Yihad
quiere sorprenderme: le enseñaré la casa de un amigo que explotó en un autobús,
me propone. Subimos cuesta arriba en un barrio palestino con los caminos de
tierra y, arriba del todo, señala con un orgullo triste un solar. ¿Dónde está
la casa?, le pregunto. 'Aquí, esto es la casa'. Pero no hay construcción
alguna, tan sólo un descampado sobre el que revolotean unos plásticos empujados
por el viento. De la vivienda vecina sale un tipo con cara de pocos amigos: es
el dueño de la casa que ya no está. Su hermano fue uno de esos suicidas que
salpicaban los informativos de la televisión de imágenes desagradables, se
inmoló en un autobús y mató a nosecuántos, el ejército apareció al cabo de unos
días rodeando un par de bulldozers y echó la casa familiar abajo. ¿Y qué culpa
tenía este hombre, me pregunto, de lo que hizo su hermano? ¡Y qué culpa tenía
mi madre, mis hermanos, mis tíos! El tipo gesticula colérico en el solar que
antes fue su hogar, tan sólo Yihad calma su ira con una conversación monocorde
y de tono bajo. Yihad es un palestino que vive en un campo de refugiados del
centro de Belén y que se ha empeñado en mostrarme los vericuetos de su ciudad y del que ya hablé aquí.
Yihad y el hermano del suicida hablan sobre lo que antes fue la casa familiar del terrorista |
Era
la semana santa de 2004, apenas unos días después del asesinato del jeque
Yashin, ya saben, aquel tipo ciego que dirigía Hamas desde una silla de ruedas
y al que reventó un misil israelí (identificable sólo quedó algún tubo de metal
de la silla de ruedas). No sería la única demolición de la que tuve
conocimiento. Días después, en las afueras de Jerusalem, una familia espera
sentada a la frondosa sombra de los árboles frutales de su jardín la llegada
del bulldozer israelí. Veo mucha gente y no sé diferenciar quién es familia y
quién no lo es. La casa tiene dos plantas y un sótano que parece más habitado
que el resto de la edificación. Tiene altos techos, una escalinata, hay niños
que corren, mujeres sentadas en sillas de plástico. Los hombres son todos
mayores, muy mayores en según qué casos. ¿Cuál es el delito de esta familia?,
me pregunto. El delito es, a su vez, su penitencia: uno de los hijos de la
familia militaba en un grupo terrorista, me dicen, lo han detenido cuando
pretendía inmolarse en no sé dónde, aunque la familia duda de esa versión
porque, dicen, no se lo imaginan inmolándose en ninguna parte. Pretendo grabar
su testimonio con una cámara de video que me han prestado unos palestinos
porque la mía me ha sido requisada por las autoridades israelíes en el
aeropuerto. Les grabo mientras relatan toda su epopeya: no sólo uno de los suyos
ha sido detenido sino que varios más han sido muertos y ahora el estado israelí
ha decretado un nuevo castigo: la casa familiar debe caer. Ya se ha ido el
bulldozer: sin contemplaciones ni miramientos la estruendosa maquinaria entró
en el jardín y, con un certero golpe en un pilar, la estructura se derrumbó.
Las mujeres lloran sentadas en sus sillas de plástico, el edificio entero se
tambalea, se hunde en según qué partes, pero milagrosamente sigue en pie. Eso
sí, es inhabitable y amenaza con un derrumbe total en cualquier momento. Mis
anfitriones hablan a la cámara, una mujer me habla de su hijo, mártir dice
ella, y de cómo explotó en un bar llevándose por delante no sé cuántos
estudiantes: doble castigo el suyo, ya no tiene hijo ni casa.
No
sé quién y no sé cuántos. No puedo especificar más porque la cámara, una vez
estuvo el trabajo hecho, desapareció misteriosamente en manos de sus dueños
palestinos, que no me dejaron ni una copia del trabajo. Era el año 2004, cuando
el paroxismo de las demoliciones, las inmolaciones, los atentados en los
autobuses y la Intifada tenían visos de llevarse por delante la salud psíquica
de todos, palestinos e israelíes. Y, sin embargo, diez años después las
demoliciones siguen su curso, aunque ya no haya inmolaciones ni atentados en
autobuses.
Yihad
(Guerra Santa en árabe) me propone ahora visitar al amigo que provocó la
demolición. 'Era amigo mío', asegura, 'explotó en un autobús, te enseñaré su
tumba', dice mientras me lleva a un pequeño cementerio cerca del barrio. ¿Y qué
culpa tienen los familiares?, me pregunto y le pregunto, ¿no se están creando
más enemigos y más rencor los israelíes?, vuelvo a preguntarme, y Yihad mira al
cielo como el que no tiene más respuesta que observar el tranquilo vuelo de un
par de gorriones que no conocen fronteras ni checkpoints. La respuesta es
obvia, me temo: al estado israelí no le importa granjearse algunos enemigos
más, ya los considera a todos así, y el plan de judaización de todo el
territorio palestino es mucho más grande y ambicioso que el de proteger incluso
a sus propios ciudadanos de la ira de algún familiar colérico por la pérdida de
un pariente y de su propia casa: total, todo será, antes o después, israelí, no
podemos pararnos por minucias, parecen decir las frías declaraciones del
ejecutivo de Tel Aviv. Y eso que dice el artículo 33 del Convenio de Ginebra
que 'no se castigará a ninguna persona por infracciones que no haya cometido'.
