El
presidente de los Estados Unidos Thomas Jefferson tuvo el privilegio de definir
lo que era, e iba a ser, el país más desgraciado del mundo: Haití. 'Confinar la
peste en esta isla'. Jefferson no era cualquiera: fue el tercer presidente de
los Estados Unidos, uno de los padres fundadores del país y el principal autor
de la declaración de independencia norteamericana. Fue, además, uno de los
clarividentes líderes que predijo el imperio que habría de alcanzar su patria
y, además, su nombre en los EE.UU se asocia a luchador por la democracia y
propagador incansable de los ideales republicanos. Para mí es el autor de esa
sencilla frase: 'confinar la peste en esta isla'.
Thomas
Jefferson dijo esa premonitoria frase con una idea muy clara de lo que
significaba 'la peste' y de dónde se encontraba 'esta isla'. La peste era
negra, como la bubónica, pero se movía y tenía manos y brazos y dientes y pelo
ensortijado y caminaba y comía y hasta cagaba. La peste era negra porque así
eran los esclavos que poblaban sus campos de algodón y las ciudades del sur del
país. Y negros eran los guerreros que luchaban por su libertad unas millas al
sur de su patria, la que, según Jefferson, iba a convertirse en Imperio.
En
1804, el líder rebelde Jean Jacques Dessaline arrancó a la bandera francesa el
color blanco y creó la primera república negra del mundo. En su lugar quedaron
los otros dos tonos de la tricolor gala, el rojo y el azul, a los que reclinó
para que no tuvieran que estar de pie. Para que no quedara duda de su aversión al
blanco, Dessaline ordenó eliminar a todos los franceses que permanecían en la
isla, en una nueva versión del genocidio que protagonizaron siglos atrás los
españoles al eliminar a taínos y arawaks, los originales pobladores de la
Española. Doscientos años después, el rojo y el azul más que tumbados están
tirados por los suelos y el blanco no ha vuelto a la bandera ni a la isla.
Reparto de ayuda humanitaria en Gonaives |
Nació
Haití gracias al tesón de los cimarrones, esclavos rebelados en armas contra
sus señores, y a las ideas de la Revolución Francesa. Una revolución que
rezumaba incoherencia porque en tanto en sus fronteras continentales se
afanaban en propagar las ideas revolucionarias, en sus territorios de ultramar
era otra historia bien distinta. Mientras en Francia se luchaba y moría por la
Libertad, Igualdad y Fraternidad, en una rentable colonia del Caribe miles de
esclavos africanos se deslomaban bajo un sol de impresión. Influenciados por
las noticias de la revolución, que llegaban con cuentagotas a sus oídos, y por
la participación de cientos de haitianos en la guerra de la Independencia de
los Estados Unidos, el futuro de la colonia, que por aquel entonces era
conocida como Saint Domingue, se volvía cada vez más negro.
Tan
negro como el nombre del único paso fronterizo del sur del país que comunica
Haití con la República Dominicana: Malpaso. Conforme me acerco a la frontera el
paisaje presagia un descenso a los infiernos tropicales. Los montes pierden
exuberancia y un halo a tragedia flota en el ambiente. La población negra
aumenta y observa a todo el que pasa con unas miradas que zozobran entre la
guasa y la desesperación. Desde las ventanillas del autobús se ven aún los
estragos de la penúltima jugarreta de la naturaleza: el desbordamiento del
dominicano río Solié. Inundó los suburbios de Jimani, la última ciudad de
entidad antes de la frontera, arrancó grandes piedras de las montañas y las
depositó en mitad del pueblo, y sobre todo se llevó por delante la vida de más
de cien personas. De ahí a la frontera había unos minutos, y el nombre de
Malpaso parecía una decisión sabia y meditada. Y el paso no sólo era malo sino
que además apenas era un paso. Una frontera con candado, cerrada a cal y canto
con una verja oxidada que sólo se abría a ciertas horas, y que escondía un
puesto destartalado y decadente con varios guardias también destartalados y
decaídos. Ensayé mi triste francés con la esperanza de recordar los antiguos
estudios para caer embobado ante la primera trampa haitiana: el francés no es
francés, como el paisaje africano no es un paisaje africano ni la frondosidad
del bosque esconde un bosque. Aunque suene a francés, el haitiano habla creole,
un sucedáneo de lengua que sólo resulta comprensible cuando se lee escrito en
una pared. Tampoco es África, aunque la vista engañe. Y los bosques no son más
que fachadas que esconden uno de los mayores desastres ecológicos del planeta.
