Al sur de Ecuador, escondido
en el manto verde de la selva, se encuentra el equivalente andino de los
garimpeiros brasileños, buscadores de oro sempiternamente embadurnados de
barro, adictos a una fortuna que les resulta tan esquiva como habitual la miseria,
aventureros apoltronados en la rutina del azar. El lugar se llama Nambija y es
un cúmulo disparatado de casas de madera construidas de un modo que da la
impresión de prisa, de eventualidad, de espere usted un momentito porque en
unas semanas nos habremos ido. Pero no, los vecinos no se van, permanecen
anclados a una montaña hueca, mil veces excavada y vuelta a excavar, una
montaña que, de tiempo en tiempo, se desploma en alguna de sus fallas
artificiales y deja muertos, muchos muertos, y heridos, muchos también. Nambija
está en la provincia de Zamora Chinchipe, al suroriente del Ecuador, una
provincia lánguida, que se despereza cada mañana entre las brumas bajas que
toman la torre del campanario de su capital, Zamora, y que se sobresalta tan
sólo con los gritos a deshora de las bandadas de loros que surcan por el aire
unas calles surcadas por el suelo por raíces que violentan el asfalto.
A Nambija sólo se llega desde
el barrio de Namírez y después de un par de horas atravesando selva amazónica a bordo de un par
de autobuses sin amortiguadores y de una colorida chiva. La carretera que parte
de Zamora se pierde por el bosque húmedo, deja atrás un camino en pésimo estado
que el viajero echará de menos cuando trote campo a través rebotando por
desniveles y hundiendo ruedas en ríos de agua marrón que corren como desbocados
fuera de sus cauces. Y dos horas después, como decía, un hueco en lo que en
otro tiempo fue una montaña le recibe con una persistente lluvia. Coronando una
colina, elevada a 2.600 metros sobre el nivel del mar, se levanta el poblado, o
el disparatado cúmulo de casas de madera, o las minas de oro más famosas de la
región. La lluvia no es precisamente rara en la selva ni en la montaña ni
tampoco en los cauces del río, llamado precisamente Nambija, en cuyas aguas se
desenvuelven, de cuando en cuando, pequeños grupos de mineros, familias
completas, que rebuscan la pepita de oro que les hará más ricos que nadie y
dejarán, para siempre pero sólo en su imaginación, la selva y las montañas.
Desde el autobús se les ve irreales, con el agua hasta las rodillas pero
protegidos de la pertinaz lluvia con plásticos transparentes, dejando la
cedilla tan sólo para elevar la vista al paso del vehículo que rompe con sus
gruñidos la paz de la espesura. El río Nambija corre como enfadado hasta
penetrar en el río Zamora, que a su vez corre agresivo a veces, y manso otras,
hasta desembocar en el Marañón (que bajó el sevillano rey Fernando I de Eldorado), una cadena de ríos
que termina en el Amazonas y que no hace sino incrementar la duda y el riesgo.
Porque el río Nambija, a merced de los garimpeiros andinos, está envenenado de
tóxicos, de cianuro y de metilmercurio, de restos de explosivos y de material
desechable, venenos que nadan a favor de las corrientes fluviales y que se
unen, antes o después, al mayor de los ríos.
Al final del camino se
levanta, tambaleante y cubierta de barro, como los mineros del río, Nambija. Algunas
pinceladas de verde en el profundo hoyo indican que realmente hubo ahí una
selva en otra época, pero ya no. Ahora sólo veo un lodo espeso mezcla de tierra
y basura sobre el que caminan a duras penas algunos mineros con sus mujeres y
sus hijos. Por todas partes pululan estos hombres de barro cargados de sacos de
tierra húmeda, sube que te sube las empinadas y resbaladizas laderas de la
montaña de oro, baja que te baja las empinadas cuestas que subieron minutos
antes, eternos Sísifos amazónicos perdidos en la inmensidad verde del mayor de
los bosques.
Hace años visité las minas y
escribí lo siguiente: 'Pronto los habrán echado a todos: la empresa minera
Andos, canadiense, les compra sus posesiones por algo más de ochenta mil
pesetas (500 euros). Los mineros, analfabetos, les venden el producto de sus
vidas por una suma irrisoria, un lote en el que van incluidas casa, terrenos y
una mina de oro. Elba Paladines y su hijo llevan 18 años viviendo en el
infierno verde y oro. “Con ese dinero”, dice la muy ilusa, “nos marcharemos a
España y buscaremos allá un trabajito, porque allá hay mucho, sabe usted”. No,
no lo hay, le digo. Se ríe, “claro que lo hay, claro que sí”. Le deseo suerte,
tal vez lo encuentre, se lo deseo de corazón. “Claro que hay un problema, ¿qué
lengua se habla allá?”. Español, les digo un poco confundido. “¿Cómo aquí?”,
exclama aturdida, “¡como aquí!”. Elba no sale de su asombro. Su hijo apostilla,
a modo de explicación, serio y seguro, incluso con un aire de superioridad:
“debe de ser un dialecto”. 'Irán en avión', les digo, 'no, no creo, iremos por
tierra desde los Estados Unidos y de allí pasaremos a España...' Hoy la situación sigue igual, los mineros intoxicados por metales pesados, la selva transpirando a duras penas humedad, las nubes descargando inmisericordes su carga de agua que cae ya turbia del cielo, las grandes compañías mineras amenazando con el desahucio, los mineros prometiendo morir antes que abandonar sus vetas.
