domingo, 16 de diciembre de 2012

Viaje al paraíso del Hachís: la crisis también afecta a los camellos



En la provincia de Cádiz hay una oferta tan grande de hachís que son los camellos (los 'dealers') quienes llaman preocupados a sus clientes. 'Hola, tengo de lo que te gusta, ¿vas a venir por aquí?'. Pero los clientes no van porque el mercado está inundado y porque muchos de ellos, de los clientes, no tienen dinero para comprar 'bellotas'. 'Se dedican a plantar y ya no llaman', se quejan los camellos mientras tiran el precio de sus ofertas: lo que antes costaba cuatro euros el gramo ahora vale tres y no lo hará por mucho tiempo porque ya se corrió la voz de que nosequién, en nosedónde, lo vende a dos y medio. 'Así es imposible competir', se quejan los camellos. Las macetas de la casas más 'verdes' están más floridas que nunca y los 'culeros' han vuelto a Marruecos. Aquí lo cuenta Pedro Espinosa para El País.



Por las calles de Chawen deambula sin rumbo Mustafa. Es un joven veinteañero, de aspecto desenfadado, tiene una arrebatadora sonrisa y llama a todo el mundo Jai (hermano en árabe). 'Hola, jai, ¿quieres algo bueno?'. La escena en Chawen es tan común como las frases: 'burbuja roja', 'lo mío no es caca de la vaca' o 'polen del güeno', aderezado, según la moda al otro lado del estrecho, con giros tipo Chiquito de la Calzada o alusiones futbolísticas. Mustafa te ofrece lo que no tiene porque no es más que un intermediario: 'ya pasé un año en la cárcel y no me van a pillar otra vez con algo encima', comenta mientras conduce al visitante a través de un dédalo de callejuelas blancas y azules. Se acercan dos individuos de sospechoso aspecto, uno de ellos cojo y jorobado: 'lo mío es mejor', dicen, '¿quieres heroína, cocaína, éxtasis?'. Mustafa los ahuyenta con un gesto y el jorobado le lanza una mirada fulminante. Por lo que parece, el paraíso del hachís se diversificó en algún momento y ahora ofrece un catálogo más variado. No es de extrañar si son ciertas las informaciones que señalan que los narcos de la cocaína utilizan las redes del hachís para introducir suproducto desde África.


Mustafa no tiene pelos en la lengua: lo mismo te ofrece comprar un ladrillo tamaño peñón de Gibraltar que hacerte de guía turístico por la región. Sentados por fin ante una suerte de mesa camilla mientras un parroquiano intenta venderme un cuarto de kilo de hachís, convenzo a Mustafa para que nos lleve a una plantación. 'Están cerca del pueblo, pero hay que ir en coche'. El parroquiano rebaja sus pretensiones: mejor me compra usted cien gramos. Mustafa asiente, se ofrece a elaborar las bellotas que los culeros se tragan para cruzar las fronteras, incluso se levanta para volver con yogurt y leche, 'es lo mejor para que las bellotas pasen por la garganta', asegura, 'aunque hay quien prefiere zumo'. Mustafa y el parroquiano de aspecto circunspecto y bigotito decimonónico parecen decepcionados conmigo. Incluso me sueltan palabras en euskera y en catalán para crear ambiente de colegas. ¿A dónde voy yo con un cuarto de kilo?, les digo, quiero ver las plantaciones. 'Los españoles vienen y se sientan ahí, me dicen, y se pasan una tarde entera tragando y fumando, tragando y fumando, vienen muchos de Bilbao'. Pero eso era antes: ahora vienen de todos lados, la crisis aprieta y hay que buscarse la vida. Un efecto dominó que está arruinando a los camellos asentados que no han sabido ver la que se les venía encima.

Así son las bellotas que se tragan los culeros para luego expulsarlas al llegar a España


