domingo, 12 de enero de 2014

Viaje a la India: en la ciudad abandonada de Fatehpur Sikri, donde confluyen todas las religiones


 Nigam quiere enseñarme algo: ‘el lugar donde confluyen todas las religiones’, me dice, y subo al coche algo extrañado. ‘El lugar donde confluyen todas las religiones’, pienso mientras intuyo un nuevo sablazo. A poco más de treinta kilómetros de Agra, la mugrienta ciudad donde se levanta el Taj Mahal, se encuentra Fatehpur Sikri, una incalificable mezcla de castillos y templos tan abandonada como impoluta. Nigam me sorprende, después de pasearme por las orillas del río más sucio que recuerdo haber visto, el Yamuna, una densa corriente de aguas negras que arrastra por Agra más vergüenza que líquido. Sin embargo, en Fatehpur Sikri todo parece distinto.
Para empezar, está abandonada desde 1585, diecisiete años después de que el emperador del momento, el mogol gran Akbar, deslomara a miles de albañiles y devanara los sesos de decenas de arquitectos, pintores y escultores para levantar esta impresionante ciudad. Para seguir, a pesar del abandono, el lugar está de lo más concurrido, hay gentes que pasean, santones sentados a la sombra recitando versos, niños que juegan alegres bajo la atenta mirada de sus padres, el suelo está tan limpio que ni polvo recojo en las suelas de los zapatos. Para terminar, todo, absolutamente todo, impresiona por sus dimensiones. El arte mogol se sustancia en Fatehpur hasta sublimarlo y parece un muestrario de la sabiduría de este imperio tan particular.

Tal vez la fascinación nazca en la puerta principal, llamada Buland Darwaza, un mastodóntico tocho de cincuenta y cuatro metros de altura que el emperador Yalaluddin Mohammed Akbar levantó en conmemoración de la batalla de Gujarat, con la que unificaba su enorme imperio. Subir la escalinata cuesta pero el sudor no impide valorar en su justa medida el trabajito que se dieron los arquitectos de cinco siglos atrás y los pobres albañiles que juntaron ladrillo tras ladrillo. Pero una vez superada la prueba de los escalones hay un premio mayor: el inmenso patio rodeado en su perímetro por una impresionante arcada que da acceso a distintos edificios. Entre ellos, el de la gran mezquita, de la que dicen fue la mayor de la India.
Además, el primer español que pisó este complejo fue un catalán de Vic, Antoni de Montserrat, un cura que ejercía en la cercana colonia portuguesa de Goa, a orillas del Índico, y que se pasó un año en esta ciudad cuando apenas comenzaba a ser ciudad. Dicen las crónicas que apenas diecisiete años después de comenzadas las obras, y cuando ya se había convertido en la capital del imperio Mogol, el propio emperador y su corte la abandonó por una carestía brutal de agua y porque un gran lago cercano comenzó a secarse. Del lago no queda ni sombra pero la ciudad, en cambio, permanece incólume, altiva, impresionante en su ladrillo rojo, un extraño monumento a la Sed y al pueblo Mogol. La bonita localidad de Sikri hoy es un secarral donde apenas crecen hierbajos y matorrales pero en la que surge, impactante e impresionante, Fatehpur Sikri, la ciudad amurallada que apenas nadie habitó.

