viernes, 25 de octubre de 2013

Viaje a Colombia: en los túneles del Guaviare



Bienvenidos a un mundo subterráneo, pero por encima de la tierra, perdido, aunque hallado a medias, un dédalo de callejuelas esculpidas por la Naturaleza en dura pugna con nuestros arquitectos, una suerte de laberinto sin más habitantes que los murciélagos pero con tantas historias resonando en sus paredes que el eco parece tétrico, acompañado de voces que ya no están. Los Túneles del Guaviare, a medio camino entre la Amazonía y la Orinoquía, ofrecen, además, una estupenda oportunidad de gastar el zoom de la cámara disparando fotografías.


A veinte minutos en coche de San José del Guaviare se encuentra el sueño de todo subversivo: una ciudad natural, con túneles perfectos, escondida en la maleza y abastecida por riachuelos. La montaña está horadada de forma natural y los túneles tienen incluso respiraderos por los que observar el exterior. El sueño de cualquier subversivo, insisto, porque, me cuenta Yolver, mi guía en la región, el lugar, que los locales conocen como Los Túneles, sirvió, años atrás, de refugio para los guerrilleros de las FARC, que ahora resisten en otras zonas de la región. El avance del ejército los ha empujado aún más a la selva, donde descubrirán otros tesoros que el resto de civiles tardaremos años en conquistar, como le ocurre a esta extraña acumulación de túneles naturales, o como le ocurre también a esta desconocida colección de pinturas rupestres en decadente estado (pincha aquí)


Claro que si nos remontamos aún más atrás, los túneles fueron el hogar de una etnia muy castigada y reducida a la miseria, los guayaberos, (pincha aquí) de los que ya hablé en este blog, y que anticiparon en muchos años las urbanizaciones modernas con robustos techos y servicios a la mano, como agua corriente o patios traseros. De pronto el aire se mueve, suena algo como un látigo: murciélagos, los únicos que habitan los túneles ininterrumpidamente, sin importarles si los humanos que deambulan por los pasadizos son guayaberos armados con cerbatanas o guerrilleros que afinan su puntería con berettas italianas.


En los túneles entra la suficiente luz como para no tener que encender linternas durante el día, las paredes ofrecen amables estanterías y hasta los respiraderos parecen tener alféizar, quien sabe si para decorar con macetas o tal vez para descansar el Ak 47 entre defensa y ataque. En los pasillos naturales crecen árboles solitarios, cuelgan lianas que hacen las veces de ascensor para los más habilidosos, la serranía de La Lindosa, que así se llama el lugar, desafía las leyes de la gravedad y de la física para ofrecernos una urbanización troglodita en toda regla. Difuminado ya el recuerdo de los subversivos, Los Túneles recibe ahora otras visitas: las de los excursionistas de San José, alguna pareja amorosa, algún niñato que abandonó su lata de refresco.


La región de San José del Guaviare tiene otras sorpresas, como La Ciudad de Piedra, una desconcertante sucesión de calles y más calles comida por la sabana: calles naturales de suelos rocosos que parecen levantadas por manos humanas pero que no lo son. Si acaso las moldearon los aguas oceánicas en un pasado tan remoto que da vértigo pensar que esto fuera lecho submarino y hoy una serranía en las lindes de la Amazonía. Las rocas adoptan formas caprichosas, surrealistas, los senderos se entremezclan con la maleza, las formaciones geológicas parecen demasiado humanas y entonces te planteas que quién imita a quién. Dice la geología que se trata de 'un complejo migmatítico asociado al magmatismo básico del proterozoico con variaciones desde alaskitas hasta monzonitas, y que también se encuentran sienitas de 480 millones de años de antigüedad, con aspecto granítico y holocristalino'. Es decir, un conjunto de rocas muy diversas que fueron fundidas de manera incompleta por un explosión de magma en los tiempos de Mari Castaña y que ahora se nos antojan esculpidas por un orate ebrio.


Para complicar aún más este galimatías, las rocas sedimentarias corresponden a la formación 'Araracuara', nombre que recibe de la serranía que la rodea, rodeadas de la Sienita Nefelina de San José del Guaviare, un conjunto geológico en el que se han hallado fósiles como trilobites, braquiópodos y graptolites que no hacen sino corroborar aún más que este terreno fue submarino tiempos atrás. Para hacerlo algo más digerible, podríamos decir que la serranía de La Lindosa, y estos túneles con ella, pertenece al Precámbrico, que es el periodo más antiguo de la existencia de la tierra. Buen lugar para asentarse, pintar con hierbajos, refugiarse de las inclemencias del tiempo y de los ataques de los soldados. Quién sabe para qué más. Un remanso de paz, de quietud, de encuentro con la naturaleza y hasta con los ecos que siguen resonando en las paredes.


