios se contaban por miles. Cada vez más diezmados, la expedición aún
descubrió a los ojos occidentales el río Missisipí y deambuló por Arkansas,
Oklahoma y Texas. Juan Ortiz, el sevillano que posibilitó el avance de Hernando
de Soto, murió en el camino sin conseguir regresar a su añorada Sevilla. Poco
después, cerca del Missisipí, Hernando de Soto también fallecía a causa de
fiebres. Los supervivientes navegaron río abajo asediados desde las orillas por
frecuentes ataques hasta que llegaron a la bahía de México, donde pudieron contar la extraña historia de Juan Ortiz, el mártir sevillano perdido en la Florida.
Bibliografía
Inca Garcilaso de la Vega, 'Inca de la Florida', Linkgua Ediciones S.L.,
Barcelona, 2008.
Nuevas lecturas de la Florida del inca, Antonio Garrido Aranda,
Ibeoramericana, 2008, Madrid
© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
enrique, borré tu mensaje sin querer pero retengo el mensaje: tienes razón cuando hablas de que solemos intentar explicar el salvajismo local, aunque creo que la historia deja a cada uno en su lugar: Heirriga era un burro, los conquistadores eran otros burros, la hija de Heirriga una persona cabal y el pobre Ortiz un jovenzuelo en mitad de la nada. De todos modos tienes razón (nuevamente) en que las historias de Garcilaso hay que cogerlas con alfileres... aunque esta me parece especialmente interesante.. saludos..
ResponderEliminargracias por este artículo, muy buena la historia de este Juan Ortíz.
ResponderEliminargracias a ti!
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