El gran emperador Akbar tenía un problema: sus mujeres no le daban hijos y eso en un emperador mogol era un drama de lo más serio. Pero alguien le habló de un santón ensimismado y carismático que vivía en una cueva en un entorno no lejos de la capital, Agra. El todopoderoso Akbar se armó de paciencia y decidió visitarlo. Su nombre era Sheik Salim Chishti, resultó ser un santo varón dedicado al sufismo y le dijo que ‘No uno sino tres hijos tendrás’. El poderoso Akbar volvió a su palacio en Agra y en poco más de tres años tuvo tres hijos, lo que le granjeó una simpatía sin límites al barbudo derviche. Akbar no sólo era poderoso y un gran estratega sino un agudo gobernante que derrochaba tanto ingenio como poder. Para empezar, fue un soberano recto y estricto: persiguió la corrupción en un país que es el imperio de lo Corrupto (con permiso de España), examinaba personalmente las cuentas de sus dominios para encontrar desfalcos y hasta solía pasear de incógnito por las calles para conocer de primera mano las necesidades de su pueblo (y oír que se decía de él, por otra parte…). Capaz de los castigos más duros y de las recompensas más generosas, la adoración de Akbar al santón sufí tomó forma: forma de ciudad y como prueba de agradecimiento desmanteló su corte en Agra y se trasladó al bonito enclave donde vivía Sheik Salim.
Eligió, como dije, Sikri, por lo bello de su entorno, por su estupendo lago y lo frondoso de su floresta. Y por el santón, claro. Akbar eligió el nombre de Fatehpur porque significaba Victoria y es que eso es lo que debía ser, un homenaje a su batalla de Gujarat y a la paz que había traído a la India en general. Comenzó entonces una mezquita y un gran palacio, y los nobles, en un acto de peloteo que traspasa épocas, le siguieron y construyeron muy cerca sus palacios y moradas. En el interior de Fatehpur por cierto, reposa el santón sufí, Sheik Salim, una tumba en mármol blanco con celosías y enrejados, un féretro cubierto con una bandera verde, la del islam, y a la que se acercan devotos que se acarician suavemente el rostro mientras recitan suras y hafices en memoria del profeta. En el suelo se mece un joven, más allá una pareja se acerca con recogimiento, el lugar está tan vivo, me digo, que ya quisieran estar muchas ciudades tan animadas como este complejo abandonado y muerto.

Antoni de Montserrat y los dos jesuitas europeos en la corte del rey Akbar: http://www.mundohistoria.org/blog/articulos_web/akbar-la-piedra-angular-del-hindostan
‘El lugar donde confluyen todas las religiones’, recuerdo que me dijo Nigam. Le pregunto al risueño chófer que me tortura desde hace dos días. ‘Sí señor’, me dice, ‘el gran Akbar quiso unificar aquí todas las religiones para hacer una sola’. Se dice que Akbar llegó a estar tan obsesionado con las religiones que se marcó el objetivo de unificarlas todas y para ellos tomó cuatro esposas de las cuatro religiones principales, y dicen también que su preferida fue María, una portuguesa de Goa. En estos templos y en estas paredes confluían sabios venidos de todo el mundo conocido por el imperio mogol para tratar de encontrar un punto en común, discutir sobre los dogmas, enriquecer los conocimientos y los discursos, y entre todos ellos llegó el que faltaba: Antoni de Montserrat, un cura catalán que ejercía en la colonia portuguesa de Goa, a orillas del Océano Índico. Akbar envió una embajada a Goa para solicitar la presencia de algunos sabios cristianos que le enseñaran cristianismo. A principios de 1580 Montserrat hizo acto de presencia acompañado de dos jesuitas, un italiano y un portugués, con el firme objetivo de convertir al emperador a la fe de Nuestro Señor Jesucristo (del que dicen por cierto que su tumba está algo más al norte: pincha aquí).
Sin embargo, el emperador era un dechado de sabiduría y aprendía tan rápido que debatía con argumentos de peso las enseñanzas de los europeos, que no entendían que aquel fenómeno de la naturaleza no quería creer en nada sino saberlo todo de todos. Y todo eso, dicen, siendo analfabeto porque Yalaluddin era tan amante de las letras y de las artes como ignorante de los estudios. Aún así, Antoni y los suyos estuvieron un año erre que te erre y pego las orejas a los muros por si quedara algún eco de aquellas apasionantes conversaciones ocurridas cinco siglos atrás. Pues no, no queda mucho, sólo los escritos del catalán, que llegó a ser el tutor de Murat, uno de los hijos del emperador, a quien acompañó en sus campañas en Afganistán, la tierra de los antepasados de Akbar, una campaña de la que dejó las primeras impresiones del Himalaya, Tibet y Cachemira desde los tiempos de Marco Polo. De vuelta a Goa, el sacerdote catalán recibió la orden de Felipe II de presentar embajada en Etiopía y Montserrat nos deja en sus notas de viaje el sabor de una bebida desconocida en Europa: el café, que fue el primer español en probar.
Así pues que algo de cierto había en esa enigmática frase: ‘Aquí confluyen todas las religiones’. Lo único cierto es que la ciudad sigue ahí, magnífica, abandonada e impoluta, y que la razón más extendida para su abandono tan pronto y drástico puede ser una pertinaz sequía que acabó con el laguito cercano y con los recursos hídricos de la región. Mucha agua debía de hacer falta para mantener no sólo uno de los más hermosos ejemplos de arquitectura mogol sino la cohorte de pelotas que seguía al emperador por todas partes. Ahí quedan para la posteridad las rejerías y celosías de mármoles, las cúpulas bulbiformes que caracterizan a los mogoles, y a sus parientes los persas, los tejados a cuatro vertientes, las estupendas columnas rícamente ornadas, los arcos polilobulados…

