martes, 4 de febrero de 2014

Viaje esotérico: con los adivinos de de Wong Tai Sin, en Hong Kong (y alguno más en Bogotá)


A las puertas del templo taoísta de Wong Tai Sin, en Hong Kong, los adivinadores ocupan pequeños despachos iluminados por una molesta luz fluorescente. Escojo uno al azar y me toca en suerte, nunca mejor dicho, una vidente entrada en años y en kilos. Parece disfrutar de su aburrimiento cuando la sobresalta mi entrada en un local tan impersonal que la puedo imaginar rellenando formularios para seguros de defunciones. Me pide sentarme y acto seguido me atrapa la mano con cara de iluminada. La palpa, la observa, sigue las líneas con un dedo índice que me resulta especialmente puntiagudo, me mira atenta, aprieta la palma y concluye: 'usted tiene buena fortuna'. Para tan acertado análisis no necesito vidente, pienso mientras sitúa su dos manos sobre la mía y me dice: 'blanda, eso es que usted tiene dinero'. Me parece algo simple la relación y me digo que tal vez deba hacer algo más de ejercicio antes de que otra pitonisa me llame gordo en mis narices.

Templo de Wong Tai Sin por Hachero

'Su fortuna aumentará muchísimo antes de diez años', masculla mientras sus ojos recorren mi erizada piel, 'y para entonces usted ya trabajará solo, sin jefes, será todo para usted'. La fortuna parece su único argumento cuando me espeta con toda franqueza: 'sólo hay un problema'. La miro expectante mientras desgrana un supuesto dolor abdominal que me tortura, y del que no conozco eco alguno, y una evidente contractura en la espalda que supongo se me dibuja en el rostro. 'Su dinero no durará mucho si continúa dejando que su mujer lo gaste a manos llenas'. Dudo entre soltar una sonora carcajada o indagar algo más en este interesante detalle. Opto por lo segundo. 'Si su no pone freno a su mujer, se quedará sin dinero, amigo', me responde enarcando las cejas y en un inglés con un pitido lejano que no alcanzo a reconocer. Se me ocurre que es mi mujer respondiendo a la adivinadora y que me pitan los oídos pero descarto semejante memez. La vidente termina augurándome una larga vida, placentera en el amor y feliz con mis criaturas, pero el aspecto económico ha dominado toda la sesión.

Templo de Wong Tai Sin por Hachero

Templo de Wong Tai Sin por Hachero

Decía el gran Tiziano Terzani que el arte de la adivinación está teñido indisolublemente de las inquietudes culturales del vidente.  Terzani era un italiano que dejó su trabajo como ejecutivo de la Olivetti para dedicarse al periodismo con mayúsculas, que cambió Italia por Bangkok y que dedicó el resto de su vida a perseguir la verdad y el amor. Terzani fue, además, el oponente ético de una de las más grandes periodistas italianas, Oriana Fallaci, dedicada en los últimos años de su vida a difundir un mensaje lleno de rabia y de ira, un mensaje de odio al 'Otro', de muros levantados y dedos amenazadores. Pero si menciono a Terzani es por otro motivo: por su libro 'Un adivino me dijo' un divertido relato de cómo una anécdota se convirtió en un apasionante viaje por los adivinadores de toda Asia. Supuestamente tras recibir la advertencia de un nigromante, 'no vueles durante un año porque el avión se caerá', Terzani decide emprender un extraño viaje por todo Asia pero... por tierra. En un continente con unas distancias tan enormes, la ocurrencia de Terzani no podía ser compatible con un trabajo, el de periodista, que necesita la inmediatez como arma. Ni corto ni perezoso, Terzani habló con sus publicaciones y les dijo: durante un año no me llamen, sólo viajaré por tierra. Por si fuera poco, el helicóptero de su sustituto se estrelló en Vietnam y dejó al hombre maltrecho y medio roto. Terzani decidió investigar entonces qué se esconde tras el arte de la adivinación y viajó para ello a los centros mágicos de media Asia.
Templo de Wong Tai Sin por Hachero

Dejo la aventura del italiano para el que quiera leerla pero me quedo con su observación más relevante: todas las sesiones que tuvo estuvieron tamizadas por la cultura del vidente. De los chinos, en concreto, concluía que tenían cierta obsesión por el bienestar económico y que la mayoría de los clientes pretendían saber cómo les iría la economía en el futuro. En otros lugares prima lo espiritual, el amor, la familia, el sexo. Pero para los chinos todo esto resulta secundario. Si te va bien en lo económico, el resto irá bien por narices. Imagino entonces a una larga fila de chinos satisfechos porque la vidente, mi vidente, les ha advertido de la larga mano de sus mujeres y de lo corta que resulta cualquier alegría monetaria.

