martes, 28 de febrero de 2012

Viaje a Colombia: Andrés Carne de Res



La carta del menú de Andrés Carne de Res
En las afueras de Bogotá, en la ciudad de Chía, se levanta el más extraño restaurante en el que yo haya probado bocado. ¡Y qué bocado! Carnes a la parrilla, mamona a la brasa, suculentos chuletones, bifes en su punto, chinchulines, exquisitas verduras a la plancha, frescas, al vapor, lo que usted quiera y pueda extraer de la extraña carta con manivela que le facilita el amable staff del lugar. Andrés Carne de Res es uno de esos lugares que le evocan a uno la magia que sentía al ver películas fantásticas de niños embrujados a través de un libro de sortilegios que le catapultaba a otra dimensión. ¿Qué es aquello que cuelga de una columna? ¿Y aquel cartel? ¿Por qué todo tan recargado? Entre la clientela, que se mueve como si estuviera en un museo, suenan risas, el barullo de un picnic pero entre tinieblas, con poderosos chorros de luz dorada abriéndose paso entre tanto cachivache a través de amplios ventanales. Una cascada de colores, chilla el rojo y grita el amarillo, sobrevuela majestuoso el amplio y delirante espacio que más que dejar aire al comensal parece esperar el nuevo disparate de Andrés, el de la Carne de Res, que venga a poblar aún más las alturas de este restaurante sin igual. Y entre los gritos de los trastos de lata y las campanas y los sombreros y los faroles y tantas cosas resuenan las notas de un porro, un clarinete entrechoca con el sombrero de un señor, dos chicas cantan una canción con ribetes épicos. La carne cojeará, presumo abrumado ante la explosión de tanta vida inane, pero no, qué va, la carne excelente, la bebida en su momento, la sonrisa del camarero que ya la quisiera yo para los camareros de mi ciudad. Andrés, Carne de Res, en Chía, Colombia.



Las paredes no dejan de sorprender: siempre un detalle nuevo, siempre una historia inconclusa porque ante los atónitos ojos de los clientes una lucha entre extraños chismes se desarrolla atroz. Andrés Carne de Res, restaurante atípico' reza uno de sus muchos cartelitos, el más antiguo, sin embargo, porque este fue el original, el primero, el que diera nombre a un ranchito que se antoja ahora perdido en cualquier memoria que lo hubiera conocido y se enfrentara ahora a este dislate. Al caer la noche los camareros saltan sobre las mesas y taconean las canciones de moda entre filetes y tenedores huidizos, por aquel pasillo serpentea una larga fila de señores trajeados conducidos por una majorette enarbolando una bandera a modo de conga, el restaurante respira, palpita, produce vaho a los más frioleros y evoca los monstruos de las pesadillas goyescas aunque despojados de cualquier temor: uno disfruta, está en el sitio que siempre quiso estar, es el paraíso onírico de los más pequeños, la isla de Pinocho sin el susto de acabar convertido en asno.




Andrés Carne de Res no es un restaurante.
Andrés Carne de Res no es un bar.
Andrés Carne de Res no es un bailadero.
Qué es Andrés Carne de Res?
Revela un oráculo de la Virgen de Guadalupe que Andrés Carne de Res es un alucinado viaje para desorbitados.

Lo más parecido a conocer qué es Andrés Carne de Res está aquí dentro: http://www.andrescarnederes.com/ El delirio de su visita se refleja en su web y termina por marearlo a uno de tan estupefacto que se siente.




El templo al dios Kitsch no sólo rezuma trastos y objetos dispares sino también actividad, como digo. Los atestados pasillos actúan a modo de vomitorio de un surrealista coliseo levantado con la excusa de llenar las tripas. En el patio multitudes de pequeñuelos saltan entre más cacharros, los hay que pintan con acuarela, uno parece montar un torito, en aquella sala una profesora de baile enseña danzas clásicas a sus alumnas, tranquilos mientras sus padres, sumergidos en su baño de artilugios, descorchando botella tras botella.