Referencias:




Viaje a Macedonia: con los gitanos de los Balcanes


A las afueras de Kumanovo, en el norte de Macedonia, un muchacho gitano me llama divertido: ven, parece decir. Me lleva por una suerte de laberinto entre paredes endebles y ropa tendida, casuchas que tiene mucho de precario y que parecen levantadas a base de remiendos. Esa tiene una reja por puerta y otra por techo, de aquella sale un gato como alma que lleva el diablo y en aquella ventana una abuela con henna en el pelo me mira mientras mueve su mandíbula. El muchacho no quiere nada en concreto, tan sólo pasear al extranjero por su barrio, sus amigos pronto salen al encuentro, quieren fotos, me tocan, me miran, me escudriñan y yo los miro divertido. Son gitanos, los gitanos de los Balcanes que tanto miedo inspira al común de los mortales cuando se los cruzan en el metro, en una calle oscura, en un descampado. Mustafá sale de una oquedad que él llamaría calle y quiere comprar a mi acompañante. Todos reímos la ocurrencia y hasta veo el cielo abierto: ¿cuánto? Más risas, perros ladrando, un niño llora. Vigilo la bolsa de la cámara, colgada de mi espalda, y me avergüenzo al descubrir que tengo el chip de alerta: son gitanos. Claro que me avergüenzo de avergonzarme porque si no fueran gitanos también estaría con el chip alerta. Es mi cámara y no conozco el sitio. Y entre vergüenza y contravergüenza, entre choque de manos y risas, pienso que estos gitanos, los Rom, son un milagro con patas y probablemente unos portentos genéticos porque, recordemos, no hay gobierno ni pueblo que no los haya perseguido con intenciones de exterminio.
Los gitanos de Macedonia, según Eben Friedman, están entre los más integrados de Europa y aunque el 59% de sus paisanos les demuestran cierta aversión, resulta que el porcentaje de odio que los macedonios dicen sentir por albaneses, judíos o turcos es mucho mayor (triste consuelo, vive Dios). Los gitanos, los Rom, de Macedonia están por todas partes, a pesar de no llegar al 3% de la población, dice el censo que son algo más de 53.000 pero las ONGs responden que no, que al menos son el doble y que entre el 80 y el 90% no encontrarán jamás un trabajo estable. Es decir: lo normal entre el pueblo gitano de los Balcanes.
Son almas libres a las que les gusta deambular, no tener horarios ni los formalismos de los payos, son vagabundos por naturaleza y así consta incluso en los libros de historia. unos libros que aseguran que la palabra ‘gitano’ proviene de ‘egiptiano’, porque en el medievo se pensaba que procedían de Egipto, y pienso entonces en gitanas que se apodaban La Faraona, o aquellos que dicen tener ‘sangre de reyes’ en la palma de la mano. Su origen más probable está en el Rajastan y fue un pastor húngaro llamado Istvan Vali el que descubrió el nexo en el siglo XVIII, cuando pasaba un año en la universidad de Leiden, en Holanda, y conoció a tres indios de Malabar. Istvan recopiló un diccionario con unas palabras y cuando regresó a Hungría descubrió que sus vecinos gitanos las entendían: de hecho muchos gitanos siguen quemando las posesiones de los fallecidos, una costumbre bastante extendida en el Rajastan, y alguna que otra vez han coincidido delegaciones de indios de allí con gitanos de aquí para descubrir que se entienden más bien que mal.
¿Cómo habían llegado pues los gitanos tan lejos? Las teorías siguen enredándose según quién las cuente pero los historiadores parecen ponerse de acuerdo en que en algún momento del siglo X un número importante de vecinos del Rajastan salieron de su región rumbo al oeste. Hay quien dice que fue antes, nada menos que cinco siglos, cuando el sha de Persia Bahran Gur ordenó traer a 12.000 músicos zott, que era como se les conocía, pero que su carácter disoluto, de artistas bohemios, les llevó al estado que les caracteriza incluso hoy, el de vagabundos menesterosos que cantan alegres y duermen en cualquier lugar. El caso es que en el lenguaje de los Rom, que es como les gusta denominarse, se puede hacer un seguimiento de su deambular: en el romaní hay muchas palabras persas pero pocas árabes, hay un número significativo de palabras armenias, hay palabras griegas, como Atzinganoi (que significa gitano, por su parecido con una tribu herética, y de la que supuestamente procede ‘zíngaro’) y finalmente turcas, que ya captaron en los Balcanes porque, recordemos, los gitanos, roms o zíngaros son anteriores a la invasión europea del imperio otomano. ‘Enterradme de pie’, de Isabel Fonseca, relata las peripecias de los gitanos de las leyendas y los más prosaicos de hoy en día en un relato que merece mucho la pena leer: pincha aquí. También es interesante, y mucho más de primera mano, la web de la Unión Romaní.
Pero si hay un aspecto desconocido de la historia del pueblo gitano, es el exterminio masivo que sufrieron a manos de los nazis y que ha quedado oculto tras la magnitud del Holocausto judío. La Organización Internacional para la Migración, el equivalente al Centro Simon Wiesenthal que busca criminales de guerra nazis, busca también a los supervivientes de aquel pogromo para compensarlos y calcula que murieron entre un millón y un millón y medio de gitanos durante toda la locura hitleriana, un número muy fluctuante según la fuente pero que oscila entre los doscientos cincuenta mil para los más conservadores hasta ese millón y medio. Entre los argumentos que utilizan los que calculan una cifra mayor está la de los carteles con los que identificaban a muchos ejecutados: parásitos, vagabundos, partisanos..