Templo de Wong Tai Sin por Hachero


























Fuera, los visitantes del templo lanzan al suelo unos palitos numerados. Están de rodillas sobre algo que me parecen reposapies mullidos, permanecen con la espalda recta y derecha, tienen los ojos cerrados, meditan con un cubilete en las manos. De pronto lo agitan fuerte y con un complicado ejercicio de manos lanzan al suelo uno solo de los palillos, que son nada menos que cien.


Templo de Wong Tai Sin por Hachero

Templo de Wong Tai Sin por Hachero

Hace falta cierta habilidad porque si caen dos habrá que repetir: el destino es solo uno, y no doble ni trino, y así habrá sido durante los milenios que tiene ya este arte adivinatorio. Son los palillos de la suerte, conocidos también como kau cim, unos palitos parecidos a los del arroz pero con uno de los bordes coloreado de rojo y con un pequeño número. Dicen que primero hay que hacer la pregunta mentalmente al cielo, luego se toma el cubilete y se agita el vaso hasta que caiga uno. Ese palillo tiene un número, como decía, que se corresponde a un poema ya predeterminado en un libro que puede adquirirse en casi que cualquier parte, aunque deberá ser interpretado por el adivinador de turno o, algo menos frecuente, por el mismo interesado.
Templo de Wong Tai Sin por Hachero
Templo de Wong Tai Sin por Hachero

La necesidad de conocer lo oculto me depara sorpresas como la lectura del rostro y no puedo dejar de asombrarme con aquella señora sentada en una silla frente a otra vidente que le soba sin pudor las narices, las arrugas de los ojos, las comisuras de los labios. En Colombia conviví algún tiempo con Albertuco, un ser extraordinario que controlaba el mundo desde su silla de ruedas con el único dedo que una polio temprana le había dejado útil. Alberto también leía las cartas, y las manos, y los rostros, y lo que le echaran, pero su apetito iba más lejos y leía tanto los posos del café como los círculos concéntricos del agua: en ocasiones se le acumulaban los clientes porque, supongo, la necesidad de encontrar respuestas es más fuerte que esa alarmita que nos avisa de que estamos traspasando la línea roja de la vergüenza.
chamanes bogotá Hachero
chamanes en Bogotá
Precisamente en Bogotá, en Colombia, me acerqué una vez al templo del Indio Amazónico, un monumento kitsch en el que se mezclan figuritas de gordos budas con imágenes de José Gregorio Hernández (el santo venezolano) y el Divino Niño, todo aderezado con pieles de animales de la selva, botellas de misterioso contenido, pósters dedicados a la quiromancia, al tarot, cruces de todo tipo (desde la andrasa egipcia a la latina de toda la vida), herraduras de la suerte y cristos iluminados. En un pequeño habitáculo me recibió la india amazónica que atendía en el momento. De india tenía bien poco y su acento me recordó más bien al paisa de la región de Antioquia. Me echó las cartas con desgana, me dijo que se veía de lejos que yo conocía mundo y que intuía un viaje cercano. Me habló de la suerte en el amor mientras me guiñaba un ojo y anunció con cierto bombo que las chicas me perseguirían por los siglos de los siglos. Hizo un rápido recorrido por una salud que me definía como achacosa pero fuerte en su raíz y pasó por encima del tema dinero para volver a zambullirse en la suerte de un conquistador que arrasaba en garitos de moda. No dejó atrás la suerte, la suerte de la de verdad, la suerte en el juego, la suerte en amores, la suerte en una vida que me va a sonreír. Acto seguido alzó la mano y habló como el del chiste: 'son diez mil'. En el extraño templo del Indio Amazónico se abre un auditorio en el que el mismísimo Indio Amazónico imparte conferencias, 'aunque no sé cuándo volverá porque ahorita mismo está en los Estados Unidos, concretamente en su templo de New York', me indica mi tarotista mientras cuenta los billetes.

chamanes bogotá por Hachero


[El Indio Amazónico ha amasado una magna fortuna y reparte su tiempo entre fieles repartidos a lo largo de todo el continente, pero tiene especial predilección por los de Los Ángeles y Nueva York. Por si alguien necesita urgentemente sus servicios, el Indio tiene web: http://indioamazonico.com/web/index.php y puede ¡¡echarte las cartas on line!!. En la popular avenida de Caracas el Indio Amazónico levantó el principio de un emporio que evoca a su querida selva, a la que regresa una vez al año desde su hogar neoyorquino para recoger flores y plantas mágicas. El tipo en cuestión se llama Mirachura Chindoy Mutumbajoy y sus virtudes generan tantas dudas en medios de comunicación serios, como el New York Times (que duda entre esoterismo o estafa) a una adoración sin límites por parte de sus admiradores. De hecho es una celebridad de tal calibre que incluso ha patentado una especie de desodorante en spray con el que atraer la buena suerte en el juego. Y, por supuesto, un amplio elenco de posibilidades para retozar con gusto y alegría: Vigorit, para aquellos que flaquean, Super Sex, para los que sueñan con la pasión, o consejos como 'Cuando la potencia sexual quiere aumentar, al indio amazónico debe consultar'. Acudiendo a la observación de Tiziano Terzani, el colombiano, que es un pueblo fogoso, fija más su atención en las relaciones interpersonales (el sexo, así entre nosotros), lo que hace que tanto clientes como profesionales orienten sus peticiones y respuestas a este campo.
Templo de Wong Tai Sin por Hachero