 Cuentan que a su dueño, Andrés Jaramillo, le han querido comprar la franquicia muchas veces pero que prefiere seguir luchando por conseguir que sus más de quinientas mesas ofrezcan cada día un espectáculo nuevo a su clientela. Y que siga por muchos años porque es un lugar extraño, esotérico, una fábula al servicio de los jugos gástricos en la que a nadie extrañaría que su chuleta a la brasa se levantara del plato y ofreciera un improvisado concierto de vallenatos.









 © José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com


lunes, 27 de febrero de 2012

Viaje a Colombia: las FARC renuncian al secuestro



El 1 de noviembre de 2001, Gustavo Nieves Charris, Alirio Triana Mahecha, Israel Picón Sánchez y Diezmar Amador Tapia formaron cuadrilla para reparar una avería en el municipio de Ciénaga, la zona bananera del Caribe colombiano. Eran electricistas de una subcontrata, Comercializadora y Constructora de Obras Eléctricas Galectro, que vendía sus servicios a Electricaribe, la empresa con más posibles en la comarca. Ninguno llegó a reparar nada porque un grupo de las FARC los cogió presos y se los llevó monte adentro. Mientras los electricistas comenzaban su particular infierno, sus familiares iniciaban el suyo: Galectro consideró que sin trabajadores no había motivo para pagar nóminas y dio por finalizado sus contratos. Los familiares tuvieron, pues, que sufrir un martirio doble: el doliente, en desesperado recuerdo de los que ya no están, y el judicial, para exigir a la empresa que no les arrebatara el pan de sus hijos. Sólo años después las familias lograron que la Corte Constitucional colombiana condenara a Galectro al pago de los salarios a sus trabajadores, enviados a un área de un peligro tan extremo que Electricaribe había enviado una circular advirtiendo del riesgo de emboscada.


Once años después, Gustavo, Alirio, Israel y Diezmar siguen presos, sus familias ya han agotado la prórroga por sus prestaciones y Colombia se enfrenta al anunciado fin de los secuestros entre muestras de esperanza y otras de incredulidad. Nadie sabe si Gustavo y su cuadro de electricistas sigue vivo pero historias como las suyas son moneda común entre los colombianos. El Mayor Edgar Yesid Duarte fue capturado en acción de combate en octubre de 1998 y fusilado a finales de 2011, después de trece años reducido a la más triste condición. Marcos Baquero era un líder campesino y concejal de medio ambiente cuando las FARC lo encadenaron durante dos años en la selva sin más compañía que un gato. El senador Luis Eladio Pérez debió de recordar sus estudios en ingeniería de petróleos cuando fue secuestrado y contempló con ojos de alucinado a los guerrilleros extrayendo petróleo en la selva con pozos artesanales. ¡Y qué decir de Ingrid Betancourt y su irrupción en el circo mediático universal! ¡O de su secretaria, Clara Rojas, embarazada de un subversivo! Las historias del secuestro en Colombia involucran a políticos, campesinos, soldados, secretarias, electricistas.



Los familiares recorren el país buscando pruebas de vida, esos videos en los que los plagiados saludan a sus seres queridos (videos convenientemente editados por las FARC para evitar desvaríos en los que los secuestrados, con evidentes signos de locura, lanzan besos incluso a Miguel Bosé), suplican a los líderes guerrilleros, montan campamentos indignados en las sedes oficiales de la administración, peregrinan cargados de cadenas. Las FARC anuncian ahora el fin del secuestro como arma política y para ello, aseguran, derogarán la ley 2000 que les permite utilizarlo como fuente de ingresos. Dicho así, sin mucho pudor. Llegan tarde aunque las liberaciones siempre son de agradecer. Serán diez, dicen los guerrilleros, y será pronto, sin decir cuándo. Con sus líderes históricos en el recuerdo (muertos Tirofijo, Raúl Reyes, Jorge Briceño, Alfonso Cano o Iván Ríos), con su espectacular ejército de casi veinte mil hombres una década atrás reducido a menos de siete mil y con un apoyo popular decreciente, por no decir muy decreciente, las FARC entran en una nueva fase que debe hacerles cambiar o desaparecer. Cambiar a los tiempos actuales o desaparecer bajo una desmovilización masiva. O tal vez cambiar y desaparecer. Pero no deben de ser los únicos. Porque si desaparecen los que secuestran electricistas y triunfan los que son capaces de escatimarles el sueldo a las familias de sus trabajadores antes o después volverán a surgir nuevas formas de violencia.