Es el genocidio gitano, que ellos conocen como Porraimos y que ha quedado en un segundo plano por la fuerza de la Shoah. En los Balcanes prefieren llamarlo Samudaripen y los gitanos rusos le dicen Kali Tras. Palabras, al fin y al cabo, para recordar algo que muchos roms no recuerdan por el poco interés que demuestran por la historia, poesía al fin y al cabo frente a la prosa del comer diario.
Corría el mes de julio de 1926 cuando el gobierno alemán estableció una ley que declaraba ‘la lucha contra los gitanos, los vagabundos y los desocupados’, una norma que prohibía a los gitanos recorrer el país o acampar en banda y que permitía condenar a trabajos forzados a todo gitano que no pudiera demostrar un empleo regular.  En 1933 las autoridades comenzaron a esterilizar a los que caían en sus manos y poco después, cuando llegó el Reich de los nazis, los gitanos siguieron siendo tan ‘sangre extraña’ que en 1936 se abrió una oficina en Munich para luchar contra ‘la plaga gitana’. No fue lo único que abrió Hitler en el 36: en los suburbios de Marzahn, en Berlín, se inauguró el primer campo de concentración para gitanos, conocido como Zigeunerlager. El siguiente se abrió en octubre de 1939 y el tercero en noviembre de 1940, ambos en Austria. Claro que esos eran los campos exclusivos para gente Rom, los campos de concentración al uso también recibían gitanos: concretamente en 1938 se enviaron a mil gitanos alemanes a Buchenwald, Dachau, Sachsenhausen y Lichtenburg. La oleada siguió con envíos masivos de gitanos a Mauthausen, Ravensbrück, Dachau y Buchenwald. Todos portaban un triángulo negro, en lugar de la famosa estrella amarilla de los judíos, o en su defecto una letra F.
En 1938 se publicó ‘La solución final de la cuestión gitana’, que impulsó Himmler en una circular de diciembre de 1938 con la orden de clasificarlos en tres grupos: los gitanos puros, los medio gitanos y los ‘que se comportan como gitanos’. La represión masiva comenzó a tomar forma. Los primeros SS formaron grupos de paramilitares que buscaban campamentos judíos para entrar por las noches y asesinarlos en grupo. Los ustachis de Croacia encontraron graciosa la ocurrencia y los imitaban en sus tierras, los rumanos los exterminaron por miles y enviaron a muchos miles más a los campos de Trandsniester, donde murieron alrededor de cuarenta mil.

