miércoles, 9 de noviembre de 2011

Viaje al Nagorno Karabagh, o República de Artshak


Al Alto Karabagh sólo se accede por una estrecha carretera comarcal tras atravesar un puesto fronterizo en una remota montaña del sur de Armenia. Es lógico que sea así porque es la única entrada a un país que nadie reconoce. En la divisoria de los dos estados un soldado supervisa el escandaloso visado que la representación internacional del país fantasma me ha pegado en el pasaporte. El permiso se obtiene en la capital de Armenia, Erevan, el único lugar donde es posible encontrar una representación diplomática de este gobierno fantasma. Instalados en un edificio de aspecto neoclásico, la embajada ya prepara para lo que se encontrará el visitante en el país: salas vacías, escaleras desiertas y una herencia soviética en forma de burocracia que obliga al turista a bajar y subir de planta repetidas veces para cumplimentar los requisitos del formulario.



En un mástil de la supuesta frontera ondea solemne la bandera de la República de Artsakh, como se autodenominan, exactamente la misma que la de sus vecinos armenios con tan sólo una incisión en un lateral. ‘Algún día seremos un solo país y quitaremos esa esquina’, dice el uniformado mientras me mira curioso: son pocos los turistas que se aventuran hasta aquí y, por lo que parece, mucho menos españoles. La carretera comarcal tiene aquí otro apelativo: es una autopista, y además de atravesar impresionantes montañas nevadas y tormentas de aguanieve se interna durante unos kilómetros en territorio enemigo: Azerbayan. Es una de las fronteras más peligrosas del mundo porque en cualquier momento pueden revivirse los episodios de los años noventa en los que el Alto Karabagh era sinónimo de guerra. En Erevan tratan de tranquilizarme: ‘no se preocupe usted porque no esperamos que haya hostilidades hasta que pase el festival de Eurovisión…’. La próxima edición se celebra en Bakú, la capital del enemigo, y a nadie se le escapa que los azeríes no están interesados ahora en una guerra que pueda ensuciar su imagen internacional…

Soldados armenios patrullando por las calles de Agdam


Han pasado veinte años desde que el 10 de diciembre de 1991 los vecinos de esta región, habitada entonces mayoritariamente por armenios cristianos pero incluida por los soviéticos en los límites de la musulmana Azerbayan, votaron en referéndum abrirse al mundo como un país independiente. Una independencia que sólo reconocen Osetia del Sur, Abjasia y Transnistria, otras tres aspirantes a naciones que tampoco nadie admite. Dos décadas después de aquella proclamación que les costó la enésima guerra, el proyecto resiste contra viento y marea, con un ojo puesto en sus vecinos azeríes y otro en la demografía. Ciudades medio vacías, pueblos desérticos, campos sin apenas campesinos y carreteras surcadas sobre todo por vehículos militares. El país que nadie reconoce amenaza ruina y pocos responden al llamado nacional para repoblar la región. El censo oficial asegura que alrededor de 140.000 personas pueblan esta montañosa región de tierras negras (Karabagh es una palabra turcoiraní que significa Jardín Negro) pero basta un paseo por sus algo menos de cinco mil kilómetros cuadrados, la superficie de La Rioja, por ejemplo, para caer en lo evidente: faltan vecinos y los que están son tan mayores que no vivirán mucho tiempo más.

Obreros trabajando en una calle de Shushi


Armen nació en Marsella, nieto de armenios expulsados a principios del siglo XX por el genocidio turco de la región de Estambul. ‘Envidio a los judíos’, me cuenta, ‘porque ellos tienen la meta de vivir en su tierra original, Israel, mientras que los armenios no son capaces de lanzarse a repoblar la cuna de sus antepasados y prefieren lavar su conciencia enviando dinero’. Apenas tres millones de armenios viven dentro de las fronteras de su país, incluida aquí esta nación sin amigos, mientras que repartidos por todo el mundo viven más de ocho millones: casi el triple. El Nagorno Karabagh les ofrece grandes extensiones de terrenos fértiles, montañas nevadas, arroyos caudalosos y densos bosques pero también la posibilidad de revivir alguna de las frecuentes carnicerías que forman parte de su historia, remota y reciente. No hay ciudad que no presente cicatrices en sus calles ni familia que no tiña de negro la ropa de sus tendederos.



Agdam está prohibida para los turistas, a pesar de que en algunas guías de viaje se anuncia como un atractivo más de la región. ¡Y lo es, cómo no serlo! Apenas a media hora de camino de la capital, Stepanakert, se levanta la mayor ciudad azerí del país: Agdam. Poblada en su último día de vida con más de cien mil habitantes, hoy simboliza la agonía de la República de Artsaj y ofrece la estampa más desconcertante y deprimente del Cáucaso. Situada en territorio de Azerbayán invadido por el ejército armenio como colchón de seguridad para evitar ataques a las poblaciones del interior, Agdam ocupa una amplia extensión de terreno en la que no se mueve nada más que las ramas de la maleza. Desde que todos sus habitantes fueron obligados al exilio y los paramilitares armenios la saquearan, las casas se han desplomado, las carreteras languidecen con enormes baches llenos de agua, la vegetación escapa impetuosa por las ventanas sin marcos, la urbe presenta una extraña estampa que superpone la Hiroshima de la bomba atómica con las ruinas mayas de Chiapas. Tan sólo la mezquita mantiene el tipo, sus dos soberbios minaretes elevados al cielo en una muda súplica, esperando a unos fieles que no vendrán jamás. A sus pies, un batallón de soldados armenios se divierte tomando una foto del grupo con un teléfono móvil.



Me detengo paralizado porque el gobierno de Stepanakert prohíbe la entrada a los turistas, y mucho mas a la prensa extranjera: estamos en territorio ocupado donde, de cuando en cuando, aún se producen disparos lejanos que cuesta alguna vida. Para más inquietud, el terreno está minado y las pocas paredes que resisten en pie pueden derrumbarse sobre cualquier caminante incauto. Una pareja de periodistas occidentales, ella española, fue detenida meses atrás y borradas todas sus fotografías. El delito: pasear por estas desoladas calles. Sin embargo, los soldados, aburridos de largos meses de guardia en una ciudad vacía, se divierten con el único pasatiempo posible: un turista. Tigran es un soldado originario de Stepanavan, en la frontera armenio georgiana, que dice llevar un año y cinco meses por la región: ‘sueño con una fiesta en una ciudad pero ya sólo me quedan siete meses’. Siete meses en una ciudad vacía es mucho tiempo, le digo, y me mira con ojos de condenado.

