lunes, 31 de diciembre de 2012

Viaje el Sahara Occidental: en los cementerios olvidados de grandes buques



En las inmediaciones de Tam Tam plage, al sur de Marruecos, finaliza el viaje sin regreso de muchos buques occidentales. El primer mercante aparece majestuoso ante mis ojos, solemne en su baño de óxido, imponente en su abandono, muerto pero digno, inaccesible en todo caso en su tumba cien metros hacia abajo en línea recta, encallado y hosco, a los pies de un gran acantilado y sometido al inclemente azote de las olas. Ladeado y medio hundido, el mercante parece un monumento a la duda. ¿Por qué está ese barco ahí? ¿Qué desastre le ocurrió para que nadie pudiera rescatarlo? ¿Acaso zozobró en una noche de tormenta y las corrientes lo hicieron estrellarse contra los bajos del precipicio? Cualquier deseo de descender y pasear por su interior desaparece pronto: es prácticamente inaccesible. Además, las olas barren la cubierta, la proa es un agujero de proporciones épicas, el mar está tan dentro como fuera.


Unos kilómetros más adelante, en dirección sur, es decir, hacia Tarfaya, frente a las islas Canarias, aparece en el horizonte la figura borrosa de otro dinosaurio de los mares: también está encallado, su armazón resiste a duras penas el castigo del mar, parece desmoronarse. ¡Un momento! ¡Allá hay otro, lejos, muy lejos, pero visible, está en la orilla, podría incluso acercarme! El asombro se disipa pronto porque unos cientos de metros más al sur surge tétrico de las brumas la figura pesada de otro buque. ¡La playa está jalonada de grandes buques! Las primeras dudas atormentan al ingenuo visitante. ¿Qué clase de tragedia marina ha ocurrido aquí? Esparcidas por la playa reposan las tripas de los grandes monstruos: hay tornillos enormes, manivelas oxidadas, grandes muelles, parecen los restos de una fiesta infantil de gigantes gigantísimos que hayan abandonado las piezas de un lego titánico, el viento cubre lentamente la tornillería oxidada, abandonada en cualquier sitio, a merced del mismo tiempo. 



Y esto no es nada. Conforme el ingenuo viajero se dirige al sur los buques se multiplican hasta alcanzar el colapso del cuasi infinito en la frontera de Marruecos con Mauritania. El puerto de Nouadhibou se presenta como el culmen de este disparate, un museo al aire libre y al mar batiente de decenas, de cientos, hasta casi cuatrocientos, de estos buques oxidados. Dicen de él que es el mayor cementerio de barcos del mundo aunque no llegué a pisarlo. Claro que no hace falta ir para verlo porque se ve desde el espacio gracias a los mapas de google, como aquí abajo o en estas fotos. Para entonces ya sé que las tripas están fuera del buque gracias a los vecinos de la zona, beduinos muchos de ellos, que se internan en los barcos abandonados para desguazarlos y vender las piezas que puedan, aprovechar otras y dejar, al fin, esparcidas por doquier las que no tienen utilidad ni mercado. Entonces ya sospecho que los buques no encallaron por ningún accidente, que están ahí a conciencia, puestos por capitanes con pocos escrúpulos y compañías con terror a las cuentas fallidas.



Según el diccionario de comercio internacional, 'cuando un barco sufre unaccidente y los gastos de reparación de los daños son incosteables para elarmador, éste puede abandonar en favor de la compañía aseguradora el buqueexigiendo el monto total en que fue asegurada la embarcación; por este hecho,la compañía adquiere la propiedad del buque, al cubrir el seguro'.