 © José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com





viernes, 24 de febrero de 2012

Viaje a Colombia: La Minga y los 200 años esperando a Bolívar: no hay nada que celebrar


La estatua de Simón Bolívar de la plaza Bolívar de Bogotá permanece inalterable ante las súplicas


Los indígenas colombianos vuelven a mirar el montículo donde dejaron enterrado el hacha de guerra hace ahora cuatro años. De nada les han servido las protestas regulares, las reuniones pacíficas, las buenas palabras. O eso piensan ellos. El ministro de transportes, Germán Cardona, señaló hace unas semanas a los pueblos indígenas, aseguran en la ONIC (la organización nacional de indígenas colombianos) como seres aparecidos, que brotan de la tierra, seres perversos que no son más que un estorbo para el desarrollo del país (actualidad ONIC). De pronto, la rabia contenida durante siglos vuelve a las sienes de los miles de indígenas que viven en un estado de abandono preocupante, asediados por esmeralderos y petroleros, por cocaleros y narcotraficantes, acribillados por guerrilleros y paramilitares, secuestrados por militares y delincuentes, expulsados de sus tierras por todos los anteriores y con la sensación de ser extranjeros en sus tierras ancestrales. Doscientos años después de la independencia, el sueño de Bolívar se ha convertido en una pesadilla inmersa en otra pesadilla. Los pueblos originarios del territorio colombiano exigen ahora una reunión con el presidente del país, Juan Manuel Santos, pero muchos recuerdan lo que ocurrió en su última petición: nada.

La Minga de los pueblos indígenas colombianos llegando a Bogotá

El 12 de octubre de 2008 45.000 indígenas de toda Colombia se dieron cita en la ciudad de Bogotá para protestar por lo que consideran un robo continuo y minucioso de su mundo. El evento se conoció como 'La Minga', una palabra quechua que alude a una antigua tradición de trabajo comunitario o colectivo con fines de utilidad social (definición de Minga). Durante semanas, miles de indígenas recorrieron las carreteras, los caminos y las veredas de Colombia, bajaron de las montañas de Nariño, recorrieron penosamente los valles del Cauca, se internaron en selvas y cenagales, sufrieron bajas y enterraron muertos: concretamente, y sólo ese mes, el de octubre, tres, tres indígenas que murieron a manos de la guardia nacional. Y como colofón, su líder, Aida Quilcúe, vio morir a su marido asesinado por los soldados del ejército colombiano. Según Quilcúe, su marido y ella cayeron en una emboscada del ejército que querían convertirlo en Falsos Positivos (Falsos Positivos) pero Edwin Legarda, ese era su nombre, fue capaz de conducir cinco kilómetros para huir de la encerrona. Luego, murió.






Han pasado los años y los indígenas colombianos siguen enarbolando las mismas reivindicaciones. El conflicto armado ha desplazado a más de setenta mil de ellos, sobre todo en el departamento de Nariño, al sur del país. Un ejemplo: en estos días, cincuenta familias han abandonado sus hogares en El Palo, Caloto, en el departamento del Cauca, porque su aldea se encuentra en plena línea de fuego entre guerrilleros y militares del ejército (los niños abandonaron el colegio a bombazos). En la plaza del mercado de Llorente, en Tumaco, la capital de Nariño, cuatro jóvenes en moto acribillaron hace unos días a Gilberto y Giovanni, dos indígenas Awà especialmente activos en la defensa de su comunidad. Otro ejemplo: Duglas Antonio Pérez, un indígena Nasa del Putumayo, ha conseguido muerto lo que pocos indígenas han conseguido en vida: que la justicia ordinaria condene al Ministerio de Defensa colombiano por su ejecución extrajudicial para presentarlo a los medios de comunicación como Falso Positivo (y cobrar la recompensa ofrecida por el gobierno). El último: Fabio Domicó, gobernador de los Embera kative, fue asesinado hace unos días en su municipio de Nandó, Antioquia. Los Águilas Negras, un grupo paramilitar de extrema derecha, han amenazado a los líderes sindicales de Villa Garzón, en el Putumayo, por exigir a las petroleras canadienses Grand Tierra y Emerald Energy que inviertan en medio ambiente y beneficios sociales por los 23.000 barriles que extraen diariamente. Podemos irnos al otro extremo: de extrema derecha a extrema izquierda: las FARC han desplazado a los Jiw, ribereños del río Guaviare, hasta diecisiete veces en catorce años, además de ejecutar a los que se niegan a enrolarse en el grupo subversivo.