El autor con soldados armenios en Agdam

¿Es posible subir al minarete de la mezquita?, les pregunto, y todos asienten al unísono: ellos ya lo han hecho mil veces. Y se nota. El interior está en ruinas, con pintadas en armenio por doquiera, excrementos, colillas, latas de cerveza. Desde lo alto de la torre se divisa la devastación con una escalofriante perspectiva. Hasta el horizonte sólo se distingue destrucción: ruinas de lo que debieron ser palacetes, ruinas de lo que debieron de ser casas corrientes, ruinas y más ruinas. Hasta perderse en lontananza. Desde el verano de 1993, cuando sus habitantes huyeron al imponerse el ejército armenio en la guerra del Alto Karabagh, nadie más que saqueadores y soldados han pasado por sus calles. Los paramilitares armenios destruyeron a conciencia una ciudad desde la que el ejército azerbayano había castigado a la población civil enemiga: desvalijaron sus edificios, minaron sus calles, quemaron barrios enteros y dejaron los restos como una advertencia a los azerbayanos: jamás cederemos la región.

Agdam

‘Agdam estaba destinada a ser campo’, asiente Armen en su vivienda de Shushi, la segunda ciudad del Alto Karabagh. Los armenios guardan un resentimiento extraordinario a sus vecinos, a los que despectivamente llaman ‘turcos’, una palabra ofensiva para un pueblo que vivió a manos del extinto imperio otomano un genocidio que acabó con un millón y medio de sus antepasados y que dispersó a su raza por los rincones más apartados del planeta. Agdam resultó una punta de lanza de la rivalidad armenio-azerí a principios de los noventa. En sus calles se parapetaron hasta cinco unidades de militares irregulares de Azerbayan, cinco unidades anárquicas que funcionaban de manera espontánea e independiente y que, en ocasiones, incluso peleaban entre sí. Tan sólo coincidían en el enemigo general, los armenios, y la ciudad se convirtió en la pesadilla de las aldeas armenias de la región. Eso sí, la organización era tan distinta que mientras los guerrileros armenios pegaban en las paredes de sus campamentos las fotos de sus héroes muertos en la batalla, los azeríes de Agdam ponían pósters de mujeres desnudas...




Desde estas calles salían comandos paramilitares dispuestos a matar, volaban misiles con rumbo a las montañas y a la misma capital, Stepanakert. Agdam se convirtió en sinónimo de odio y de turco para los armenios y cuando la conquistaron no tuvieron la más mínima piedad. 'Agdam estaba destinada a ser campo'. En los saqueos posteriores a su caída, camiones iraníes incluso cargaron cientos de kilos de pétalos de rosas de los frondosos jardines de la ciudad para hacer jabón: el expolio fue total.




La ciudad de acogida de Armen, Shushi, fue la ciudad más importante del Cáucaso en su momento, cuna de poetas, comerciantes y políticos, punto clave en la ruta de la Seda, ciudad de iglesias y mezquitas, palacios y una vibrante vida social y artística. Hoy no queda apenas nada. Durante la última guerra, los azeríes expulsaron a los georgianos, destruyeron sus viviendas y bombardearon la cercana capital con misiles Graz aprovechando la ubicación del enclave, construido sobre una tortuosa colina y a tiro de piedra de la ciudad adversaria. La destrucción que causaron fue tan grande que cuando posteriormente la retomaron los armenios, expulsaron a los azeríes y destruyeron sus barrios.

Shushi

La Shushi de hoy apenas guarda recuerdos de aquellos tiempos en los que las caravanas de mercachifles provenientes de la China descansaban en su caravanserais. Sus apenas cuatro mil vecinos habitan en un puñado de edificios de apartamentos de corte soviético, monumentos al mal gusto, medio destruidos por tanto conflicto y apuntalados como único acondicionamiento. Mientras, y a su alrededor, los barrios azeríes abrazan la ciudad en un desesperado intento por no caer en el olvido.






Aún son visibles las paredes historiografiadas en el interior de los palacetes burgueses, los balcones de madera minuciosamente tallados y ahora desfondados por algún incendio, las grandes puertas, las escalinatas, los jardines que un día debieron de ser frondosos, ordenados, y hoy son sólo frondosos. Las calles están vacías, tan sólo de cuando en cuando la cruza un niño en una bicicleta, o dos críos con un balón, pequeños con una ciudad entera a su disposición para hacer travesuras. En una calle comida por la maleza se mantiene en pie una mezquita: está llena de excrementos de vaca porque hoy es un establo.



A pocos metros otra mezquita aguanta mejor el paso del tiempo y del abandono: es una obra demasiado importante incluso para los armenios, que la han vallado para evitar saqueos, aunque demasiado tarde. En su interior alguien ha tallado pacientemente una brillante cruz en una columna de piedra y en las paredes no queda ni un azulejo de lo que debió ser un templo referencia en la región. Por estas calles, hoy a medio derrumbar, compuso sus poesías  el gran bate Vagif, murió asesinado Agha Mohammed Khan, en su momento sha de Persia, y, en su última batalla contra los armenios, organizó la defensa de la ciudad Samil Basayev, el célebre guerrillero checheno. Cada esquina desprende historia: la muralla, del siglo XVIII ordenada por Panakh Khan, un azerí casado con una armenia, sus diez caravanserais, construidos para dar un descanso a las caravanas de la ruta de la seda, las escuelas de música...



Todo ardió en 1905, en la primera guerra entre tártaros (los azeríes entonces eran tártaros) y los armenios, y luego volvió a arder en 1920, ahora a manos de los musulmanes, que acabaron con la vida de al menos 500 armenios y dejaron la ciudad convertida en un solar. La destrucción de 1992 tuvo sus ribetes absurdos: los azeríes vendieron la campana de la iglesia mayor, que acabó en Ucrania. Los armenios, como réplica, vendieron las estatuas de bronce de los prohombres azeríes, la poetisa Natevan, el bado Bul Bul, el compositor Hajibekov, estatuas que acabaron en Bakú... Ruina quemada sobre ruina quemada, eso es Shushi, pero ruinas con esperanza y con vecinos que sueñan con darles vida.





