sábado, 8 de marzo de 2014

Viaje a Stutthof: el primer campo de exterminio nazi fuera de Alemania (I)



A orillas del Báltico, en un lugar remoto y rodeado de hostilidad invernal, se levanta el primer campo de concentración que los nazis abrieron fuera de Alemania. Stutthof. Llueve y se respira un ambiente gris, una llovizna que penetra los huesos para brotar nuevamente al exterior por los lagrimales. Llueve fuera como preludio de que también lloverá en mi interior. Los polacos no podían ni imaginar que en su hermoso bosque de hayas y abedules habrían de resonar gritos desgarradores, que el intenso aroma a las agujas de pino se entremezclaría con el hedor de la carne quemada, que el infierno se helaría en otoño. Y mucho menos que esa aldea apacible y lejana, Stutthof, sería tan sólo el principio de un horror que luego completarían nombres míticos en la historia de la indignidad: Austchwitz, Treblinka, Buchenwald, Mauthausen, Dachau... y así hasta treinta y tres campos de la muerte que salpican todavía hoy Polonia. Pero todo empezó aquí, en este desabrido campo levantado sobre este hermoso bosque.

Stutthof por Hachero

Stutthof por Hachero

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Los prisioneros de Stutthof se asoman tétricos a las paredes para observarte y que los observes y que recuerdes que ellos son las cenizas de la cámara crematoria
Hoy Stutthof es una aldea polaca, apacible, como decía, gris en el noviembre invernal en el que me asomo a sus desiertas calles. Pero décadas atrás los nazis la convirtieron en un enclave alemán, con vecinos alemanes y espíritu alemán. A la afueras de sus coquetas casas, y otras no tanto, se erige el ahora museo, el del campo de exterminio, un desolador recinto donde se conserva lo que se ha podido conservar, una aguja en la conciencia para la que no hay que pagar ticket, porque es gratis, ni puedes salir sin enterarte de qué has visto porque el portero te regala un libro escrito por Tadeusz Skutnik  donde se relata un amplio catálogo de crueldades. Además llovizna, hace un frío glacial y el día es gris, lo que ayuda a imaginarse ahí tumbado, sobre la hierba húmeda, medio desnudo, rodeado de soldados que descargan de cuando en cuando sus culatas sobre tu cuerpo entumecido, sin ira ni rabia, simplemente por entrar en calor.

Stutthof por Hachero
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Una de las primeras medidas del partido nazi al llegar al poder en Alemania fue el decreto de emergencia de 28 de febrero de 1933, que suspendía los derechos fundamentales y abría paso a los campos de concentración, pensados sobre todo para la represión de enemigos políticos. Al principio se abrieron los de Alemania tras el estallido de la guerra, el primero el de Dachau en marzo de 1933, pero luego otros más para el internamiento, la explotación y destrucción de los pueblos conquistados en la guerra. Y la guerra comenzó no lejos de aquí, en Gdansk, la antigua Danzig de los alemanes, un objetivo que Hitler había señalado meses atrás: 'nuestra prioridad', dijo el Führer, 'es la destrucción de Polonia, no mostréis piedad, la ley siempre está del lado del más fuerte...'.
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A mediados de agosto de 1939 una docena de prisioneros traídos por las SS de la prisión de Gdansk, situada a unos 30 kilómetros de aquí, desbrozó una extensa superficie en la remota Stutthof, en una lengua de tierra que se interna en el mar, un hermoso lugar de colores apagados, de amarillos, ocres, de suelos tapizados con hojas caídas. Ahí levantaron casetas, comandados por el que luego habría de ser el comandante de las SS Kurt Eimann. Tenían una orden: 'solucionar la cuestión polaca de la región'. El lugar, eso sí, no se eligió por su hermosura sino porque estaba bien comunicado y al tiempo resultaba tan lejos de cualquier lugar amigable que los prisioneros no podían pensar en escapar. Un sitio en estado de humedad permanente, rodeados de musgo y densos bosques, colinas y atolladeros y un pueblo habitado por vecinos hostiles.

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Ante la puerta del recinto, sobre la que se levanta la primera torreta de vigilancia, uno siente ya el mal rollo y el espíritu de los miles de desgraciados que pulularon por aquí en una cruel degradación del ser humano que terminó en la muerte de la mayoría de ellos. Al menos ciento diez mil personas cruzaron esta misma puerta, al menos sesenta y cinco mil de ellos salieron por la chimenea que se adivina al fondo, entre las brumas y la llovizna.