Mustafa se monta en mi coche y me indica: hacia allá. La dirección es la correcta, nos dirigimos hacia la zona de Ketama, el sueño de todo porreta que se precie. En una curva un pueblecito desata las pasiones de Mustafa y aplaude eufórico: 'mira, jai, de arriba de la montaña bajaron piedras muy grandes, como una casa, y lo hicieron sobre el pueblo pero Allah es grande y le gusta la grifa', guiña un ojo cómplice, 'porque ninguna de las casas recibió golpe alguno'. Efectivamente, el pueblecito sigue incólume, entero, mientras piedras enormes parecen diseminadas a conciencia, cerca de las viviendas pero sin tocarlas. A pocos minutos, se abre un mundo aparte. Los campesinos pasan tranquilos en sus mulas, saludan lacios, los cultivos de marihuana llegan al mismo borde de la carretera. En una casa, los vecinos nos saludan cálidos y me enseñan su bodega: tienen marihuana acumulada hasta el techo. Eso sí, nada de fotos, nada de videos. Tengo más suerte con sus vecinos: haga las fotos que quiera, me dice un chaval que me guía a través de una especie de cortijo con lo que parecen antiguos establos repletos de hatos de marihuana. 'Vamos a hacer polen', me dice uno de ellos, 'si le apetece...' En una oscura habitación, los chavales introducen ingentes cantidades de marihuana seca en un plástico muy largo, dentro del que hay una palangana y una camiseta vieja que hace las veces de cedazo. Lo atan con una cuerda y, hala, a apalear. El monótono ritmillo del apaleo es capaz de dormir a las ovejas pero no a mí, que aprovecho para grabarlos en vídeo. Mustafa se une a la batería de marihuana e improvisa un ritmillo que me recuerda a una rumba. 'Cuando viene la época del llueve llueve, entonces recogemos y las colgamos para secarlas'. Me gusta eso de denominar a la época de lluvias la del llueve llueve, tiene algo más de carisma y de sentimiento tribal.


Fuera, en el patio, las matas nuevas han brotado en una voluptuosa sinfonía de verdes intensos. Los chavales deciden salir porque dentro será más seguro pero también es más agobiante. 'Con esto', dice Mustafa mientras recoge con una cuchara el resultado del apaleo, 'hacemos paquetes de treinta kilos y los mandamos a España'. No todo, claro, los turistas del hachís se llevan parte, esos culeros que llegan a tragar más de cien bellotas, de diez o quince gramos cada una, aunque el grueso, claro está, va en barcos hacia Cádiz, Málaga, Huelva o el sur de Portugal. Doñana y el río Guadalquivir tienen también un lugar destacado en este tráfico de grifa. O, ya por tierra, en camiones, eso ya depende de la infraestructura de los capos. 'Bacalao de la montaña', estalla de pronto Mustafa, 'mucho mejor que bacalao de Bilbao', y le acerca la llama del mechero al polvillo que acumula en la palma de su mano: 'ahora es arena del desierto', dice, 'pero si lo quemas y...', deja un momento de suspense, 'mira, jai, el polen viene, la goma, amigo, la goma'. 






La goma deja nada menos que veinte mil millones de euros en la región, un dinero muy importante que da empleo a más de setenta mil familias y que produce unas cincuenta y cinco mil toneladas de marihuana con una producción de todo tipo: desde polen a resina, de kiffy al refinado aceite. Dicen que son casi cincuenta mil hectáreas las cultivadas y que Marruecos produce alrededor del 15% de la producción total, seguido a bastante distancia de Albania, Líbano y África del Sur. Sólo que el reinado de Marruecos cayó hace unos años en favor de Afganistán, que desde la guerra ha multiplicado su producción de hachís y de opio en una proporción meteórica y que, tan sólo en hachís, puede producir entre 1.200 y 3.700 toneladas anuales. Sin embargo, Europa se surte principalmente con el hachís marroquí. Sólo el año pasado, se incautaron en toda Europa 1136 toneladas de resina de hachís y 6251 toneladas de marihuana. Los resultados del estudio dejan momentos impagables, como la extrañeza con que acogen, y acogemos, que en horizonte surgen dos mercados productores inesperados: Rusia y Suiza. La hierba parece imponerse en los últimos años, para mayor desesperación de los camellos gaditanos, y ya en 2010 la incautación de marihuana sobrepasó, por primera vez, la de hachís, una extraña variación debida, tal vez, al efecto de la crisis en los bolsillos de los consumidores. Estos son datos del Centro europeo para la monitorización delas drogas y sus adicciones.


En un viejo radiocassette del cortijo de los amigos de Mustafa suena una rumba en castellano: 'dame, dame, dame de eso', dice el alegre estribillo ante las carcajadas de los campesinos. Un abuelo se acerca parsimonioso fumando una larga pipa: una pipa de kiffy, los restos de la marihuana utilizada en la elaboración del polen mezclado con un tabaco local. Los muchachos deciden imitarlo y comienzan a rular cigarros del polen que acaban de apalear. El techo pronto se pierde en una nube de palomas negras y blancas volutas, el aire recargado con un aroma dulzón, el suelo repleto de bolsas de plástico llenas de grandes trozos de polen amarillento. Un negocio de veinte mil millones de euros que tiene en la ruina a los camellos de Cádiz y a los consumidores metidos a improvisados jardineros para no perder el hábito. Ni el dinero.



©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

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