Eso sí: Shushi, a diferencia de Agdam, no está destinado a convertirse en campo. En la parte alta de la ciudad, la Iglesia del Salvador luce magnífica y brillante, recién restaurada, sus frescos ortodoxos luminosos y recién terminados, nada hace recordar los tiempos soviéticos en los que el templo fue un depósito de armas o los destrozos que los azeríes infringieron a su carácter sacro. Algo más allá, la iglesia verde, también en un frenesí de obreros que la acondicionan para los pocos feligreses. Los armenios se esfuerzan por recuperar la normalidad y restauran todo lo que en algún momento fue cristiano: el colegio luce estupendo para el apenas centenar de criaturas que le dan vida, una hilera de pareados recibe los últimos retoques. El contraste entre lo musulmán, abandonado, y lo ortodoxo, reconstruido, no deja de ser revelador de la limpieza étnica que se ha producido en la región. Sin embargo, hay dos puntos que no invitan al optimismo: las calles siguen vacías, la mayoría de los obreros debía de haberse jubilado hace muchos años, los jóvenes aspiran a instalarse en otro lugar. No hay negocios locales que animen la economía del remedo de país y la mayor parte de la renta proviene de donaciones del exterior. ‘Si le une la herencia postsoviética de la economía subsidiada a los millones que llueven en forma de donaciones comprenderá usted que no haya mucha iniciativa privada en esta región…’, se queja Armen.

barrio azerí de Shushi visto desde la mezquita de la parte baja de la ciudad
Armen sigue mirando a Israel. ‘Los judíos apoyan los asentamientos en territorios palestinos’, dice con admiración, ‘desmantela uno para calmar la opinión pública internacional pero mientras tanto ha levantado otros diez’. En cambio, la República de Artshak permanece desierta, con una sangría que nadie cuantifica porque incluso el censo se ha quedado anticuado. Los armenios de la diáspora no vienen como esperaban los vecinos, que preveían una catarata de colonos a la usanza del antiguo Oeste americano, y los jóvenes prefieren la emigración que luchar por una tierra en permanente peligro de guerra. Una realidad hiriente para personajes como Armen Rakedjian, que dejó su Marsella natal para instalarse en el hogar de sus antepasados con su esposa, Cristina Manian, rumana de origen armenio, y un amigo libanés, también armenio del exilio. Los tres encabezan el ideal de su pueblo, dinámico y emprendedor, pero, a diferencia de ellos, poco dispuesto a abandonar sus vidas en países como Estados Unidos, Francia o incluso España para comenzar una azarosa existencia en unas montañas lejanas enclavadas en mitad de la nada. Por mucho que esa nada fuera la cuna de sus ancestros.




Armen, como sus compatriotas, rechaza el regreso de los desplazados azeríes a sus casas, una de las peticiones internacionales para comenzar una negociación: ‘ni hablar’, dice rotundo, ‘¿podrán volver los desplazados armenios a Azerbayan? No, y en el Karabagh tenemos más de veinticinco mil. No: pues no hay más que hablar, aquí no queremos turcos’. Armen intenta dinamizar a sus vecinos pero Aghmen, un libanés hijo de exiliados por el genocidio turco, reconoce que es casi imposible: ‘la gente aquí no se mueve por nada, no tienen motivación’. Pretenden establecer proyectos turísticos que aprovechen sus magníficas montañas, crear una infraestructura para el trecking, el turismo de naturaleza, la agricultura ecológica y experimental. Pero los jóvenes siguen soñando con establecerse en Francia o en Nueva York. La expectativa en el Alto Karabagh sigue siendo inviernos helados, carreteras maltrechas, cortes de luz y la guerra en el horizonte. ‘No tenemos la menor duda de que cuando Azerbayan se sienta lo suficientemente fuerte como para vencernos, habrá otra guerra: pero aquí estaremos nosotros, para hacerles frente y vencerles, como hemos hecho siempre’.



Los armenios del Nagorno se sienten como los últimos guerreros de Cristo, la barrera que protege a la cristiandad de las hordas islámicas centroasiáticas, un pulso que dura ya muchos siglos y que ha alternado periodos de convivencia pacífica con los musulmanes y frecuentes guerras con enormes desplazamientos de población y masacres difícilmente narrables por su crueldad. ‘Hay que poner ya un fin a este periodo cíclico de guerras a la que siguen periodos de construcción para iniciar nuevamente una guerra que vendrá seguida, irremediablemente, por más reconstrucción’, asegura Armen. Sin embargo, ese punto final sólo puede tener un escenario, y es el de la derrota definitiva del enemigo. ‘Vivimos en una región muy inestable, cruce de caminos, por aquí pasaba la ruta de la seda, fuimos parte del imperio ruso y después del soviético, aquí se instaló el imperio otomano, y antes de ellos los persas, por aquí cruzó Alejando Magno y tan sólo podemos estar seguros de una cosa: queremos la paz pero la historia nos enseña que si queremos proteger a los nuestros sólo podemos atacar primero’. Con el recuerdo del genocidio turco en la mente colectiva, los armenios no confían en sus vecinos ni para llegar a la paz. ‘Somos especialistas en diplomacia’, recuerda Armen, ‘y esa debería ser nuestra salida, porque tenemos excelentes relaciones con los norteamericanos y albergamos bases militares rusas en Armenia, tenemos unas inmejorables relaciones con los israelíes y también con los iraníes, con los chinos nos llevamos estupendamente, y con Europa Occidental… sólo nos fallan los más cercanos, los turcos…’. En realidad, azeríes y armenios han estado a punto de llegar a acuerdos de mínimos en varias ocasiones pero el clamor popular es demasiado fuerte para que ninguno de sus dirigentes se atreva a hacer alguna concesión. A lo máximo que han llegado a estampar sus firmas en un acuerdo en el que se comprometen a llegar a un acuerdo algún día.




En Stepanakert, la capital de este estado de opereta, la actividad parece frenética en comparación con el resto del territorio. Y eso que apenas pasea nadie por su avenida principal. Frente al palacio presidencial una pequeña nube de albañiles se afana en terminar de construir grandes edificios de arquitectura clásica que albergarán nuevos organismos oficiales. Por las calles pueden verse carteles llamando a la celebración del vigésimo aniversario de la independencia. Grupos de jóvenes dan vida a las plazas, colapsan los cibercafés, llenan las dos cafeterías del centro. Pero todos van sospechosamente rapados, vestidos de negro y guardan maneras cuartelarias: son reclutas de permiso, los jóvenes locales siguen en paradero desconocido. En el museo de la nación, Gaiane se ofrece para enseñarme la historia de su país: los  rastros de homínidos, la presencia de hordas tártaras, la rica bisutería de los primeros armenios… ¿y qué hay de la guerra? ‘Eso pasó’, responde molesta, ‘ahora hay que organizar el país para el futuro’, ¿y en esa parte entran los azeríes exiliados, le pregunto casi con miedo. Mi temor era fundado, la pregunta desata la tormenta perfecta, Gaiane cambia su sonrisa por un ceño fruncido, ‘esta tierra es territorio armenio y queremos vivir en paz’, asegura colérica, ‘y eso con los turcos es imposible’. Su gesto se endurece y ahora me pregunta mi interés en Nagorno: en España poca gente sabe que existe este país, le confieso. La caja de Pandora sigue expulsando más mal que bien: ‘Armenia es mucho más antigua que España, ¡a quién le importa lo que pase allá!, yo tampoco conozco nada de ese país’, responde mientras las luces del recinto se van apagando hasta dejarnos en penumbras. ‘Tenemos problemas de suministro’, se disculpa aliviada, ‘vuelva otro día’, se despide no sin antes darme un postrer consejo, 'y no haga caso de lo que se escribe en internet, Azerbayan invierte millones de euros en descalificarnos en la red...'.