En 1939 se une el destino de los gitanos al de los judíos y comienza el suplicio universal, tan desconocido como horroroso. En enero de 1940 doscientos cincuenta niños de Brno fueron utilizados como conejillos de indias para probar la eficacia del gas letal Ziklon B, que preludiaba las cámaras de gas. A finales de 1941 cinco mil gitanos austríacos fueron asesinados con camiones de gas en Chelmno. En el verano de 1942 los gitanos del ghetto de Varsovia fueron gaseados en Treblinka. El régimen nazi dio orden de acabar con todos los gitanos, judíos y enfermos mentales (en esta última categoría debieron de entrar los comunistas, que también fueron exterminados sin encajar en una categoría clara) En diciembre de 1942, Heinrich Himmler dio la orden de terminar con la solución gitana y deportarlos a Auschwitz. En agosto de 1944 casi tres mil gitanos fueron gaseados y cremados en un solo acto.
Mustafá no consigue comprar a mi acompañante pero me acompaña cortés al final de la calle, no vaya a ser que me pierda. Mustafá, como la mayoría de los gitanos de Europa, desconoce esa historia aunque sus parientes de mayor edad la hayan vivido en primera persona. Resulta curioso pero muchos saben qué fue el Holocausto judío y no tienen ni idea de que su propia raza perdió entre el 70% y el 80% de la población. Al fin y al cabo son gitanos, gente alegre y nómada que no tienen por qué saber. Por saber muchos no sabe que ni siquiera fueron llamados a declarar en los juicios de Nuremberg. ¿Cómo aceptar en un juicio a un gitano en un papel distinto del de siempre: acusado?

Viaje al mapa de las lenguas muertas: con los últimos nukakparlantes


En el centro de San José del Guaviare un grupo de chicas indígenas se esfuerzan en fabricar pulseras. Hablan entre ellas, cuchichean y pongo el oído para ver que dicen. Imposible. Su lengua es una sucesión de chasquidos monosilábicos en los que predomina la vocal i. Hablan muy rápido, es imposible averiguar sobre qué, y ellas, de cuando en cuando, miran alrededor con una absoluta indiferencia. Están absortas en su conversación y les importa poco que yo las escuche. Pero yo sigo con la oreja puesta porque ese idioma es Nukak, una lengua tonal de la familia Makú-Puinave que tienen nada menos que doce vocales, seis de ellas orales y las otras seis nasales, más que consonantes porque tiene once fonemas consonánticos, una lengua que depende mucho del tono, que aún estudian hoy los lingüistas, para conocerla por completo porque no sabemos mucho de esta variedad del Makú desde que salieron de la selva en 1988. Claro que para aprender todo de esta lengua habrá que darse prisa porque apenas quedan quinientos indígenas, doscientos de ellos en el interior de la selva, trescientos en la ciudad de San José, donde desaparecen a una velocidad de vértigo presa de enfermedades, tristezas y asesinatos. Y hasta de hambre. Aquí puedes ver más sobre ellos. Claro que no son los únicos: cada dos semanas desaparece una lengua del planeta.


El 24 de octubre de 2010 muró Pan Jin-Yu, una abuela que nació en 1914 en Puli, Taiwan, y que fue la última hablante del idioma Pazeh.

