jueves, 14 de junio de 2012

Viaje a Senegal: Gorée, la isla de los esclavos



Durante cuatro siglos, millones de negros, entre doce y veinte, salieron por una pequeña puerta de una casa de esclavos que no llevaba a ninguna parte más allá de una pasarela que acababa en la bodega de un barco. En 1807, los británicos prohibieron el comercio de esclavos y la isla de Goreé, tres kilómetros frente a la capital de Senegal, Dakar, perdió su principal fuente de riqueza: la pobreza de los demás, y volvió a ser lo que había sido antes: un idílico lugar de formidables vistas, pájaros cantores y delfines que adornaban la línea del horizonte. Claro que era imposible que recuperara su tranquilidad porque, recordemos, doce, o veinte, millones de seres humanos, depende de la fuente, embarcaron por esta isla hacia un viaje que no tenía más fin que la muerte, doce, o veinte, millones de almas peregrinan por los rincones de este islote gritando inaudibles los horrores de la desesperación, doce, o veinte, millones de ánimas chillan noche y día entre la floresta, sus voces resuenan por la casa de contratación, rebotan en la sala de engorde, se precipitan por los abismos de los acantilados, se ahogan en los riscos submarinos y yacen inanes en las arenas de la playa que recibe al visitante. Doce, o veinte, millones de tragedias, de seres sin libertad y de pesadillas de vigilia.



El primer europeo que puso un pie en esta isla fue un portugués llamado Dinis Díaz, en 1444, y su primera tarea fue levantar un puesto militar y un almacén negrero: el destino de la isla estaba ya marcado. A partir de entonces, este paradisíaco entorno fue una constante disputa entre holandeses, británicos, portugueses y franceses, que se disputaron la isla que un Dutch llamó Good Re (Buen Puerto). Junto a Gorée, la ciudad colonial de Saint Louis, ya en la frontera con Mauritania, y más al sur, en el extraño país llamado Gambia, el puerto de James Port, puertos negreros por excelencia, donde se hicieron de oro capitanes aguerridos como Francis Drake, ese pirata tan querido por los británicos, John Hawkins o John Newton. Pero no seamos presuntuosos y no olvidemos a Pedro Blanco, (Vida e infamia de Pedro Blanco), nuestro negrero por excelencia, un malagueño que inspiró a Steven Spielberg para su película Amistad, el nombre de uno de los buques del negrero andaluz. 




Las compañías tenían tanta prisa por enviar carne fresca al continente americano, principalmente Cuba, Estados Unidos y Brasil, que la South Sea Company se comprometió a embarcar casi cinco mil negros al año.


Un hombre observa taciturno la puerta de salida de los esclavos

Por esta isla pasó en 1992 el papa Juan Pablo II, tal vez para limpiar el pecado de su antecesor Nicolás V, que bendijo el negocio en el siglo XV, y también desembarcó George W. Bush para lamentar que allí ‘la vida y la libertad fueran robadas’, y la lista de personajes relevantes sigue creciendo conforme la infamia se conocía en todo el mundo: Bill Clinton, Nelson Mandela, Mitterrand… todos horrorizados y taciturnos ante la magnitud del holocausto que se vivió en este islote. Una tragedia que, por cierto, no ha terminado aunque ya no está institucionalizada como sí lo estaba antes. Dice la ONU que hoy día viven en condiciones de esclavitud alrededor de doscientos cincuenta millones de personas y que la caza de negros costó unos ciento cuarenta millones de vidas arrancadas al continente negro. Cifras y negros que desfilan ante la mirada atónita del que intenta imaginar desde la puerta del no retorno sin que se pueda asumir semejante catástrofe. Una puerta que en su momento admiró el sha de Persia, Mohammed Reza Palhevi, que adquirió una mansión cercana tal vez para olvidar sus miles de crímenes en la legendaria Persia, o el gran magnate de aquel país que existió hasta hace bien poco: Onassis, el griego.

Dakar en la distancia


El sevillano padre Alonso de Sandoval, que dedicó su vida a las negritudes en Cartagena de Indias, Colombia, relataba que los esclavos iban ‘de seis en seis, encadenados por argollas en los cuellos, asquerosos y maltratados, y luego unidos de dos en dos con argollas en los pies; van debajo de la cubierta, con lo que nunca ven el sol o la luna. No se puede estar allí una hora sin grave riesgo de enfermedad. Comen una vez al día una escudilla de maíz o mijo crudo y un pequeño jarro de agua. Reciben mucho palo, mucho azote y malas palabras de la única persona que se atreve a bajar a la bodega, el capataz’.


De aquellos terribles días sólo queda la Casa de los Esclavos, convertida hoy en museo, y los ecos de los gritos de aquellos desgraciados. Las casas, pintadas de rojo, de amarillo albero o directamente en ruinas, apenas dejan adivinar el sufrimiento que se desarrolló en sus puertas. Cuatro de cada diez negros que llegaban a la casa de los esclavos para engordar hasta los sesenta kilos antes de embarcar morían en el trayecto. Muchos se suicidaban de los modos más peregrinos porque, recuerden, estaban encadenados y sin siquiera esa posibilidad: morían dejando de respirar, morían los prófugos lanzándose de las ramas altas de los árboles dejando los cuerpos tiesos y descoyuntándose con el golpe seco, morían de hambre, morían de pena. Y los que no morían por convencimiento, morían en el trayecto de entre seis y doce semanas. Morir para escapar de una vida que es peor que la muerte.















Hoy la isla es una manta de artistas locales que tapizan los suelos con las coloridas pinturas que encontré años atrás en Puerto Príncipe, en Haití, o en los suburbios de Santo Domingo. Y, por supuesto, las extrañas obras de artes realizadas con desechos de la basura: aquí los restos de un teléfono móvil dan vida a un muñeco con piernas de cucharones, aquí un mando a distancia resucita a un espíritu atormentado de algún yoruba esclavizado siglos atrás, una vieja plancha baila al son de una batidora que revive con cara de cacerola....


Arriba, en las alturas, dominan silenciosos el horizonte los cañones que defendieron décadas atrás la antigua colonia francesa y que sirvieron de decorado para la película Los Cañones de Navarone. 


El interior de los bunkers rezuman humo dulzón y notas de roots


Hoy, aquellos bunkers, huelen a marihuana, a marihuana densa y dulce, acompañada de reggae profundo, de roots y de voces que remedan a la del Nesta, Nesta Marley, rastafaris senegaleses que han montado estudios de grabación donde antes se acumulaba muerte y hoy ofrecen música y mareítos de consideración. Me voy de la isla intentando enfocar, escuchando los gritos de aquellos millones de esclavos que sufrieron lo indecible y que hoy se entremezclan con el rasgueo de los rastafaris en el inolvidable 400 years. ¿Qué mejor lugar que este para escuchar esta canción? God bless ya!!!



©  José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com































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