Llueve en Haití |
Cuenta
Jared Diamond en su libro 'Natural experiments of history' que la desgracia de
Haití tiene muchas explicaciones y que ninguna excluye a las demás: Haití es el
país que se levanta en la parte occidental de la isla de la Española, una
nación separada de la República Dominicana por una cadena montañosa que,
precisamente, es la primera responsable de la decadencia haitiana: impide el
acceso de vientos favorable y de lluvias mesuradas de manera que tan sólo las
tormentas tropicales y los huracanes son capaces de suministrarle agua, y lo
hace en proporciones bíblicas. Por si fuera poco, la mayoría de los ríos que
corren por la isla de La Española, corren hacia el lado dominicano... Durante
los años de la colonia francesa, Haití, que es una palabra taína que significa
país de las montañas, fue la parte más rica del imperio francés, la colonia de
las colonias, un lugar mágico donde crecía la caña de azúcar como por arte de
ensalmo y los colonos se hacían ricos en poco tiempo. Unas plantaciones que
arrancaron de la capa vegetal la gran manta arborícola que la caracterizaba
para sembrar productos más rentables. Cultivos para los que, por cierto, era
necesaria mano de obra. Así pues, a la zona de la isla de la Española menos
agraciada por los vientos y las lluvias se unió un cultivo intensivo que
deforestó gran parte de la comarca a manos de mano de obra esclava que los
franceses trajeron de sus colonias. Dicen las crónicas que la entonces conocida
como colonia de Saint Domingue tenía 500.000 esclavos negros traídos de África
mientras que su país vecino, la República Dominicana, apenas tenía 15.000, y
asegura Jared Diamond que el motivo de este desnivel se encuentra en las
expectativas de España y de Francia. España invirtió sus caudales en otras
colonias más rentables y explosivas, la del Perú y la mexicana de la Nueva
España, sobre todo, mientras que Francia no tenía otra colonia más beneficiosa
que la que hoy conocemos como Haití.
Así
que tenemos una región poco favorecida por las lluvias y los vientos, donde los
colonos arrancan los árboles para sembradíos intensivos y llena de esclavos que
viven en un estado miserable mientras que a sus dueños y señores se les llena
la boca hablando de revolución, de igualdad y de fraternidad: y de libertad.
Cuando Jean Jacques Dessaline desenterró el hacha de guerra los esclavos
respondieron raudos y veloces: matemos al blanco. Y cuando mataron hasta el
último blanco se dieron cuenta de varias cosas más: no sabían hablar más lengua
que la que habían inventado ellos, el creole, una extraña mezcla de lenguas
africanas que suena a francés, sin serlo. Y que los blancos no querían saber de
ellos por lo peligroso del ejemplo: una república de esclavos sublevados, el
segundo país en conseguir la independencia en el continente americano. Y Thomas
Jefferson, el gran defensor de la democracia y de las ideas republicanas, el
prohombre y padrecito fundador, soltó entonces su perla: 'confinar la peste en
esta isla'. Un proyecto encantador y solidario que pretendía trasladar en masa
a los negros de su país a ese sitio de negros apestosos que estaban
acostumbrados a vivir de cualquier manera. El proyecto no cuajó sino hasta años
más tarde, cuando los negros de su país (y no todos, para mayor desilusión del
espíritu de Jefferson), fueron trasladados a Liberia y Sierra Leona, en el
golfo de Guinea africano, un experimento que aún hoy sigue provocando problemas
en la zona.
Así
pues, y reflexionando, Haití es un país aislado por una cadena montañosa que le
impide el tránsito normal de lluvias y vientos suaves, deforestado por la
codicia francesa y por una situación de extrema necesidad de sus habitantes,
negros y pobres, que han talado el 99% de los árboles del país para cocinar y
alimentarse, árboles que no crecerán más porque nadie les deja crecer, y cuando
digo nadie hablo también de las mentadas lluvias torrenciales y vientos
huracanados, un país, pues, habitado por antiguos esclavos que mataron a sus
dueños y que odian al blanco en general, al que dicen con cara de mala leche
'blanche, blanche', un odio que impide que vengan inversiones extranjeras
porque guardan siglos de rencor y porque, si alguien se anima de todos modos,
no puede hablar con la mayoría de ellos porque no hablan francés sino algo que
se parece al francés pero que sólo hablan ellos en el planeta. Un extraño país
en mitad del mar Caribe.
Eso,
sin embargo, no es lo que se ve desde las ventanillas del autobús. Se ve
África. Según el mapa, la próxima ciudad es Fond Parisien, pero uno no ve París
por ninguna parte. Sólo ve África. Y luego viene Croix de Bouquets, pero no veo
ramilletes. Sólo veo África aplastada bajo el sol del trópico. Y mercados
africanos de familias negras africanas que venden cualquier cosa bajo la sombra
de una barraca de uralita. Aunque vengo preparado para encontrarme la región
más deprimida del continente americano, a pesar de que ya he viajado por otras
Áfricas americanas, la entrada en Haití no me deja indiferente: parecería que
el cercano triángulo de las Bermudas haya abducido un terreno del Congo para
dejarlo en las inmediaciones de los Estados Unidos.
©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
losmundosdehachero@gmail.com
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