Más ejemplos (porque ejemplos nunca faltan). En el invierno de 1997, los indígenas U'wa anunciaron a los medios de comunicación que habían tomado una decisión desconcertante: en vista de que el gobierno colombiano había decidido entregar parte de sus tierras a la petrolera Oxy (Occidental Petroleum Corporation) los indígenas U'wa, dueños según la constitución de esas tierras, se consideraban muertos y, por tanto, convocaban a sus paisanos al más triste espectáculo: su suicidio masivo y ritual. El caso generó toneladas de artículos, reportajes, documentales, discusiones y revisiones históricas. Incluso algún historiador descubrió que en plena ofensiva de los conquistadores españoles, siglos atrás, los U'was metieron a sus hijos en barriles de madera y los arrojaron por un precipicio, para luego lanzarse ellos detrás: es decir, había un precedente del suicidio masivo con el que amenazaban y los gobernantes sintieron el vacío de las grandes catástrofes. Los U'wa, que significa 'gente que piensa', pusieron el dedo en la llaga pero hoy siguen en la lucha: no se suicidaron pero tampoco evitaron la entrada en sus tierras y ahora luchan contra Ecopetrol, la empresa nacional de petróleos. La especial relación entre petroleras e indígenas levanta chispas y en este link está toda la información sobre el problema que se cierne sobre los pueblos originarios colombianos: petróleo e indígenas


El 58% de los habitantes de Colombia son mestizos, mezcla principalmente de indígenas y blancos. Un 20% son blancos de origen europeo y casi el 11% negros de origen africano. A día de hoy, tan sólo el 3,4% de los colombianos son nativos con sangre cien por cien indígena. En Colombia habitan entre 102 y 87 etnias diferentes, según las fuentes, con una población algo menor de 1.400.000 individuos y 64 lenguas distintas. Las cifras bailan porque muchos habitan zonas remotas de difícil acceso y no tienen costumbre de acceder a los registros. La ONIC, Organización Nacional de Indígenas Colombianos asegura que son 102 los grupos étnicos, y eso que aún queda alguno por las selvas del sur sin contactar...







Al menos 34 de estos grupos indígenas están en peligro de extinción: los más amenazados son los Nukak Makú, de los que apenas quedan 200 individuos (mi visita a los Nukak Makú). 






Los Wayuú (aquí arriba el trailer de un documental sobre los wayuus que hice unos años atrás) son los más numerosos, alrededor de 500.000, pero se están desplazando en masa a Venezuela, donde encuentran mejores condiciones de vida, sobre todo en los alrededores del golfo de Maracaibo, tras las masacres realizadas a principios de la década por los grupos paramilitares de extrema derecha y las que actualmente realizan grupos de narcotraficantes que toman la zona como lanzadera del tráfico de cocaína a los Estados Unidos.


Embera Kative en Bogotá, trasladados por mafias que cobran suvenciones y los colocan por las calles para mendigar
Entre ambas etnias, los guayaberos, habitantes de las selvas del departamento del Guaviare, primer pueblo que ha sido desplazado en su totalidad de sus lugares de origen (por la guerrilla de las FARC): como colofón han vuelto a ser desplazados por el ejército norteamericano y el colombiano al construir una base militar en los terrenos que el gobierno les cedió tras el desplazamiento masivo provocado por la guerrilla. Como última anécdota vergonzosa, los embera kative, pueblo habitante de las selvas del departamento del Chocó, desplazados por mafias locales para cobrar subvenciones por desplazamiento de guerra y obligados a mendigar por las calles de Bogotá.

Guayabera trabajando a las afueras de San José del Guaviare

Según la corte constitucional de Colombia, al menos 35 de estos pueblos indígenas están en peligro de extinción física o cultural.



