El 21 de septiembre de
2004 leí en internet que la isla de la Tortuga, al norte de Haití, había
desaparecido engullida por la tormenta tropical Jeanne. Y lo leí estando cerca,
concretamente en Santo Domingo, la capital de la República Dominicana, una noticia
difícil de digerir porque la isla de la Tortuga tiene alrededor de 26.000
habitantes, es un mito de tal calibre en la historia de los piratas caribeños
que sin ella Johnny Depp no hubiera sido nunca Jack Sparrow y su altura máxima
alcanza los 450 metros. ¿Cómo puede desaparecer una isla así? La noticia era
demasiado tentadora como para permanecer bailando bachata y merengue así que me
dirigí al consulado de Haití en la República y me metí en el primer autobús con
rumbo a Puerto Príncipe. Claro que tampoco sabía mucho más del país fuera de su
afición al vudú y de la extrema pobreza que asomaba de cuando en cuando en los
informativos de la televisión.
Porque Haití es muchas
cosas pero, sobre todas, una: es un desastre medioambiental de primer orden. Michel
Martelly, el presidente de Haití, ha declarado este año, el de 2013, como año
de la ecología, un guiño al país más deforestado del mundo, al que sólo resta
un 1,6% de su masa arbórea. O dicho de otro modo: la mayor tragedia ecológica
de la actualidad. Un país sin árboles. Por eso, Michel Martelly, que es un
presidente rapero (que sucede a presidentes curas, presidentes sargentos,
presidentes hijos-de-papá o presidentes maestros del vudú) le ha pedido a sus
conciudadanos un favor: planten un árbol, aunque sólo sea uno. Según el
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Haití pierde cada año 37
millones de toneladas de tierras cultivables debido a la deforestación, sobre
todo por la erosión de grandes terrones que terminan rodando hacia el mar.
Con tan poca masa
arbórea, las terribles tormentas tropicales que azotan cíclicamente el país se
convierten, sin poder evitarlo, en no menos terribles desastres humanitarios,
con miles de muertos ahogados en agua o enterrados en los grandes terrones que se desprenden de las montañas. La tormenta tropical Jeanne, que
supuestamente había engullido la isla de la Tortuga, se había sentido sobre la
República Dominicana con gran fuerza pero en Haití fue mucho peor. Había miles
de muertos.
La
historia moderna de Haití comienza la noche del 21 de agosto de 1791 en el
decadente municipio de Le Cap. Los esclavos, que según Jared Diamond cifra en
medio millón, se sublevaron, asesinaron a sus amos y quemaron las productivas
plantaciones de caña. Fue un brujo local, de nombre Boukamn, el que dio la
orden de alzamiento. Dicen que sacrificó un cerdo en una ceremonia religiosa en
el interior de un bosque y que dio de beber su sangre aún caliente a un grupo de
conspiradores para infundirles valor. Se inició así una sublevación en toda
regla, con campos quemados y terratenientes asesinados. Los colonos resistieron
el primer embiste y reaccionaron luego con violencia. El mismo Boukamn fue
descubierto y ejecutado, y su cabeza coronó la plaza central de Le Cap como
escarmiento. Pero la revuelta había prendido en la colonia y las masacres
pasaron a formar parte del paisaje habitual de la isla hasta casi que hoy
mismo.
Paradojas
de la vida, fueron los británicos los impulsores de la rebelión. Según el
escritor Carlos Wesley, la revuelta no tuvo nada de casual porque vino instigada por los británicos, quienes se inspiraron en los franceses de Les Amies de Noir,
una sociedad abolicionista fundada por el revolucionario Laffayette. Haití era
conocida en aquel entonces como la colonia de Saint Domingue. Y contradicción
tras paradoja, las ideas inspiradas en la Ilustración prendían en lo más lejano
del Racionalismo: el vudú. Las matanzas y la quema indiscriminada de ingenios y
fábricas sólo pudieron ser detenidas tras imponerse un liberto moderado,
Toussaints Louverture, a los sectores más radicales y establecer un plan
político que situara la revolución en la órbita de las causas justas. El apoyo
que le prestó el amigo británico no resultó de gran ayuda, sobre todo porque
Londres poseía aún grandes bolsas de esclavitud, en la vecina Jamaica sin ir
más lejos, y el ejemplo podía resultar perjudicial.
Los
haitianos, a su vez, luchaban contra una esclavitud por la que ya habían
luchado años atrás: cientos de esclavos combatieron a las órdenes de generales
norteamericanos en la guerra de secesión con un óptimo resultado. Pero los
meses, algunos incluso años, que pasaron peleando contra las tropas sudistas
les pasaron factura: pensaron que la abolición de la esclavitud debía de ser un
hecho universal y no sólo estadounidense. Al regresar a Puerto Príncipe y Cabo
Haitiano volvieron a su triste realidad, un país bajo soberanía francesa
comandado por terratenientes que los esperaban para hacerlos trabajar sin
descanso. El choque debió de ser brutal y aceleró la descomposición de la
colonia gala.