A una hora de Stepanakert se alza, majestuoso, el monasterio de Vandzasar, con su iglesia de San Juan Bautista, donde la tradición asegura que se encuentra enterrada la cabeza del primo de Jesucristo. Raíz de la ortodoxia armenia, la primera nación del planeta en abrazar el cristianismo como religión oficial, el monasterio reúne en su interior los elementos que aglutinan el sentimiento de etnia. El obispo oficia en su sencilla cámara los ritos del domingo. Junto a él, un ayudante, un sacerdote que entona una melodía con una feligresa, y yo. Una misa solitaria, lejana, oscura y a ratos emocionante, recargada de artificios rituales, pesados ropajes y una total ausencia de público. El motivo por el que los armenios se consideran armenios y capaces de luchar contra turcos, azeríes y persas si fuera necesario. La mejor metáfora del país: una iglesia ortodoxa, restaurada tras mil batallas contra el vecino musulmán, levantada sobre una colina de tierras negras, erguida bajo la fría lluvia del Cáucaso sur, vacía y sin más público que yo.





Bibliografía: 


- Black Garden, Thomas de Waal, New York Universitary Press
- Crying Wolf, Bennet Vanora, London, Picador, 1998

©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

Viaje a Abjasia

En la esquina noroccidental de la República de Georgia, en pleno Cáucaso y lindando con la todopoderosa Rusia, se encuentra un país que apenas nadie reconoce: Abjasia. Una nación bañada por el mar Negro y agraciada con frondosas playas de grandes guijarros y un fondo de montañas nevadas repletas de vegetación exuberante gracias a un clima subtropical que la convierte, al tiempo, en sueño y pesadilla. Un sueño que gozó, por ejemplo, el georgiano más conocido, Iosif Juganoshvili, el inefable Stalin, que llegó a tener hasta ocho dachas (residencias de verano) en estas costas. O su lugarteniente, Laurentius Beria, un miserable déspota que, cosas de la vida, nació precisamente aquí, en Abjasia, sólo que de origen georgiano y proveniente de la vecina región de Mingrelia. Tan sólo ellos dos se las bastaron para convertir su sueño en pesadilla para todos los demás aunque la mala suerte de los abjasios viene de muy atrás y se remonta a la expansión del imperio ruso.

No es difícil entrar en Abjasia, a pesar de que los georgianos te miran como si fueras a la guerra, menean la cabeza con pesar y te piden prudencia y que te cubras porque la imaginan en permanente estado de excepción. Tan sólo hay que contactar con el ministerio de asuntos exteriores de este país de opereta, escanear el pasaporte y una fotografía, rellenar un formulario on line y esperar cinco días. Los circunspectos muchachos del ministerio se encargan de todo con una rapidez inusitada para un lugar con tanta herencia burocrática soviética y en el tiempo prometido envían una carta en ruso que deberá presentarse en la frontera. Y no vale cualquier frontera porque los georgianos, que reclaman este territorio como suyo, prohíben el acceso por el norte, que comunica con Rusia, y pueden incluso encarcelar al incauto turista que, procedente de ella, quiera seguir viaje por la frontera del sur. Esta es la página del ministerio abjaso:


Una vez traducida la carta del ruso, en la que uno queda maravillado con tanta floritura cirílica pero no entiende si se la han concedido o denegado, hay que ponerse en marcha y acceder a la extraña región por el paso fronterizo especificado en el visado. En mi caso opté por el río Ingur, lugar que comunica con la mencionada región de Mingrelia, al sur de Abjasia. Después de seis horas subido en una marshrtuka, o una furgoneta acondicionada para el traslado de viajeros (que frecuentemente son tratados como cargas de heno), horrorizado ante la costumbre georgiana de competir para saber quién puede poner la música de su teléfono móvil más alta y durante más horas, llego a Zugdidi, la última población de cierta entidad antes de la frontera. Zugdidi sorprende por lo inesperado de su actividad, sobre todo si el destino anterior era tan soporífero, gris y frío como Gori, cuna de Stalin y frontera también con otra región rebelde y emancipada: Osetia del Sur. Georgia tiene muchos rebeldes para ser tan pequeña. En Zugdidi recibí un pésame de la recepcionista de mi hotel, un abrazo de un muchacho borracho y una mirada de orate de un taxista: nadie comprendía mi interés por entrar en el infierno. También recibí una amenaza de puñetazo de otro muchacho completamente beodo que identificaba a España con Cristiano Ronaldo y comprobó, con absoluto pesar, que mi devoción iba más bien a Messi.

Bien temprano, el taxista de mirada furtiva me dejó en un puesto fronterizo con dos soldados con cara de guasa instalados en una garita de aspecto deprimente. Varios taxis aparcados, algunos campesinos cargados de bolsas y un carro con un mulo formaban el decorado social en un entorno exuberante y florido que anunciaba ya la proximidad del vecino díscolo. Cargado con mi mochila, por delante algo más de dos kilómetros por una carretera desierta, un puente surcado de baches llenos de agua y con aspecto de haber sido bombardeado alguna que otra vez. El río Ingur corre tranquilo y colorista, menudo en su corriente para un lecho tan grande, un ligero torrente que deja adivinar la dimensión que adquirirá en primavera, cuando las montañas nevadas que se dibujan en el horizonte descarguen el hielo acumulado durante el invierno. Poco tránsito en el débil vínculo que une Georgia con Abjasia, sobre todo mujeres cargadas con grandes bolsas de cuadros, vestidas de negro, mingrelianas que cruzan al país prohibido para regar sus plantas y cuidar sus huertos.