La situación es especialmente crítica para los Embera-Chamí y Embera-Dobida, así como para los Nasa, en Cauca, y para los Awá, en Nariño. La lista de los 35 pueblos en situación crítica identificados por la Corte Constitucional la completan los Wiwa, Kankuamo, Arhuaco, Kogui, Wayúu, Wounaan, Pijao, Koreguaje, Kofán, Siona, Betoy, Sicuani, Nukak-Makú, Guayabero, U’wa, Chimila, Yukpa, Kuna, Eperara-Siapidaara, Guambiano, Yanacona, Kokonuko, Senú, Totoró, Huitoto, Inga, Kamentzá, Kichwa y Kuiva. Al menos, que sus nombres perduren.


© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
























lunes, 20 de febrero de 2012

Viaje a Colombia: las pinturas rupestres del Amazonas



El avance del ejército colombiano en su lucha contra las FARC deja al descubierto la enorme riqueza de un país desconocido incluso para sus propios ciudadanos. Escondidos en el departamento del Guaviare, una selvática región que saltó a la fama por ser la cárcel de Ingrid Betancourt, pinturas rupestres y ciudades naturales de piedra aparecen ahora a los ojos de los primeros turistas. Durante décadas, también ellas estuvieron secuestradas.

La Lindosa, hasta hace poco tiempo en manos de las FARC, ofrece sorpresas inesperadas: pinturas rupestres
Sólo están a 40 kilómetros de la capital del departamento pero la guerra las colocó a años luz. La mayoría de los vecinos de San José del Guaviare ha oído hablar de los pictogramas que 'alguien' dibujó en unos montes cercanos, pero la zona, en poder de las FARC durante medio siglo, era otro mundo. Un mundo prohibido apenas a una hora de distancia. San José es una ciudad nueva, formada por los descendientes de los colonos que ocuparon en el siglo XIX una amplia región de selva para huir de la pobreza de los Andes. Hoy, sus calles rectas, paralelas al caudoloso río Guaviare, tributario del Orinoco, adquieren un colorido inusitado. Por una avenida desfilan los Nukak Makú, últimos representantes de una etnia de nómadas de los que apenas sobreviven doscientos individuos. Por otra calle aparecen los guayaberos, los primeros habitantes de la región, hoy andrajosos y pedigüeños. Entre ellos, una mezcla de razas andinas y occidentales, cazadores de pieles preciosas al principio, cultivadores más tarde de marihuana y hoja de coca, hoy intentando recolocarse como ganaderos y comerciantes.

            

























Tras una hora de camino a bordo de una ranchera, llego a  la serranía de La Lindosa. La carretera es inexistente y en tramos aprovecha asfalto natural que espontáneamente brota en algunas canteras. 'Todo lo que usted ve, antes era coca', comenta un campesino que vive a los pies de la montaña de los pinturas. Hoy es pasto, vacas y jungla. Y coloritos, unos microscópicos y libidinosos bichitos que buscan con ahínco la entrepierna para hacer nido y parasitar. El entorno es, además, inquietante. La selva amazónica deja paso a caprichosas formaciones geológicas de piedra precámbrica de aspecto fantasmagórico. Una extensa superficie rocosa crea el lecho de un río que los locales llaman 'Los Pozos', con huecos de los que se desconoce la profundidad, muy frecuentados por los domingueros para tomar arriesgados baños. A pocos kilómetros de las pinturas, la naturaleza ha esculpido también una ciudad de piedra con calles rectilíneas y rocas que parecen casas congeladas en el tiempo. Incluso hay aceras y calzadas de hierba, túneles que parecen tallados a mano, escaleras naturales.

            
















Elcamino a los pictogramas es difícil y escarpado. De la maraña de árboles y arbustos salen unos terroríficos gritos. 'Son micos', sonríe el joven guía hijo del campesino. Pero el premio es mayúsculo. Pintado en una pared irregular, a cuyos pies se extiende una pequeña superficie, un mural rupestre permanece olvidado del mundo. El deterioro es evidente: sobre uno de los dibujos más bajos alguien ha escrito su nombre a tiza, puede que la dejara algún guerrillero aburrido en una de sus guardias. En algunos rincones, la pintura se esparce sobre la pared perdiendo las figuras y hasta el rojo predominante: ahora sólo manchas rosadas dejan adivinar que en otro tiempo hubo un dibujo. Algunas piedras han caído desde las alturas. El suelo está lleno de fragmentos rotos, algunos coloreados. Marcos Baquero es concejal del ayuntamiento de San José. Asegura que hay más en otros lugares de la serranía. 'En algunos de ellos si excavas en el suelo, encuentras restos de vasijas: yo lo he hecho'.