Luis I de Acre: el emperador de la Amazonía que nació en Cádiz




Luis I nació en San Fernando, Cádiz, pero pasó a la historia como emperador de Acre, un extraño país en plena selva amazónica que languideció hasta que rompió el siglo XX. Si raro es que su historia no tenga el eco que corresponde a los imperios, más raro es aún que Luis sobreviviera a un sinfín de maridos cornudos, desfalcos bancarios, guerras en la jungla e invasiones militares y muriera plácidamente en Madrid, en 1935. Cierto es que Luis I de Acre tuvo más árboles que súbditos y la extraña dicha de llegar al trono dos veces antes de que su obra desapareciera.

Luis Gálvez Rodríguez de Arias nació en San Fernando en el seno de una familia de rancio abolengo, hijo de un ilustre marino, tutelado por un tío que fue ministro de marina y que luchó junto a Prim en la revuelta de 1868: todo parecía encauzarlo a surcar mares guerreando sobre olas. Sin embargo, su momento de gloria estuvo tan alejado del mar como del cielo, en el corazón de la selva del Amazonas, donde instauró un imperio con su cabeza al frente. Brasil y Bolivia se disputaban la extensa superficie de árboles sin otra entrada que los ríos, una región dominada por los caucheros en una época en la que el caucho comenzaba a declinar aunque aún guardaba reminiscencias de los buenos tiempos, cuando en Manaus soñaban con Caruso para cantar en su delirante edificio de la Ópera y en Iquitos construían casas de hierro diseñadas por Gustavo Eiffel.



Gálvez, simpático y vital, deambuló por Argentina y Brasil trabajando de periodista, de espía y de político, hasta que llegó al norte brasileño huyendo de deudas y líos conyugales. Una vez allí, supo ganarse el favor de ciertos caciques con los que disputar una región que debía convertirse en imperio y aglutinar a los terratenientes del caucho para impulsar un país que no tenía ni calles. Lo cuenta Marcio Souza, de manera desenfadada y caricaturesca, en su libro Gálvez, emperador de la Amazonía , un relato hilarante de aquel español que dejó el resplandor de la bahía de Cádiz por una silla imperial que habría de durarle nueve meses. Gálvez, perseguido por sus desfalcos bancarios (escapó de España por meterle mano a una caja) y de sus errores amorosos (huyó de Argentina por matar a un rival de amores en duelo) se dejó llevar por el destino, que quiso construirle un reino con el que tocarle las narices a la nueva potencia emergente, los Estados Unidos, vengarse de la derrota de Cuba y darle graciosamente al mundo un reflejo selvático de la revolución francesa, porque si en algo destacó su delirio fue en leyes de tan progresistas nunca vistas antes y de su especial inquina a los Estados Unidos, a quien llegó a declararles la guerra.Gálvez no se fue por el sumidero de la historia porque su imperio no tenía tuberías, como no tenía calles por las que desfilar un ejército inexistente ni carreteras por las que huir si alguien pensaba en deponerlo. 



La región del Acre, que así era como se conocía, no pertenecía ni al Brasil ni a Bolivia, era un cúmulo de cerros y ríos y selvas sin mayor orden ni concierto, sin delimitar y sin lengua fija, aunque el portugués predominaba sobre el español. Los bolivianos tenían destacada una guarnición mal armada y peor vestida, que el ejército de Gálvez, apenas otra guarnición peor armada aunque mejor vestida, y formada por veteranos de la guerra de Cuba, desbarató en pocos minutos. Marioneta en manos de los brasileños o idealista romántico, Gálvez, que actuó más en nombre de los caucheros que en el de la libertad, conoció en Manaus, donde trabajaba como reportero, que los estadounidenses tenían interés en hacerse con aquella zona y actuó como los héroes de las novelas que leyera en su enorme mansión gaditana. En su delirio, se creyó el vengador del desastre del 98 y de buena gana admitió su derrota a favor de Brasil, cualquier cosa antes de que su imperio cayera en manos de los norteamericanos. Los brasileños, como favor, lo recluyeron en la cárcel de Río Branco, de donde huiría para morir en Madrid en 1935.

Donativos

Publicidad