Después
de cruzar regiones más parecidas al África que al Caribe, mi autobús llegó a
Petionville, unos suburbios para gente adinerada en las montañas que rodean
Puerto Príncipe. Una sucesión de mansiones escondidas tras altísimos muros
alternaban el paisaje con tiendas de lujo, supermercados bien abastecidos y
unas calles destartaladas por las que paseaba una muchedumbre negra que no
tenían pinta de ser dueños de nada de lo anterior. En la estación me esperaba
Georges con sus guardaespaldas. Después de una cálida acogida, nos trasladó a
su mansión, cercana a la gare. Georges Sami Saati, nombre que denota un origen
muy distinto del insistente trópico en el que nació. Fue el cónsul de Haití en
la República Dominicana quien nos puso en contacto. Georges, el empresario que
más sabía del país, decía, un patriota de los de antes, el hombre que habrá de
salvar a Haití.
Georges Sami Saati, mi anfitrión en Haití |
La
mansión de mi cicerone no decepcionaba a nadie, ni a él mismo. Era la casa de
sus padres, contaba, pero ahora estaba medio abandonada porque no residía allí
permanentemente. Para estar medio abandonada, eso sí, lucía estupenda, con sus
jardines en una cuidada desbandada tropical y la decadente piscina colonial con
estudiada covacha para tomar un refresquito a resguardo del sol. Con tanto
espacio y amplitud no es de extrañar que nos cediera un ala entera, la antigua
y original casa de sus padres, amueblada con gusto y con cierto olor a cerrado
en el ambiente. Georges vivía en el otro ala de la mansión, un edificio de feo
aspecto, más parecido a un bunker de hormigón que a una casa, un centro de
mando de un cuartel donde tenía todo más a mano, su despacho con la conexión a
internet por satélite, su habitación, una minicocina y un salón con gran
pantalla de televisión para seguir al momento las noticias de la CNN. El olor a
antiguo permitía evocar los buenos tiempos, los de los Duvalier, cuando los
sirvientes recorrían el jardín llevando ropa recién lavada, opíparos guisos,
perros guardianes que ladraban a discreción y pasos firmes de personajes
enigmáticos que despotricaban del gobierno de turno mientras planeaban algún
golpe de estado. Los pasos de las generaciones pasadas resuenan aún en la
mansión de la familia Sami, en sus retratos enmarcados en plata, el salón con robustos muebles de madera que parece inspirado en una
novela tropical de Graham Greene, los libros que no son tales pero que lucen
resultones entre estatuitas de caballos. La decadencia se ha precipitado sobre
el lujo triunfal de los tiempos de Papá Doc y ahora yace inmóvil, como un
hermoso visón que aún conserva el pelaje pero ya comenzara a oler mal. La
espléndida cocina, con unas vistas magníficas al jardín, no sirve para agasajar
a los invitados con aquellas comidas y cenas de antaño. Todo se ha perdido en
una espiral de sufrimiento y conspiraciones, de hijos que han forjado su futuro
en otras tierras y en la siempre temible amenaza de una masa hambrienta que pide monedas a las puertas de la mansión.
Georges
nació en Haití pero tiene alma de brasileño desde que muy joven se afincó en
tierra de garotas e ipanemas. Además, tiene pasaporte estadounidense y otra mansión en Miami, donde reside su mujer y sus hijas. Georges
tiene negocios en Santo Domingo y en Brasil, en Florida y en Haití, visita con
frecuencia Paris para sentir su conexión con la Ville, desayuna platos
típicos del Líbano, como homenaje y recuerdo a sus padres, emigrantes de
Oriente Próximo instalados más que cómodamente en una inestable isla del Caribe. Si pinchas aquí verás más historias de emigrantes de Oriente Medio en el Caribe.
Pero,
sobre todo, Georges es un furibundo anticomunista. Y como tal, todas sus
conversaciones están marcadas por el sesgo político de su visión de la vida. Es
la época de Hugo Chávez en Venezuela, de Kirchner en Argentina, de Lula en
Brasil y de Zapatero en España. Pero también es el momento de otro George,
Bush, y Georges, Sami, es su más encendido admirador. Muestra con orgullo su
foto del hermano de su presidente, Jebb, en forzado abrazo a sus hombreras, y
sin mucho miramiento se declara el hombre de Washington en Haití. ‘Soy el
Karzai haitiano’ comenta en castellano con su inexplicable pero correctísimo
acento, en parco homenaje al hombre de Bush en Afganistán. Pero tanto un país
como otro parecen igual de ingobernables y Karzai no tiene mucho poder tras las
paredes de su despacho en Kabul. Tampoco Georges parece que pueda controlar
completamente lo que ocurre tras los muros de su mansión aunque le envíen un
batallón de marines. Georges confía en su trayectoria política, con cierto hermano golpista que elude mencionar, y sobre todo en su visión para los negocios y en
su fortuna.
Continuará
©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
losmundosdehachero@gmail.com
hola, solo para comentarte que no me deja entrar en la web losmundosdehachero.com, me pone esto: "Forbidden
ResponderEliminarYou don't have permission to access / on this server."
La nueva página ha sufrido un ataque de hackers y está sin servicio hasta que consigamos repararla, espero que en las próximas horas vuelva a estar activa... gracias!!
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