La práctica del abandono de barcos no se ciñe exclusivamente al Sahara Occidental. Según la BBC, en los poco más de 850 kilómetros de la costa de Nigeria hay cien barcos encallados pudriéndose al sol, añadiendo capas de óxido a sus partes metálicas y contaminando su entorno. El cementerio de buques de Nouadhibo tiene la fama de ser el más grande del mundo pero desafortunadamente no el único. En Mauritania todo se remonta a la reconversión pesquera de principios de los años 80, cuando los barcos que no eran rentables fueron abandonados a su suerte, una idea brillante en la mente de muchos armadores que vieron en la poca vigilancia de la zona y la nula regularización de este tema un maná para imitar a los locales y deshacerse de unidades ruinosas. El guión se repite en demasiadas ocasiones: el capitán enfila proa a la playa, el barco encalla en el fondo arenoso, o en unas rocas, la tripulación es rescatada, milagrosamente el buque está descargado, o la carga es de poca importancia, el capitán vuela con los suyos a casa, el buque permanecerá hasta su total desintegración en un entorno salvaje, hostil, olvidado, porque las tareas de reflote son mayores que las del buque en sí.


Las consecuencias son otras. Un ejemplo. La bahía de la antigua Port Etienne, la de Nouadhibou, está ahora tan contaminada que la Unión Europea anunció un plan hace unos años para la recuperación y limpieza integral del entorno, aunque no se ha avanzado mucho más allá de las intenciones. Hace veinte años, en 1993, se calculó en 8.000 las toneladas de lubrificantes que estos grandes esqueletos han lanzado al mar, y ni siquiera hay estimación, que yo conozca al menos, de los metales pesados, amianto y combustible.


Así está ahora la bahía: pulsa aquí. No he llegado a pisar Nouadhibou porque mi viaje acabó kilómetros antes pero con el puñado de buques varados en la costa saharaui tengo suficiente para intuir la magnitud de la catástrofe. Si no estamos locos, estamos muy cerca de estarlo.

©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
losmundosdehachero@gmail.com

viernes, 28 de diciembre de 2012

Viaje a Haití: con los negros muertos por Trujillo en el río Masacre


El río Masacre

Durante el verano de 1937 el presidente de la República Dominicana, Rafael Leónidas Trujillo, llegó al máximo de su paciencia: basta de negros en mi país, pensó, ¡que no quede ni uno! Llamó entonces a sus generales y les ordenó que matasen a todos los que encontraran porque ensuciaban su país, que en su delirio presumía blanco. El 28 de septiembre el ejército dominicano, en la ciudad de Bánica, acuchilló a los negros que pudo, tiroteó a otros y aplastó a los que huían con el resultado de 300 haitianos muertos. Fue el inicio de una matanza de proporción bíblica, una masacre de increíble envergadura que siguió a lo largo de la frontera entre los dos países, una frontera de juguete que los haitianos cruzan cuando les viene en gana, y dejó, según los cálculos más conservadores, entre 15.000 y 20.000 muertos. La matanza tuvo muchos nombres pero entre los dominicanos se la recuerda como la masacre del Perejil, porque todo negro que no supiera pronunciar bien esa palabra era declarado haitiano y ejecutado con lo primero que hubiera a mano. La cifra de muertos crece en según qué relatos y hay quien menciona los 30.000 muertos, muchos de ellos en las riberas de un lánguido río que se tiñó, dicen los locales, de rojo de tanta sangre que se vertió en él.


Tanta sangre que el río, dicen, cambió su nombre y hoy se le conoce como 'Río Masacre'. Claro que incluso con una cosa tan obvia es complicado la etimología porque en estas mismas aguas los antiguos colonos españoles degollaban a las vacas para hacer cuero y secar carne. El caso es que si había alguna duda, ya no la hay. Los indígenas conocían a la exigua corriente con el nombre de Dajabon, en honor a un pez llamado así y que abundaba en tiempos pretéritos: hoy el río no lleva sangre, ni apenas agua, y es tan fácil cruzarlo que los haitianos lo hacen por miles dejando en ridículo el ostentoso puente que une a los dos países como frontera oficial. Por las calles de la dominicana Dajabon caminan los haitianos cargados de todo tipo de bultos, entre los que destacan zapatos, zapatos por millares, procedentes, veo en las bolsas, de ayuda humanitaria internacional. ¡Extraña ayuda la de los zapatos que terminan esparcidos por los suelos de un mercadillo dominicano! Da lástima ver lo que queda del primer país negro independiente del planeta, del segundo país en América en lograr su emancipación, tras los EE.UU, el proyecto de una nación de cimarrones, esclavos rebeldes que se sacudieron el yugo del amo francés y dejaron en ridículo a sus militares y al mismísimo Napoleón con su declaración de independencia nada menos que en 1804.