Han pasado muchos años desde
aquel extraño encuentro: Elba y los suyos pueden haberse instalado en España,
seguir excavando sus tunelitos o ser un recuerdo lejano de los buenos tiempos
de la mina que yacen enterrados en una modesta tumba. A finales de los años
ochenta la población del poblado creció hasta las 20.000 almas, todas dedicadas
de un modo u otro a la explotación incontrolada del oro, una frenética
actividad que puede haber arrancado de las entrañas más de 4 millones de onzas
de oro, o más de cien mil kilos del dorado metal, tanto monta, monta tanto. Un
esfuerzo sobrehumano, no sólo el de excavar una montaña con métodos
rudimentarios, y rebuscar en el lodo, y acarrear sacos arriba y abajo, y
tratarlos con químicos que se derraman por doquier, no: en 1980 en esta mina
hubo una avalancha que causó alrededor de trescientos muertos. En 1993 fueron
más de trescientos cincuenta los que perecieron aplastados por un corrimiento
de tierras del cerro. Las tragedias son cíclicas y nunca mayores de las que
experimentaron los indígenas de la zona, según el estudioso ecuatoriano Pío
Jaramillo, quien estima que en los tiempos de la colonia fueron más de
veintidós mil los que se dejaron el pellejo buscando oro para sus señores.
Hoy los mineros siguen
removiendo el suelo, recordando los tiempos en los que por estas laderas subían
hileras de estatuas de barro vivientes, recordando los tiempos en los que la
selva era un nido de atracadores, cuando una cerveza costaba lo mismo que un
almuerzo en el mejor restaurante de Quito, aquellas hembras que cruzaban la
selva desde el Brasil para regresar con oro hasta en los ombligos, los mineros
recuerdan los tiempos en los que fueron muchos, ahora que son tan pocos. Los
túneles siguen habitados, las minas siguen pasando de mano en mano e incluso se
venden y alquilan por internet: mira este anuncio, las minas siguen vivas pero con las grandes explotadoras ganando terreno. Si
hace quince años eran los canadienses de Andos, antes Goldstar, los que
compraba las tierras ahora acechan compañías chinas y hasta los ecuatorianos de
Cumbaratza pugnan por recuperar unos terrenos ya irrecuperables para la
ecología, tan contaminados están, y extraer el sueño de todo minero: la gran
veta, una leyenda, tal vez una verdad, que se dice permanece bajo el suelo. 'No
sacamos más que las hojas de oro, falta el tronco', aseguran los mineros en los
medios locales. Un niño mira al extranjero con ojos desorbitados, deja por unos
momentos sus tareas en el sucio caño que arrastra los sedimentos tóxicos a no
se sabe muy bien donde. Tablas, cinc, barro, basuras, hombres de barro, niños
con los ojos desorbitados. Pero también familias con vidas sencillas que se
esfuerzan en olvidar las tragedias, los desplazamientos de tierras, los cuerpos
aplastados, las prostitutas y los tiroteos, gente que cultiva su tierra y su
maíz sin la pretensión de la riqueza súbita y definitiva.
Haga usted oro en su casa, si tiene una veta y unos químicos, siga estas sencillas instrucciones. La solución de cianuro de
sodio se mezcla con rocas finas que se suponen encierran pepitas de oro. Luego
le añadimos zinc, para que precipite los residuos de oro y plata, aunque
también precipita el mismo zinc. Para eliminar tan molesto elemento, le
añadimos ácido nítrico, o si no lo tenemos le echamos ácido sulfúrico, lo que
deja un barro que no es sino el oro o bien la plata. El oro también se puede
separar con mercurio: se muelen las rocas que sospechemos tienen mayor
concentración de oro, se muele con agua y le añadimos un tantito así de
mercurio para que forme amalgama, y para retirarle el mercurio no hay más
solución que quemar la amalgama para que suelte palomas negras al aire puro de
la selva que se mezclará con el mercurio que no ha ido al río: una vez
convenientemente evaporado el pesado metal nos queda, brillante, imponente, una
pepita. La pepita de oro.
©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
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