Fernando
de Guzmán nació en el seno de una familia noble de Sevilla y murió rey de un
imperio sin más fronteras que el verde de la selva. De las descripciones que lo
mientan no queda más remedio que concluir: era un idiota. Pero no cualquiera:
era un idiota útil que cayó en las redes de un grupo de delincuentes que jugó
con su poco seso y lo elevó a la categoría de señor de Eldorado hasta que dejó
de servirles.
La
noticia de la más que posible existencia de Eldorado resonaba en todo el
imperio y Hernando Pizarro, hermano del conquistador del Perú, no dudó en
enviar un nutrido grupo de exploradores en pos del mito. Un mito que, como describe genialmente el escritor colombiano William Ospina en su trilogía sobre la loca expedición (El país de la Canela, Ursúa, y un tercer libro aún por aparecer, supuestamente se llamará La serpiente sin ojos) que tenía una alternativa por si eso del oro no terminaba de aparecer: grandes bosques de árboles casi mágicos que ofrecían canela como los limoneros ofrecen limones. Desde el antiguo reino
inca, el oficial Pedro de Ursúa organizó una expedición de aventureros con lo
que tenía más a mano. No se explica de otro modo que personajes como Lope de
Aguirre, avejentado, cojo y de malas pulgas, participase en semejante proyecto.
Aguirre fantaseaba con romper con la corona, pero su vida no le había permitido
más que bregar como carne de cañón. Un ejército con 350 españoles y mil indios,
más cientos de negros y mujeres, que no contaban en estas crónicas, se internó
en la Amazonía buscando una ciudad de oro y grandes bosques de canela.
Desde
el inicio de la aventura Aguirre rumia la posibilidad de hacerse con el mando,
tantea a sus compañeros, mercenarios como él, sin nada que perder, y llega a la
conclusión de que tiene el terreno abonado. Un aventura tan cinematográfica que para siempre quedará Aguirre unido al histriónico Klaus Kinski en aquella extraña película, Aguirre, la cólera de Dios, el trabajo de Werner Herzog. Ursúa dirige la expedición con
desgana, más preocupado en retozar con su amante que en una cabal travesía.
Aguirre, sin mucha oposición, mata a Ursúa y, conjurado con los suyos, elige
como hombre de paja a un pelele. Fernando de Guzmán acepta liderar la
expedición como general, liderarla de boquilla, claro, porque Lope de Aguirre
ya es amo y señor del pequeño ejército. Desorientado por el cambio que ha
tomado su vida, el cargo se le sube a la cabeza y repudia a la Corona española.
El nuevo general firma unas capitulaciones ante un improvisado altar, presentes
los sacerdotes de la expedición, los soldados, los esclavos y, de fondo, la
selva. Los sublevados, embriagados por la jungla, se plantean volver sobre sus
propios pasos y conquistar el Perú, pero creen tener más campo por delante. El delirio es total y colectivo y la expedición parece embriagada por alguna droga selvática más que por la soberbia de un loco y la ambición de unos fantoches.
Aguirre decide sustanciar su delirio con la primera independencia
americana. En el documento, que obliga a firmar a todos casi que a la fuerza, se inscribe como ‘Lope
de Aguirre, traidor’, para dejar constancia por escrito de la sublevación. “Caballeros,
a todos nos conviene, para coronar por Rey a nuestro general, mi señor, en
Panamá, que aquí lo elixamos y tengamos por Príncipe; y para esto yo digo que
me desnaturo de los reinos de España, y que no reconozco por mí rey al de
Castilla, ni por tal le tengo ni lo he visto... y de hoy más obedezco y tengo
por mi Príncipe Rey y señor natural a D. Fernando de Guzmán, al cual entiendo
coronar por Rey del Pirú”. A bordo de sus precarias embarcaciones,
varios bergantines construidos por carpinteros de la expedición, sin más rumbo
que la corriente, los rebeldes bajan el río Marañón y se internan en el
Amazonas. A su alrededor paisajes nunca vistos, aves coloridas, indígenas hostiles
y una extensión de árboles tan grande que no hay lugar para descansar la vista.
Dice la crónica del viaje de Toribio Ortiguera que “puso don Fernando casa de príncipe
con muchos oficiales y gentiles hombres.... comió desde entonces solo y
servíase con ceremonias de príncipe.... comenzaba sus cartas, conductas y
provisiones de esta manera: Don Fernando de Guzmán, por la gracia de Dios príncipe
de Tierra Firme y de Pirú y del reino de Chile”.
El soberano de pacotilla quiso sacudirse la influencia de Lope
temiendo que acabara con su vida. Otorgó cargos sin consultar al vasco y
decidió la muerte de Aguirre. Pero el viejo soldado se olió la jugada, avisado
por sus fieles, y se anticipó al sevillano. Guzmán murió en la época de lluvias
de 1561 de dos disparos de arcabuz. Sus hombres de confianza, los que eligió
para sustituir a Lope de Aguirre, fueron sus asesinos. El viejo soldado contó
en una histriónica carta dirigida a Felipe II sus hazañas: “Y luego a un mancebo, caballero
de Sevilla, que se llamaba D. Fernando de Guzmán, lo alzamos por nuestro Rey y
lo juramos por tal, como tu Real persona verá por las firmas de todos los que
en ello nos hallamos, que quedan en la isla Margarita en estas Indias; y a mi
me nombraron por su Maese de campo; y porque no consentí en sus insultos y
maldades, me quisieron matar, y yo maté al nuevo Rey y al Capitán de su
guardia, y Teniente general, y a cuatro capitanes, y a su mayordomo, y a un su
capellán, clérigo de misa, y a una mujer, de la liga contra mí, y un Comendador
de Rodas, y a un Almirante y dos alférez, y otros cinco o seis aliados suyos, y
con intención de llevar la guerra adelante y morir en ella, por las muchas
crueldades que tus ministros usan con nosotros”. La expedición nunca
volvió al Perú: salió por la desembocadura del Amazonas y llegó a la isla
Margarita, donde Lope de Aguirre fue decapitado por los hombres de la Corona
que tanto odiaba.
Bibliografía:
Ramón J. Sender, ‘La aventura
equinoccial de Lope de Aguirre’
Toribio Ortiguera, Lope de Aguirre o La cólera de Dios
© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
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