Curioso, me digo mientras pago a la vidente china que me ha llamado manos gordas en este desconcertante rincón de Hong Kong. Los rascacielos rodean casi por completo al templo, del que se elevan finas nubecillas de humo procedentes de las ruedas de incienso que al tiempo son ofrendas con buen olor. En Hong Kong los rascacielos siguen creciendo como setas tras una lluvia campera pero en los portales de las casas humean ofrendas votivas y los templos de agoreros milenarios están llenos de devotos que buscan respuestas que la bonanza económica no ofrece. Claro que las preguntas y las soluciones pasan, sin poder evitarlo, por esa misma economía.

Templo de Wong Tai Sin por Hachero

Viaje a Palawan: las pinturas de Don Schloat y mi primo Asuero Hachero, héroe de la guerra con el Japón



Cuando Don Schloats consiguió huir de la prisión que lo tenía consumido y convertido en apenas algo más que un saco de huesos animado por un pellejo milagrosamente vivo no podía sospechar que convertiría en obsesión el momento más trágico de su vida. Tampoco podía sospechar que pintaría convulso fuego y llamas, rememorando en una espiral sin fin el día que marcó el fin de sus compañeros, un fin que pudo ser el suyo, un fin de dolor, de mucho dolor, y de indignidad. Un fin que dejó atrás pero que le acompañó durante el resto de la vida.

Palawan por Hachero
Mi primo Asuan Hachero, en la segunda fila, a la mitad, en el memorial de los héroes de la Segunda Guerra Mundial en las Filipinas

Corría la década de los años cuarenta y Don era uno de los cientos de presos norteamericanos que el ejército japonés retenía, y torturaba, en el campo conocido como 10-A, en la remota isla filipina de Palawan mientras el imperio del sol naciente se expandía a sangre y fuego por toda la fachada asiática del Pacífico. Tampoco podía sospechar en aquel momento el bueno de Don que su nombre quedaría grabado, heroico y admirado, junto a un pretendido pariente lejano de este que les escribe, perdido en la historia y en la memoria, un tipo filipino y que murió de edad avanzada y hace poco además, un tal Asuero Hachero, un Hachero pero un Hachero filipino, miembro de la sección de Inteligencia que permitió la derrota nipona y el regreso triunfal de las tropas norteamericanas al teatro del sudeste asiático. Su hija, Carmen, me comenta en Puerto Princesa que está muy orgullosa de su padre porque fue un héroe de guerra que ayudó tanto a las tropas filipinas, escasas y mal paradas, como a las de los Estados Unidos. Desgraciadamente Carmen no sabe mucho más y la historia de Asuero parece haberse ido a la tumba con él.

Palawan por Hachero

Mientras los norteamericanos calibraban la repercusión de la bomba atómica y dónde debería caer para que el vil Hiro Hito detuviera el avance de unas tropas que dejaba en juego de niños el de los nazis, el pobre Don notaba cómo la carne de su cuerpo permitía el paso de la luz, cómo las costillas querían salir de su pecho y cómo su vida era pasto de la llama eterna de la miseria que habrá de consumirnos a todos. Y junto a su desgracia, la de decenas de compañeros de cautiverio, sodados gringos todos ellos, recluidos en unos inmundos barracones en los que la indigencia les consumía alma y pensamientos. Tan sólo recibían un tazón de arroz y una batata cocida al día, y eso si trabajaban porque los renqueantes veían reducidas sus raciones en un treinta por ciento. Los robos de comida se castigaban colgando a los cacos de los cocoteros y atizándoles con grandes palos. Los prisioneros enfermos de malaria, de pelagra, de beriberi, sufrían terribles úlceras y encima recibían palos de envergadura que les provocaban nuevas úlceras y heridas sangrantes. Los prisioneros debían acondicionar un enorme terreno como pista de aterrizajes y en cualquier momento podían trasladarlos a Manila, donde reinaban los japos. Don, en un arrebato, intentó huir y fue capturado por los japoneses quienes, en lugar de ejecutarlo, decidieron enviarlo preso a la capital. Atrás dejó a unos compañeros a los que no vio más. En el museo dedicado a recordar aquellos hechos, todo rezuma tragedia. La encargada muestra la fotos con un puchero, su labio interior tiembla, parece que la tristeza de aquellos días sea parte de su vida diaria.