Porque, en el colmo del absurdo, estas mujeres son abjasias, tienen sus casas en Abjasia y sus recuerdos al otro lado del puente. Pero, al tiempo, son georgianas, y como tales fueron expulsadas tras la última guerra de 2008. Son los principales perjudicados por sus propios hermanos de sangre, los paramilitares georgianos venidos del interior de Georgia que, en venganza por la derrota sufrida a manos del ejército ruso, se infiltraban en la región de Gali, hacia donde me dirijo, para sabotear la vida de los campesinos abjasios. Como venganza y punto final, el ejército ruso se ha enseñoreado de la zona, ha levantado una frontera de juguete con soldados disfrazados de ‘fuerzas de paz’ y los abjasios han expulsado a todos los que no son de los suyos. Y estas campesinas de negro, por lo que parece, no lo son, así que malviven en el lado georgiano en barracones o casas de familiares mientras las suyas permanecen vacías y la hierba crece alocada en sus jardines. O los cerdos pisotean las ruinas.



El soldado de la frontera mira la carta en ruso que me han enviado por correo electrónico, anota cuidadosamente mis datos en una libreta a punto de desintegración y me suelta una parrafada en ruso. Contesto ‘Da’, sin tener ni idea de lo que me ha dicho, y me monto en un autobús del cretácico anterior que me lleve a la capital, Sujumi. La región de Gali está completamente devastada. Las viviendas rurales, con sus elegantes frontales que mezclan el estilo ruso de pequeñas dachas con elementos orientales (esas vigas que parecen lata forjada), alimentadas por amplios huertos delanteros, parecen vacías en su mayoría. Tan sólo de cuando en cuando aparecen por la carretera algunos grupitos de mujeres, siempre de negro, y en alguna villa se esfuerza un campesino con una azada. El resto es la nada: mansiones vacías, algunas de ellas desfondadas, fachadas surcadas por hileras de disparos, marcos desencajados, villas quemadas. La misma Gali, una ciudad con aspecto de ciudad, está desierta, la poca actividad se concentra en la parada de taxi. Los locales comerciales están ennegrecidos por incendios de años atrás, los bloques de apartamentos superponen el dudoso gusto soviético por la arquitectura funcional con las cicatrices de la guerra, la imagen general es la del día después de una catástrofe. Pero sin el histerismo del día después de la guerra porque la guerra ocurrió hace ya más de dos años.

Abjasia no siempre fue así, claro, aunque en los últimos siglos ha tenido más tiempo de pesadilla que de sueño. Ya en el siglo XIX el vecino ruso, en plena expansión imperial, convirtió la región en una principado incluido en sus fronteras. Eran tiempos gloriosos para los rusos, tiempos en los que Pushkin ensalzaba la conquista del Cáucaso, última frontera para los suyos, o Lermontov escribía su clásico ‘Un héroe de nuestro tiempo’, novelas y poemas que extendieron entre sus compatriotas la misma fiebre aventurera y colonialista que sus sempiternos enemigos, los norteamericanos, sentían mientras conquistaban los territorios de los arapahoes o de los apaches y Jack London cantaba al aventurero que vivía entre lobos.

Los abjasios, un pueblo caucásico emparentado con los circasianos que vivían al otro lado de las montañas, y tal vez influenciado por las luchas que éstos mantenían con los enviados del zar, no se sentían cómodos bajo el poder señorial y coqueteaban con la otra gran potencia de la época en la región: la corte turca del imperio otomano. En un contexto de eterna guerra a las orillas del mar Negro, los rusos consiguieron por fin la conquista total del pueblo circasiano en 1864, una fecha que ha quedado grabada en la historia universal de la infamia porque, en su avance, las fuerzas imperiales expulsaron a cientos de miles de nativos que murieron de hambre, frío y enfermedades en la Anatolia turca. Los circasianos quedaron reducidos a un tercio de su población original, el primer genocidio del siglo XIX que anunciaba, además, la cercanía del siguiente, el del pueblo armenio a manos de los turcos en la misma región de Anatolia. Como guiño cínico de la historia, la ciudad rusa de Sochi, a tiro de piedra de la frontera abjasa, celebrará en 2014 las olimpiadas de invierno, un evento de repercusión internacional que coincide, nada menos, que con el 150 aniversario de aquella matanza genocida. Para más inri, el lugar exacto de los juegos se llama Kasnaya Polyana, justo donde los últimos circasianos fueron aplastados por los ejércitos de cosacos. Los georgianos, siempre tan suspicaces, ven en la guerra de 2008 un primer paso para pacificar una región levantisca como la abjasia ante un evento de tanta envergadura y sus sospechas crecen con cada anuncio que realiza Moscú: el último fue de Putin cuando dijo que consideraría un acierto alquilar el país de opereta para ofrecer más posibilidades a los turistas que visiten Rusia en 2014. Con el vecino siempre manejando los hilos de Abjasia, una vez conquistado el Cáucaso y limpio de tribus contestatarias, Moscú desmantela el principado abjasio y hasta le cambian el nombre: distrito militar de Sujumi.



Ya Sujumi asoma por las ventanillas del autobús: su aspecto se acerca más al de la Toscana italiana, con sus deslumbrantes mansiones escondidas tras jardines desbocados, el mar Negro brillante por el sol, la carretera muy mejorada tras la región de Gali, donde aún son visibles los bombardeos de georgianos y rusos, y un ambiente que se antoja distendido y agradable desde fuera. Nada de francotiradores escondidos ni hordas dispuestas al degüello, como aseguraban en Zugdidi. La ciudad presenta un aspecto muy agradable, con grandes avenidas, frondosos parques y jardines y, sobre todo, un paseo marítimo de aspecto decimonónico y decadente que obliga a la población a mirar continuamente al mar. Un mar por el que se fueron cientos de miles de circasianos y también de abjasios, primos al fin y al cabo, como venganza del zar por su sociedad con el turco. Dicen las crónicas que Sujumi quedó desierta tras las deportaciones y hoy, casi siglo y medio después, la ciudad sigue casi vacía. Guerras, catástrofes y deportaciones han dejado al aspirante a país como un desierto demográfico que da más pena que otra cosa. Tanta avenida sin peatones, tanto jardín sin paseantes, esa balaustrada marítima en la que se apoyan tan sólo algunas parejas de turistas rusos, esa espléndida bahía surcada por tres optimis y moteada de pescadores de caña y bocadillo en fiambrera. Por esas aguas que ahora sirven de cementerio a tres barcos herrumbrosos llegaron los griegos, que imaginaron a Jasón y sus argonautas buscando un vellocinio de oro en el antiquísimo reino de la Cólquida, por ahí llegaron también las trirremes romanas, y los turcos, pasaron las huestes persas y, ahora, los rusos. Y estos últimos no se andaban con chiquitas ni perdonaban traiciones. En 1877, visto que los pocos abjasios no cejaban en sus revueltas ni en su apoyo a los otomanos, los expulsaron a todos, dejaron las ciudades tan vacías como las veía yo ahora y les prohibieron regresar hasta 1907.