La Española adquirió a principios del siglo XX un inesperado protagonismo como escala camino del recién inaugurado canal de Panamá. La carrera estratégica se interpuso en el camino de Haití, inmersos a su pesar en un tablero de juego internacional. Norteamericanos, franceses y alemanes pusieron los ojos en la caótica república pero fue Woodrow Wilson el que se adelantó al dar la orden de invadir el país en 1916. El asesinato del presidente local Vilfrun Guillaume Sam y la posterior anarquía en la que cayó el país fue el motivo perfecto para intervenir en nombre de la razón contra el caos: un motivo recurrente y una anarquía repetida hasta hoy mismo en este desgraciado país. Los marines sólo tuvieron una breve resistencia en una mini república surgida en la cercana región de Artibonite. Un estrafalario libertador, Charlemagne Peralte, organizó un gobierno provisional al norte de la isla, pero unos soldados disfrazados de guerrilleros negros lo asesinaron decapitando la rebelión.


Durante los siguientes diecinueve años, la política de Puerto Príncipe se dictaría desde Washington. Y los resultados tiñeron de infraestructuras y sangre el país. Los norteamericanos construyeron carreteras y hospitales, inyectaron dinero en la depauperada economía haitiana y encargaron a sus soldados el cuidado de la nueva finca. Para poner los cimientos del país combatieron duramente el bandidismo que caracterizaba la región y sometieron a los ladrones a trabajos forzados. Pero el castigo generó nuevas rebeliones, y el ostracismo al que se vio relegada nuevamente la gran masa negra caldeó el ambiente. Los norteamericanos tuvieron que enfrentarse a la conocida como ‘Revuelta de los Cacos’, hordas de delincuentes que habían hecho del bandidaje y de los asaltos su forma de vida, y que ahora veían cómo un ejército blanco quería ponerlos en vereda. Cien años después, todavía caminan por las carreteras, huestes harapientas que portan fotografías en blanco y negro de otros tiempos para ellos mejores, fotos rasgadas por el tiempo y por machetes, guardadas en bolsillos deshilachados de guerreras militares. Los tíos del saco, los guardias de Duvalier, los bandidos, y los militares del ejército nacional se confunden hoy hasta resultar los mismos.

Mercadillo haitiano en Dajabon

Los gobiernos títeres que se sucedieron hasta la retirada norteamericana en 1937 sólo dejaron más tensión racial y una conciencia doble: la negritud de la población y su profunda vinculación con África a través de sus tradiciones ancestrales. O mejor dicho, el vudú. Y una pobreza tan extrema que gran parte de la población, empujada por la superpoblación, buscó trabajo y una vida mejor en el terreno que ocupaba la República Dominicana. Los haitianos trasladaron sus problemas a cuestas, y también su mala suerte. La llegada de tanta mano de obra barata provocó conflictos con los dominicanos, que empezaron a perder sus empleos. Subió además el precio de la caña de azúcar y los recuerdos de las invasiones de Boyer y del emperador Faustino del siglo anterior avivaron el racismo. El resultado fue una de las peores matanzas de la historia de la isla, tras la de taínos, en los tiempos de la conquista, y los franceses, en tiempos de la independencia: miles de haitianos fueron asesinados por orden de Rafael Leónidas Trujillo, el dictador dominicano de turno.