Palawan por Hachero

Espoleados por los continuos vuelos de aviones norteemericanos por las inmediaciones de la isla, dicen las crónicas del estricto museo de Puerto Princesa que los norteamericanos, al más puro estilo hollywdiense, comenzaron a excavar un túnel que desembocara en el cercano mar de la China pero dicen también que los japoneses, excelsos en su refinada crueldad pero retorcidos como ellos solos, descubrieron el plan y les dejaron seguir con él. Y dicen las crónicas también que conforme los rumores de contraataque norteamericano se incrementaban, y crecía la inquietud japonesa, los prisioneros, cada día más escuálidos, renovaron sus pocas energías para terminar el túnel que simbolizaba su esperanza. Y dicen más las crónica: que los soldados de Hiro Hito les hicieron llegar un falso aviso de invasión norteamericana para que los desesperadosy esqueléticos reos precipitaran su huída.

Palawan por Hachero
Los once supervivientes se reunían para charlar sobre sus recuerdos
Y entonces, y sólo entonces, atacaron con lanzallamas y bombas incendiarias a los ilusos prisioneros, que murieron achicharrados en el estrecho túnel en el que habían depositado sus esperanzas. Los que asomaban la cabeza recibían bayonetazos y disparos y el lugar debió parecer pronto el mismísimo infierno. La historia se completa con la victoriosa huida de once de aquellos reos, a merced de las olas del mar, con anécdotas tan extravagantes como la del pobre Rufus Smith, atacado por un tiburón junto a unos manglares, once supervivientes de una terrible historia que se pierde en el marasmo de pequeñas historias que la segunda guerra mundial deparó en estas tierras. Sin haberlo vivido sino en sueños, Don Scholat aún tiene pesadillas con el túnel en llamas, el olor de sus camaradas chamuscados, las costillas pugnando por escapar de su pecho.

Palawan por Hachero
El pobre Rufus huyó a nado del fuego y le mordió un tiburón
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Y lo recuerda con tanta intensidad, sin haberlo vivido, que ha dedicado el resto de su vida a pintar llamas, fuego desbocado, fauces abiertas, horror con olor a chamusquina. Tanto que en la plaza del Cuartel General se levanta, extraña y un tanto kitsch, una estatua que evoca una llamarada, un grito que es una súplica, un acaben con esto por Dios, hagan que la historia, por una vez, no se repita.

Palawan por Hachero

Palawan por Hachero
Los rostros de los ocurrentes y sanguinarios japoneses durante el juicio que afrontaron tras la derrota
Palawan por Hachero

Y, para terminar de esparcir un desagradable olor a quemado, las fotografías en blanco y negro de aquellos terribles días nos regalan los rostros de los oficiales japoneses que planearon la masacre, rostros que miran a la cámara con una mezcla de qué pasa contigo junto a no sé qué me pasó por la cabeza para semejante burrada, rostros de reos que van a ser juzgados en Yokohama por su crueldad y que hoy nos cuesta identificar con esos turistas tan amables y educados que bajan la mirada avergonzados porque te han rozado camino de la Giralda sevillana. Cuesta tanto aceptar aquellas guerras que Don, al regresar a la isla, quedó deslumbrado por una belleza que nunca se detuvo a mirar durante su gris cautiverio.

Palawan por Hachero

En algún momento un Hachero, de nombre Asuero, trabajó con denuedo para que los japoneses volvieran a sus casas con sus santas madres, mientras sus parientes, los de Asuero, los Macolor, primos en la distancia que les separaba en ese momento de la historia, también han quedado inmortalizados, amenazados por los nipones con la muerte en cuanto fueran descubiertos, según asegura Joel, otro Hachero, y Macolor tambiėn, mi guía en Puerto Princesa, serio y circunspecto mientras señala el nombre en el memorial de aquellos días que hoy se levanta en la calurosa capital de la filipina isla de Palawan. Joel no parece darle mucha importancia a aquellos días y como muestra se prueba un casco japonés, original y auténtico, mientras admira de lejos las balas de las ametralladoras aliadas, no vaya a dispararse sin querer una última ráfaga asesina. He llegado tarde para conocer a Asuero, el Hachero que participó en la guerra contra los japoneses desde los servicios de inteligencia. 'Murió hace cinco años', dice taciturna su hija.

Palawan por Hachero


Don Schloat, el pintor de las llamas (en inglés)

http://www.the-two-malcontents.com/2009/12/veteran-won’t-let-philippine-massacre-be-forgotten/

http://www.geocities.com/Heartland/Plains/5850/prisoners.html

http://www.historynet.com/american-prisoners-of-war-massacre-at-palawan.htm

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