Poco antes, el 26 de enero del mismo año, 2010, murió Boa Sr, la última parlante del lenguaje Bo, en las islas Andamán, pertenecientes a la India, una lengua que se negó a desaparecer de la manera más precaria porque su propia madre, muerta cuarenta años antes, fue la segunda boparlante a la que se mantuvo aferrada su idioma. No sirvió de mucho.

El 21 de enero de 2008 fue Marie Smith Jones la que se llevó a la tumba los últimos sonidos de Eyak, una lengua que se hablaba en la parte más sureña de Alaska y que ninguno de sus nueve hijos llegó a aprender porque se negó a enseñárselos ‘por el estigma’ que suponía hablar lenguas de indios y no el inglés.

La lista es extensa y triste porque centraliza en personas que podemos ver el último suspiro de lenguas que tardaron milenios en formarse hasta alcanzar su último suspiro. Famosa fue, por ejemplo, Fanny Cochrane Smith, muerta en 1905, la última conocedora del idioma de la isla de Tasmania, al sur de Australia, una indígena que dejó canciones de su lengua en cilindros de cera que se guardan como oro en paño porque son las únicas muestras de una lengua aborigen en esta isla y que puedes escuchar aquí:

El 7 de octubre de 1992 murió Tevfik Esen, un agricultor turco de origen circasiano y último conocedor del Ubijé, un caso distinto al de los demás porque luchó parte de su vida para conservar la lengua que le enseñaron sus abuelos y colaboró con toda suerte de lingüistas e investigadores para mantener, al menos, el recuerdo de su idioma. Puedes verlo aquí.



Frente a Tevfik, que luchó denodadamente por conservar su pasado, Ishi fue el último nativo de la California septentrional, un hombre acorralado por la fuerza de la historia que vio morir a amigos y familiares por los colonos y mineros de la fiebre del oro de mediados del siglo XIX. Cuando apenas quedaba una quincena, y viendo que los mataban sin remedio, Ishi y los suyos, el pueblo Yana, se escondieron en las montañas y no fueron descubiertos hasta 1908, cuando no quedaban más que cuatro que no pudieron esconderse de una expedición de técnicos que iban a construir una hidroeléctrica. De los cuatro sólo quedó Ishi, que huyó monte adentro hasta 1911, cuando fue atrapado por el sheriff de Oroville, en California. De Ishi no sabemos mucho más, porque ni siquiera se llamaba así (en su cultura es tabú pronunciar el propio nombre) pero nos dejó una frase que hoy sigue haciéndonos pensar: ‘Cuando el último árbol sea cortado, cuando el último río sea contaminado, se darán cuenta de que el dinero no se come…’. Su historia está en este libro de Thedoroa Kroeber, Ishi en dos mundos.


No hay que meterse en los vericuetos de la historia ni de la geografía más intrincada para encontrar lenguas moribundas. El 27 de diciembre de 1974 murió Ned Maddrell, el último hablante de gaélico Manés, en la británica isla de Man, y en octubre de 2012 era Bobby Hogg el que moría en Black Isle llevándose los últimos sonidos del Cromarty, una lengua original de Escocia. O Antonio Udina, que prefería ser llamado Tuone Udaina, muerto en 1898 como último hablante del Dálmata, la lengua romance de la isla de Krk, en la actual Croacia.


Aquí puedes ver una lista con los últimos hablantes de lenguas ya extintas: LISTA DE ÚLTIMOS HABLANTES. Un trabajo enorme y siempre incompleto porque cada dos semanas desaparece un idioma. La UNESCO ha situado en un mapa las 2473 lenguas recién extintas y más amenazadas hoy, que puede verse aquí con una ficha y su situación geográfica: MAPA DE LENGUAS MUERTAS Y MORIBUNDAS

Así, el Adnyamathanha de Australia sólo tiene cien hablantes y está definitivamente sentenciada, el Achumawi de Idaho, en los EE.UU, se encuentra en estado crítico porque sólo quedan diez personas que la hablen, el mismo número que de Nusa Laut, en Indonesia, o los sesenta hablantes del Olultecan, de México.