    A los pies de la serranía se encuentra Nuevo Tolima, una aldea que ha cambiado la hoja de coca por la esperanza del turismo. 'Estuvo aquí una investigadora de Bogotá y dijo que las hicieron los indígenas hace mil quinientos años, de pronto más', cuenta José Frei, el presidente de la comunidad, 'pero sinceramente, no tenemos ni idea'.  Los primeros indicios apuntan a una antigüedad de mil años. Hay quien dice mil quinientos, pero la falta de estudios concluyentes deja en el aire a la misma historia. Lo único que parece seguro es que las realizaron tribus amazónicas, probablemente cazadores recolectores precolombinos en el transcurso de alguna expedición, y que no son las únicas. Las más conocidas son estas, conocidas como las del Raudal del Guayabero, pero hay otras en un paraje conocido como El Dorado. Todas realizadas con pigmentos minerales en pequeños abrigos situados a una altura que no supera los veinte metros. Las pinturas rupestres de La Lindosa forman parte de un extenso tapiz de pictogramas que se extiende por toda la Orinoquía, penetra en la Amazonía y resulta perturbador para el europeo, que enarbola Altamira y Lascaux como prueba irrefutable de la superioridad pictórica de sus ancestros. Las pinturas se completan con otros hallazgos en el cercano parque nacional de Chiribiquete, aún en poder de las FARC, y descontextualizan una sucesión de murales probablemente relacionados entre sí.



Los dibujos demuestran que los artistas mantenían una constante espiritual con sus colegas de ultramar: figuras de animales, manos abiertas que parecen atraparlos, siluetas antropomórficas. Representaciones mágicas que debieron ayudar en la psiquis de los cazadores en sus tareas de rastreo y muerte. Junto a ellos, ideogramas, espirales y mallas, a modo de corrales, argollas, preparativos para la propia caza. Algunos parecen superpuestos, lo que lleva a pensar en una gran hoja sobre la que pintaban grupos distintos, incluso generaciones diferentes, una gran pizarra sobre la que los cazadores preparaban sus batidas. Sobre el lienzo rocoso desfilan dantas, lagartos, lapas, jaguares, ciervos, solos o en grupos, algunos parecen danzar en corros. Un animal parecido misteriosamente a un canguro parece saltar de una viñeta a otra, una serpiente avanza hacia a algo parecido a una jaula, otra imagen recuerda a un conjunto de vasijas ordenadas sobre una alfombra. Un sol alumbra una parte del mural, junto a una tupida red que pudiera tratarse de una huerta se levanta un conjunto de casas, cerca hay algo similar a un río. Sobre la figura de un ciervo un hombre con los brazos abiertos salta y asusta a su vez a un mono, que huye hacia el cielo. Un laberinto recuerda a ciertas joyas que aún elaboran los artesanos indígenas. Misterioso, un conjunto ordenado de puntos se deshace azotado por las inclemencias meteorológicas: de lejos recuerda a la misma lluvia. Cerca, un ave se antoja entonces mojada y ridícula elevándose al más allá. Un pájaro nos saluda educado, en pie, formal. El moho se ha adueñado de una parte de las pinturas, deformándolas. 'Eso es lo que queremos', continúa José Frei, 'que vengan los turistas, que miren los dibujos y se imaginen cosas'. Aunque los vecinos no conocen la historia de los pictogramas, en parte porque forman una sociedad de campesinos desplazados de otras regiones por la violencia, sienten cierto temor por las consecuencias del turismo, al que no dejan de ver como una profanación. 'De pronto son muestras religiosas de los indígenas y no es apropiado que vengan visitantes', comenta José Frei, 'pero la situación económica es tan difícil que vemos con ilusión que alguien venga a verlas', confiesa finalmente con esperanza.





 © José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com





Donativos

Publicidad