Sin embargo, se hicieron, se hacen y, probablemente, se seguirán haciendo,
aunque no todas se hacen como venganza: las hay que se ejecutan simplemente por
motivos económicos y estratégicos (o mejor dicho: de limpieza étnica).
2011
marcó el récord de demoliciones en lo que aquí conocemos como Tierra Santa: 622
estructuras palestinas terminaron por los suelos, de las cuales 222 fueron
hogares familiares. Es decir: el 36% del total. Un hito que no pudieron superar
el año pasado, es decir, en 2012, cuando fueron 604, de las que 'sólo' 189 eran
viviendas. El resto de estructuras viene a referirse a refugios para animales,
cisternas de agua y demás infraestructuras básicas de los vecindarios,
incluidas carreteras y caminos. Aquí están las cifras de 2012 y en este exhaustivo informe, las de 2011, el año del récord.
La
estrategia, como decía, tiene ya años y ha variado en función de las
circunstancias políticas y de seguridad. La medida de destruir las casas de los
familiares de los terroristas, se instauró en el verano de 2002, en un intento
de frenar los atentados suicidas que trajo la segunda Intifada y que inundó los
informativos de medio mundo con aquellas desagradables imágenes de autobuses
despanzurrados y trozos de cuerpos esparcidos por calles enteras. Una solución que duró poco más de tres años, hasta que el 31 de enero de 2005 Israel
suspendió su política de demolición de casas de terroristas palestinos tras las
recomendaciones hechas por un comité militar designado por el ministerio de
Defensa. Una decisión limitada a las demoliciones con carácter disuasorio, y no
a las 'tácticas', es decir, que sólo afecta a las de familias de suicidas y
atacantes, y no a las que ejecutan los militares para extender el perímetro de
las zonas militares de Gaza (y en las que entran las que encabezan este
artículo). Decía la comisión de investigación que el efecto disuasorio había
sido mínimo y que las demoliciones alentaban a los palestinos a cometer más
atentados dentro de un círculo vicioso sin fin. Además, aseguraron que sólo en
una veintena de casos los padres convencieron a sus hijos de no participar en
ataques contra Israel por miedo a perder las viviendas: un exiguo logro porque
en el resto tan sólo se alimentó el rencor. Sin embargo, descartadas ya las
demoliciones por causas de terror, siguen las tácticas, muchas encubriendo la
estrategia estatal de estrangular cualquier intento de estado palestino, y
parece bastante obvio pensar que los palestinos así desalojados alimentarán el
mismo rencor al estado que las que fueron expulsadas por motivos de terror. Un argumento que no debió de impactar mucho en el ejecutivo israelí porque la
medida volvió con fuerza en enero de 2009 y, a pesar de lo injusto (castigar a unos por el delito de otros) es la que más ruido hace aunque supone
menos del 10% del total de las demoliciones.
Naciones
Unidas y la propia ICAHD piden el fin de esta ominosa política que ya no
tiene en la violencia, a día de hoy, una
explicación (siquiera cicatera): ¿qué culpa tengo yo de que mi hijo sea un
terrorista? Los beduinos del Jordán son los más afectados: el
57% de las estructuras derribadas en los últimos años les pertenecen y el 82% de los desplazados
son beduinos. Dice ICAHD que el objetivo es la confinación de cuatro millones
de residentes de la West Bank, Jerusalem Este y Gaza a enclaves reducidos que
impidan la formación viable de un estado palestinos mediante la Judaización de
los territorios ocupados, una estrategia que busca controlar directamente el
85% de la tierra dejando en manos palestinas el 15% de la tierra, en enclaves
inconexos y que no tengan posibilidad de controlar ni su propio espacio aéreo,
fronteras ni la esfera electromagnética de las telecomunicaciones. En este
proyecto no tienen cabida, obviamente esos molestos beduinos que ocupan
amplísimas extensiones, siendo tan pocos.. Dice el relator para los derechos
humanos en los territorios ocupados, el profesor Richard Falk, que 'la presión de
las autoridades israelíes para expulsar
a las comunidades beduinas de sus tierras es deplorable e ilegal', una táctica
que se extiende más allá de esas comunidades y por las que Israel controla más
del 40% del territorio de Cisjordania a través de 149 colonias y 102 puestos
exteriores (que no son más que nuevas colonias aunque ilegales incluso para las
leyes israelíes), una ingente cantidad de núcleos que albergan a más de 500.000
personas en permanente expansión.
Yihad
mira la tumba de su amigo con una sonrisa y me devuelve la mirada: 'no',
asegura, 'yo no lo haré, mi lucha es otra', dice mientras volvemos a su casa,
en un campo de refugiados. 'Hasta los veinte años no pude salir del barrio
porque donde ahora hay calles abiertas antes había checkpoints que nos impedían
el libre tránsito'. Las torretas de los controles parecen ahora monumentos al
pasado, descascarilladas y el cemento rajado, aunque Yihad no las tiene todas consigo: no se fía de que vuelvan cuando
menos lo espera. El dédalo de callejillas ha sido su prisión durante dos
décadas, y con él todos los suyos. Dos décadas en las que, paradójicamente,
hubieran firmado que uno de esos bulldozers que les dejan sin tierras cada día
entraran en el barrio y se lo llevara todo por delante.
© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
losmundosdehachero@gmail.com
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