Entrando en la República Dominicana desde Haití
Los cadáveres fueron arrojados a un río que cambió su color al rojo sangre y su nombre al de Masacre. Hoy el río corre peligro de desaparecer porque desde sus mismas fuentes lo acuchillan sin piedad: roban su arena, convierten sus orillas en pocilgas y vertederos, taponan tramos kilométricos y el resultado se ve desde el puente ostentoso del que hablaba al principio: el río Masacre, el del color rojo, se puede pasar a pie y casi que sin mojarse los zapatos. Y eso hacen los haitianos, cruzarlo a pie, como hicieron sus antepasados, y casi que por los mismos motivos, hambre y desesperación. Bajo sus pies descalzos aún gritan mudos los espíritus de los que cambiaron el color y el nombre al río. Todavía hoy seguimos sin saber cuantos murieron a manos del sanguinario Trujillo. Todavía hoy siguen los nietos de los muertos cruzando las mismas aguas.

Aquí estoy yo, grabando un camión

José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero©hotmail.com
losmundosdehachero©gmail.com







lunes, 24 de diciembre de 2012

La primera población española en América: el fuerte de Navidad y su alguacil cordobés





La primera población española en tierra nueva fue levantada con los restos de una nave hundida, estuvo habitada por treinta y nueve hombres y tuvo un alguacil de Córdoba. El viernes 4 de enero de 1493 Cristóbal Colón abandonó las costas recién descubiertas para comunicar a sus majestades los reyes católicos sus descubrimientos. Se llamaba Fuerte de Navidad, en honor al día en que fue levantado, la Navidad de 1492, fue construido con los restos de la Santa María, encallada frente a las costas de Haití. Los taínos contemplaron atónitos acercarse esas monstruosas naves de madera y cómo una de ellas varaba cerca de tierra. Inocentes de lo que les esperaba, ayudaron a los náufragos, trasladaron la carga a la orilla, lo salvable al otro monstruo, la Niña, y edificaron con las maderas y los cañones un precario fuerte.

Al frente del asentamiento, Diego de Arana, un cordobés que algo debió de agradecer a su prima los amores que mantenía con el capitán de la expedición, Colón, y el hijo que le había dado, Hernando. Diego recibió la orden de mantener el fuerte junto a Guacanagarí, un cacique local que les ayudó con mano de obra y alimentos. Los españoles, sin embargo, aplastados por el sol del trópico, rematadamente lejos de sus hogares, no pudieron resistirse a los encantos de la isla: muchachas medio desnudas con argollas de oro en narices y orejas. Oro, mujeres y treinta y nueve hombres con una abstinencia sexual de meses. Los españoles no sólo raptaban a las muchachas y robaban el oro sino que se peleaban entre ellos por el botín. El grupo acabó por separarse y veintinueve españoles vagaron por la región buscando más mujeres y más oro. Diego de Arana y nueve incondicionales mantuvieron el tipo en el fuerte aunque por poco tiempo.

Un mal día, el cacique Caonabo, que no era taíno sino caribe, antropófagos temidos por sus vecinos, aburrido de que aquellos barbudos les chulearan, lanzó un ataque feroz y los mató a todos. Insatisfecho aún, acudió al fuerte Navidad y prendió fuego a la empalizada, con tan mala suerte que los españoles que quedaban huyeron hacia el mar y murieron ahogados. Colón regresó, como había prometido, pero lo hizo un mes tarde. Diego de Arana y los otros treinta y ocho primeros habitantes españoles de América eran ya historia.

Bibliografía

Colón, Cristóbal Relaciones de viajes
Colón, Hernando Historia del Almirante
Nueva lista documentada de los tripulantes de Colón en 1492, Alice Bache Gould,  Real Academia de la Historia, Madrid, 1984.
Beatriz Enríquez de Harana y Cristóbal Colón, José de la Torre y el Cerro, Compañía Iberoamericana de Publicaciones S.A. Editorial Maxtor, Valladolid, 2006.

José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
losmundosdehachero@gmail.com

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