Stutthof por Hachero
Los zapatos de los prisioneros saludan al visitante tras una gran urna de cristal
La noche del 31 de julio al 1 de agosto, y siguiendo el guión de una lista, la policía alemana detuvo a 1.500 personas en Gdansk, sobre todo sujetos relevantes de la escena política polaca. Buena parte de ellos inauguraron unas instalaciones que, según consta en los archivos del campo, habían costado 299.459 marcos. Durante cinco años, ocho meses y ocho días funcionó a toda pastilla el primer campo de concentración levantado fuera de Alemania, y el último también en cerrarse. Sus primeras 4 hectáreas crecieron hasta las 120, y de los primeros 200 prisioneros se terminó en 110.000.

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En un principio sirvió como campo de prisioneros, más tarde de trabajo, y el que decidía los niveles de los campos, el Reichsführer SS Heinrich Himmler se estuvo negando a darle otra categoría hasta que lo visitó, el 23 de noviembre de 1941, cuando se llevó una grata sorpresa y decidió que sí, que estaba listo para servir como campo de concentración y para lo que hiciera falta. Así que desde enero de 1942 alcanzó el estatus oficial de lo que llevaba años haciendo, y el pequeño campete que albergaba no más de 3.000 prisioneros entró en una espiral de horror.

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Una espiral tan grande que por mucho que uno intente ponerse en el pellejo de los prisioneros resulta imposible intuir el sufrimiento. El recibimiento era sencillamente brutal. Un miembro de las SS informaba de que 'de ahora en adelante ya no eres una persona sino un número, tus derechos se han quedado fuera de la puerta, si no estás de acuerdo te irás por esa chimenea...' (según el preso Zbigniew Racczkiewicz en el libro 'Stutthof, historic guide', de Tadeusz Skutnik). Luego los agrupaban en el descampado, donde podían permanecer más de un día, más tarde la inspección de los orificios, la asignación del número, pijama de rayas y al barracón de cuarentena. Para que el visitante se vaya metiendo en asunto, miles de zapatos putrefactos le saludan en el barracón de bienvenida, amontonados tras una gran urna, testigos mudos del desastre. Llueve fuera y un nutrido grupo de colegiales pasa a toda pastilla rumbo a algún barracón que no puedo ver. Sus risas bajo las capuchas contrastan con los ecos que se adivinan tras los invisibles pies que alguna vez habitaron los zapatos putrefactos de la entrada.

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A Stutthof comenzaron a llegar ingentes cantidades de gentes a finales de 1944 pero desde sus principios se erigió como una tétrica ONU. En uno de los barracones, y débilmente iluminados, como todo el recorrido, se desgranan las nacionalidades. Ingleses, austríacos, belgas y austríacos, checos y franceses, rumanos y serbocroatas, eslovacos, italianos, holandeses... Todos unidos por el frío, el hambre, las enfermedades y la única esperanza de morir pronto. Miles de gitanos de los que no quedan registros, trenes con miles de judíos húngaros, checos y griegos, la policía noruega, que se negó a colaborar con los nazis casi en masa, pescadores finlandeses, criminales alemanes, rusos prisioneros de guerra, ucranianos, bielorrusos, los gobernantes de Lituania y Letonia (albergados en el barracón de 'prisioneros honorables'), comunistas daneses.
Stutthof por Hachero
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Y entre ellos, siete españoles. Uno de ellos, con este nombre: José Luis Sánchez, como yo, pero con el segundo apellido Días. Según publicó Interviú, los números 13.313, 13.314 y 13.315 correspondían a españoles, el primero a mi tocayo, José Luis Sánchez, los otros dos los de Pedro Cervantes Sánchez y Antonio Ibáñez Panandes. No eran los únicos. Según el reportaje de Danil Albín para Interviú, Juan Alfonso Ferrer y Antonio Malpartida Verdaguer, españoles también, fueron internados por 'ausencia injustificada de su lugar de trabajo', una falta intolerable para esos obsesos que colocaron el famoso 'El trabajo os hará libres' en campos como Austchwitz o Dachau. También Joaquín Sánchez Escribano, un ebanista de Albacete que provenía del campo de Dachau, estuvo en este infame campo.
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Del último español que se tiene constancia, y del que sí se sabe su destino, es de Domingo Eskurra, un catalán de Tarragona que tenía su ficha 15.797 y que murió el 11 de octubre de 1942, casualmente un día antes de que naciera mi padre. Los españoles desaparecieron para no volver a saber nada de ellos, si sobrevivieron o murieron, tan sólo que eran cerrajeros y católicos. Para saber algo más de ellos, el proyecto Todos los Nombres mantiene vivos sus recuerdos en esta página: http://www.todoslosnombres.org/php/verArchivo.php?id=5273

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