Treinta años de exilio durante los que rusos, armenios y griegos se instalaron en Sujumi y la convirtieron en la que yo veía ahora: un puerto cosmopolita, abierto al negocio y tan amante del comercio que no dudó ni un segundo en adoptar el idioma del enemigo, el turco, como lengua franca para expandir sus miras por la ribera de este mar escondido. En el interior, las villas abandonadas de los abjasios fueron ocupadas por georgianos de las regiones limítrofes, sobre todo de la montañosa Svaneti y de la cercana Mingrelia. Esas viudas que cruzaban el puente sobre el río Ingur eran sus herederas directas y seguían acudiendo, a pesar de los engorrosos trámites burocráticos de la frontera, a cuidar las huertas y terrenos de sus tatarabuelos. Los abjasios que no fueron deportados con sus primos los circasianos, mientras tanto, fueron obligados a instalarse en los villorrios más inaccesibles de la región. Debió de ser duro para ellos ver su principado convertido en una ciudad multiétnica donde no podían entrar, sus casas derribadas y construidas residencias hoteleras para la clase alta rusa, Sujumi como lugar de vacaciones, Sujumi repleto de griegos, de armenios, de georgianos.



Aún se adivinan en ciertas casas la grandeur de sus antiguos inquilinos. Una inscripción griega en el marco de una puerta, un balcón con reminiscencias mediterráneas, la frondosidad del jardín delantero de una mansión que ya no existe. Las manzanas cercanas al mar rebosan de exotismo histórico. Y también de belleza arquitectónica y de buenas vistas. Bajo esos espléndidos balcones desfilaron en 1917 los mencheviques georgianos, primeros amos del territorio tras la revolución de Octubre, y bajo esas orquídeas y gladiolos se sucedieron las luchas intestinas que los enfrentaron a los bolcheviques hasta cederles el poder absoluto. ¡Todo el poder para los soviets! Bajo esos mismos gladiolos paseó un enfermo Trotsky, jugó Laurentius Beria y bebió vino Stalin. Demasiado bello para dejarlo en manos de sus nativos, un pueblo bárbaro y sin el refinamiento necesario para el imperio.








Abjasia comienza entonces su deambular por la historia de las naciones sin saber muy bien qué lugar le correspondía. Primero independiente bajo los bolcheviques, más tarde integrada en la federación soviética para, finalmente, y gracias al georgiano Stalin, bajar de categoría para ser una república autónoma dentro de Georgia. De su primer líder, Nestor Lakoba, un antiguo bandido que llegó a presidente gracias a su amistad con el georgiano de hierro, sólo queda la avenida principal, donde se encuentra el ministerio de asuntos exteriores que tendrá que sellarme el visado necesario para salir del país. Lakoba fue un tipo peculiar que controló Abjasia durante quince años hasta que cayó en desgracia y sufrió la más fulgurante bajada a los infiernos. Cuentan las crónicas que su lengua larga lo enemistó con su paisano Beria, el jefe de la NKVD, la predecesora del KGB, y que su relación fue tormentosa y fría durante muchos años. Hasta que el mingreliano decidió cortar por lo sano: lo invitó a Tbilisi, la capital de Georgia, para hacer las paces, invitarle a la ópera y ofrecerle una encantadora velada. Sólo que Lakoba nunca llegó al espectáculo porque fue envenenado durante la cena y no llegó vivo ni a la medianoche. Tras ofrecer las condolencias, el cruel Beria ordenó detener a toda su familia, no olvidemos: la del presidente de la república, y torturar a su esposa para obtener información sobre la supuesta venta de Abjasia a los turcos. Como le ocurrió a los Romanov veinte años atrás, de la familia de Lakoba no quedó nadie, ni su hijo de 14 años al que Beria, en una muestra más de su refinadas dotes sádicas, mantuvo encerrado en un campo de trabajo hasta los 18 años, cuando ordenó fusilarlo por ser hijo de un enemigo del pueblo. El muchacho murió recordando al tío Laurentius, que de pequeño le sepultaba en regalos.


En Sujumi se celebra el campeonato mundial de dominó y las delegaciones de varios países se pasean por la ciudad. Han acudido representantes de Venezuela, Nicaragua y Rusia, únicos países en reconocer la independencia de Abjasia, pero también hay dominicanos, estadounidenses, puertorriqueños y uzbekos, y otras nacionalidades tan dudosas como la abjasia: osetios del sur, transnistrios, kabaraghies… La importante presencia de hispanos ha obligado al ministerio de asuntos exteriores a tirar de google translator para traducir algunos carteles que enseñorean las avenidas con la presencia grave, circunspecta, yo diría que incluso un poco macarra, de su presidente, Zolotiskovich Ankvab




El evento tiene una importancia crucial para este país desconocido en occidente: un campeonato mundial, aunque sea de dominó, norteamericanos a los que llaman atletas, incluso hay una periodista que escribe en La Vanguardia y envía imágenes a la venezolana Telesur… En el paseo marítimo las diferentes delegaciones pasan las horas bajo un gran tilo jugando al dominó. Rafael Vega es un utrerano que vigila las mesas como árbitro en jefe del mundial. Nunca ha visto algo igual, me dice, le tratan a cuerpo de rey, no puede comer más y ha conocido a todo el que es alguien en Abjasia, desde el alcalde de Sujumi al mismísimo presidente Ankvab, pasando por ministros, secretarios y demás cuerpo oficial. Un cuerpo oficial muy amplio para un país con poco más de doscientos mil habitantes…



Según el censo, Abjasia tiene una población de 215.000 vecinos, menos de la mitad de los que tenía a finales de la década de los ochenta, cuando colapsó la Unión Soviética. Desde la muerte de Lakoba, la georgianización de la región había tomado ribetes dramáticos. Los oficiales étnicamente abjasios fueron destituidos y asesinados, en una renacimiento de los métodos del zar en el siglo anterior. Los mingrelianos y svans llegan por millares y, finalmente, los originales habitantes del lugar vuelven a quedar en una horrorosa minoría: el 18%. Por si fuera poco, el régimen soviético prohíbe la enseñanza de su idioma, cambian su alfabeto al georgiano (un alfabeto peculiar que se asemeja a una lucha de espaguetis) y los historiadores soviéticos reescriben su historia: el primer abjasio llegó a la comarca en una fecha tan reciente como el siglo XVII. Un elemento que les resta credibilidad en su reivindicación como originarios de la tierra de sus antepasados y que es una constante en todo el Cáucaso, donde se reescribe la historia del enemigo continuamente. Los abjasios tienen un perfil un tanto particular...


Stalin estaba enamorado de Abjasia. No es de extrañar viendo su ciudad de origen, Gori, a un par de horas de Tbilisi, en un gris descampado al norte del país, frío y con el único atractivo de una fortaleza a medio caer en una colina en el centro de la ciudad. Todo parece incómodo en Gori, la noche que cae con demasiada fuerza en una población sin apenas farolas, el frío que se mete por las rendijas de las ventanas, y más en los tiempos en los que nació el Padrecito de los soviéticos, hijo de un zapatero remendón y de una pía devota ortodoxa. O tal vez hijo de un cura, como se rumorea por las páginas más indiscretas de la historia. Lo cierto es que Stalin, ya no tan joven, pasó la mitad de sus últimos años en sus dachas abjasas, devorando libros con su memoria fotográfica, planeando purgas y hasta la eliminación del pueblo judío. Y gracias a su pasión por Abjasia, la región experimentó un auge en infraestructuras. Carreteras, por favor, para que la caravana de Stalin pueda correr a gusto. Ferrocarril, rápido, que viene el líder supremo en su vagón blindado. Canalizaciones, vamos, y puertos, corre, y astilleros y hoteles. Y amplias avenidas, y jardines con espacio para las estatuas del caudillo.



Cuando murió Stalin, corría el año 1953, Abjasia era un buen lugar donde vivir. Con sus infraestructuras desarrolladas, clima subtropical y a orillas del mar, ¿quién no querría tener una mansión frente a la playa? ¡Como el mismo Líder! En Rusia la belleza de la región era ya legendaria y miles de rusos piensan en Sujumi como el lugar ideal para radicarse. Y los armenios, también. Y más georgianos. ¿Pero qué ocurre mientras tanto con los abjasios, reducidos a invitados pobres en su propia casa? Pues que a base de protestar, y gracias a que Krushev ya había pedido perdón por los excesos de Iosif Vissarianovich, obtienen una discriminación positiva de la que han adolecido por décadas. Abren su propia universidad, tienen un canal de televisión en su lengua, la cultura abjasa experimenta un renacer que, cosas de la vida, molesta a los miles de georgianos que han hecho de la región su hogar durante el último siglo. Las fricciones se hacen diarias, los georgianos acusan a los abjasios de querer romper la unidad nacional, los abjasios responden que cuál unidad nacional si ellos no quieren ser georgianos. A finales del régimen soviético los enfrentamientos son ya casi diarios: los equipos de futbol quieren ser étnicamente puros, los actores del teatro georgiano no quieren compañeros de reparto abjasios, los alumnos abjasios de la universidad no quieren georgianos en las clases. El lío es total y las tortas aún se escuchan desde el paseo marítimo si ponemos atención porque sus ecos rebotan todavía por las paredes de los cientos de villas señoriales que amenazan ruina tras décadas sin nadie que abra sus puertas.



Y aún está por llegar el máximo delirio: en 1990, el soviet supremo de Abjasia, el gobierno de la zona, declara su secesión de Georgia y su adscripción a Rusia. Desde Tbilisi responden con otra declaración de independencia: ya no pertenecen a la Unión Soviética y reclaman la vuelta de Abjasia. La tensión es tan alta que los abjasios han olvidado los siglos de represión rusa y anhelan olvidar ahora a los georgianos, que son casi mayoría en su región. El último acto de esta tragedia subtropical ocurre en el parlamento de Sujumi, donde los abjasios pretenden tener la mayoría de diputados y donde rechazan también la alternancia étnica que les solicitan los georgianos. El 14 de agosto de 1992 la Guardia Nacional georgiana avanza hacia Sujumi con la excusa de liberar a unos oficiales retenidos, supuestamente, en la región fronteriza de Gali, precisamente la comarca que tuve que cruzar para llegar a la capital. Los militares georgianos, una vez en Gali, toman el mismo camino que yo, a Sujumi, y no avanzan sonrientes, precisamente. En su camino destruyen lo que les parece y su presencia no despierta ni simpatías ni tranquilidad. Al llegar a la capital se asemejan a un enjambre enfurecido, arrasan los edificios públicos que encuentran a su paso y declaran disuelto el parlamento. Encabezados por un psicópata llamado Kitorani, los soldados se divierten saqueando viviendas y aplastando el ego de los abjasios. Tan crueles llegaban a ser que los mismos georgianos intercedían por sus vecinos, sin mucho éxito, y se negaban a participar de las razzias de sus compatriotas. Mientras tanto, y en el interior del país, milicias de abjasios apoyados por rusos y armenios, y hasta circasianos y chechenos como Basayev llegados de las montañas, formaron la resistencia aspirando a una confederación de pueblos de las montañas…



De aquella época guardan recuerdos las fachadas de las viviendas nobles, habitadas entonces por georgianos con dinero y pasto hoy de los matorrales, y el parlamento, una carcasa muerta que se eleva majestuosa sobre los cielos de la ciudad sin nada más que destrucción y hollín en su interior. El 22 de octubre el ejército georgiano alcanzaba su máximo grado de iniquidad: una unidad de hombres vestidos de negro quemó el Archivo Nacional para borrar todo el pasado de la nación abjasa. Los vecinos del edificio salieron para apagar el fuego pero los soldados, vestidos a la usanza paramilitar, volvieron para disparar a los improvisados bomberos. El pasado abjaso, el oficial al menos, quedó reducido a cenizas y sólo unos libros salvados in extremis por un historiador griego pueden decir que Sujumi tiene historia. Por si fuera poco, mientras los soldados georgianos se lanzaban al clásico pillaje y violación de las jóvenes, el comandante Giorgy Karkavashvili hace acto de presencia en la televisión para decir que eliminará al 97% de la población abjasia si se volvían a repetir actos de resistencia. ¿Por qué el 97%? ¡Sabe Dios! El vodka corría por la soldadesca como el turbulenta agua de las montañas por los impetuosos arroyos de la región de Gali.



Los georgianos resistieron un año, embriagados en sus saqueos y malos tratos, el parlamento sometido a su poder y las calles domesticadas gracias al terror. El peligro, sin embargo, estaba fuera. O dentro, según se considere. Porque las revueltas comienzan ahora en el interior de Georgia, en los últimos coletazos del régimen soviético y las primeras luchas por el poder de la nueva república. Los contendientes firman un alto el fuego que permita recuperar fuerzas pero en septiembre de 1993 los nativos rompen el acuerdo y se lanzan a una lucha feroz contra un invasor que no se considera tal. En Sujumi montan una ofensiva tan brutal que bombardean su propio parlamento con tal de expulsar a esos políticos que no los representan.


Los muertos vuelven entonces a decorar las avenidas y darle su singular fama. Los mercenarios montañeses se toman ahora la revancha y saquean todo lo que aún no ha sido saqueado. Los vecinos georgianos son los nuevos afectados: sus mujeres son ahora las violadas, sus casas las desvalijadas, sus jóvenes los asesinados. Y para evitarlo, huyen en masa: 230.000 refugiados cruzan las montañas nevadas en pleno mes de octubre dejando tras de sí un reguero de cadáveres y pertenencias que revivió las peores imágenes del estalinismo.






























Ante el parlamento permanece muy derecho un pedestal sin estatua. Claro que con tanta destrucción es difícil caer en la cuenta de que un pedestal no tiene estatua. Cualquiera puede entrar en el antiguo edificio oficial, sorprenderse ante los ascensores aplastados en sus cubículos, subir las escaleras que en su momento acogieron carreras de última hora de funcionarios apresurados. Las oficinas están llenas de desechos, alguien ha cagado en aquella esquina, en aquella otra han bebido vodka hasta altas horas de la madrugada, una pareja ha profanado el salón de reuniones. En las elegantes escalinatas de los edificios anexos, alejados de la estética soviética que presenta el bloque principal, aguantan estoicas barandas de mármol neoclásicas hasta arriba de basura, suelos que no existen sirven ahora de herbolarios de interior. De los techos, todos con amenaza de derrumbe, caen hilillos de agua de tuberías que nadie ha podido arrancar. Dieciocho años después de la toma del parlamento abjaso nadie ha sido capaz de intentar, al menos, recuperar alguna parte de la estructura.























































En los elegantes jardines frontales pastan unas vacas despistadas y en los edificios vecinos las ráfagas de metralleta decoran unas fachadas en las que ondea ropa puesta a tender. Las calles siguen vacías, de cuando en cuando un vehículo de alta gama recorre la carretera a toda velocidad. Recuerdo entonces la noche anterior, un BMW derrapando estrepitoso por la avenida Lakoba hasta estamparse contra un árbol. De su interior, un joven con gafas oscuras (y cristales tintados: ¿cómo veía ese chiquillo?: recordemos, es la noche y apenas hay iluminación). Los balcones muestran la huella de la vida tras la tormenta: unas sábanas puestas al sol, una pared remendada, una terraza ampliada a base de horribles alargamientos.






En un descampado juegan unos niños. No hay mucha vida en Abjasia y sí futuro porque en esta ciudad de trescientos mil habitantes hoy no pasan de cuarenta mil y los rusos vuelven a colocarla en el mapa después de tantas décadas de guerras y deportaciones. En el puerto deportivo, medio carbonizado, ondea orgullosa la bandera abjasia, blanca y verde, con un rectángulo rojo que presenta las siete provincias abjasias y una mano blanca en son de paz. En sus bajos, entre las muestras de metralla, se ofrecen cursos de vela, un catamarán cruza cerca de la orilla, de un restaurante sale un grupo de rusos con una copa de más. La normalidad trata de reinstalarse en un territorio hostil.



El último enfrentamiento ocurrió en 2008 y tuvo un efecto vergonzoso para el gobierno georgiano. Si bien las guerras de la década de los noventa no dejaron nada claro más allá de que Abjasia era una región rebelde y levantisca, la última intervención militar forzó la respuesta rusa y la pérdida, puede que ya sí definitiva, de esta bella comarca. Dicen que el presidente georgiano, Mijail Saakashvili, se sintió poderoso con el apoyo de su amigo Georges Bush, que incluso llegó a visitarlo a Tbilisi para agradecerle su presencia en Irak: Georgia es el país que, en proporción, ha enviado más soldados a la guerra del Bush junior. Su insistencia en formar parte de la OTAN es tan llamativa como molesta para los rusos, y su aspiración a formar parte de la Europa tradicional les ha jugado la mala pasada de considerarse respaldado en sus acciones interiores. De nada le sirvió bautizar la avenida que conduce del aeropuerto de Tbilisi a la ciudad con el exótico nombre de George W. Bush, o de nombrar a la principal plaza de la capital, escenario del discurso del mandatario norteamericano, con el pretencioso Freedom Square. En su enfrentamiento con los abjasios el ejército georgiano fue aplastado por los militares rusos, y por si fuera poco también les arrebataron, y puede que también para siempre, la región de Osetia del Sur, la vecina del Gori que viera nacer al despiadado Stalin. Y nadie movió un dedo, ni la anhelada OTAN ni su pretendido amigo Bush. Rusia sigue siendo mucho Rusia, y más en su patio trasero… los muertos siguen presentes, unidos ya los de los noventa con los de los dos mil y este señor, con varias copas de vodka en lo alto, se empeña en enseñarme la tumba de su hermano... 




Como último acto del drama, escuadrones de paramilitares se infiltraron en la región de Gali para quemar las granjas y las cosechas de los odiados independentistas. En el final de este libreto, veinte mil campesinos mingrelianos, vecinos pacíficos de los tan odiados abjasios, fueron expulsados de sus terrenos. Algunos son los que hoy atraviesan a diario ese puente cochambroso sobre el río Inguri, para ver si ha florecido el limonero, si los albaricoques están sabrosos, si se terminó de hundir el granero por falta de arreglos. En su camino, hablan con sus antiguos vecinos, se saludan serios, preguntan por sus familiares.



El camino está jalonado por tumbas enormes que parecen zaguanes de mansiones decimonónicas, con estatuas de cuerpo entero, flores, muchas flores, mármol negro y brillante, fotos de hombres vestidos de uniforme. A los pies del río un cartel recuerda donde estamos. El río Inguri, la frontera entre Georgia y Abjasia, un lugar de los denominados calientes. El cartel,  por supuesto, da fe de ello: agujereado y cochambroso, ametrallado sin piedad.



©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

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