Cada dos semanas se apaga una lengua y dicen los lingüistas que a lo largo de las próximas décadas desaparecerán al menos la mitad de las 7.000 lenguas que se hablan en el planeta. El mandarín, el castellano, el hindi, el inglés, el árabe, el bengalí, el portugués, el ruso y el japonés son las lenguas más habladas y sobre las que orbitan casi todas las demás, por áreas de influencia y por ley de gravedad. Cada vez que muere una lengua muere algo del ser humano, un conjunto de sonidos que ha costado milenios en perfilar y mantener y que ahora desaparecen con tanta rapidez como los organismos más vulnerables. En el centro de San José del Guaviare, los nukak, una de las etnias y una de las lenguas más amenazadas, tejen sus pulseras. Bajo un árbol, agarrado a su cerveza, las vigila Snáider, de tanto en tanto observa su reloj de pulsera, se limpia el sudor en su camiseta roja. Snáider habla Nukak pero preferiría no hacerlo: por eso se borró su verdadero nombre, Duki Makú. El tiempo lo borrará a él también. Y a los suyos. Y a su lengua.


Viaje al Kurdistán: Diyarbakir tiene la segunda muralla más larga del mundo




La muralla de Diyarbakir es tan antigua que nadie sabe quién plantó sus primeros cimientos y es tan larga que sólo la supera en longitud la más famosa de todas las murallas: la de China.


En los manuales de viajes se acude al emperador romano Constantino, allá por el siglo IV, como origen de este curioso manto de piedras negras, piedras de basalto que provienen de alguna erupción de un volcán extinguido en los alrededores, un volcán que se conoce con el nombre de Karacadag, ‘el de las piedras negruzcas’. Sin embargo, parece que los enviados del emperador romano aprovecharon una estructura anterior, tan antigua que ni en aquella época había quien recordara sus constructores, tan perdido en el tiempo que hoy sólo podemos elucubrar con una civilización desconocida de hace más de cinco mil años y de nombre un tanto risible: los hurritas, pincha aquí para saber más de ellos. Un pueblo del que se desconoce casi todo y del que sólo nos han llegado algunas referencias a través de los documentos hititas, de la antigua Babilonia, de los que fueron contemporáneos, que los llamaba Surabitas, y por la Biblia, que los denomina con el feo nombre de ‘Hórreos’. En todo caso, unos desconocidos que nos han dejado dos hitos para nada despreciables: la estructura primigenia de la segunda muralla más larga del mundo y la canción más antigua que se conoce, que nació probablemente para ser interpretada con acompañamiento de lira.
Fuera como fuera, subo las escaleras de uno de sus tramos con cierto temor, por lo estrecho, y con cierta aprensión, porque en el interior de sus almenas medio derruidas se mueven sombras sospechosas. Fuera del recinto se abre la ciudad de Diyarbakir, la capital sin declarar de los kurdos, la ciudad donde el PKK reina entre las sombras, el centro de las protestas étnicas y escenario de multitud de crímenes de estado y de atentados terroristas. Las calles bulliciosas, el sempiterno claxon de los coches, las carreras de los niños de vuelta ya del colegio, los gritos de un mercado. Dentro de la ciudad antigua la cosa no mejora mucho pero en según qué rincones los intrincados callejones evitan que los gritos no lleguen más que a través del eco. Dicen que los alrededores de la muralla son peligrosos, que atracan a los turistas incautos (¡y quién mejor que yo para simbolizar al clásico turista panoli!) y que hay que extremar precauciones cuando se acerquen los típicos enjambres de niños. Sin embargo, encaramado en lo alto de la muralla todo se antoja lejano: los cláxons, los gritos, los niños.

Desde que el primer hurrita, si es que fueron ellos los primeros, levantó el primer tramo de esta muralla han pasado al menos doce civilizaciones distintas que han dejado su impronta en sus impresionantes muros en forma de inscripciones, de altorrelieves, de sutiles diferencias arquitectónicas. Aquello parece uno de aquellos leones hititas que nos mostraban en las clases de historia del arte, y lo de más allá recuerda a la intrincada palabrería árabe del interior de la mezquita de Córdoba. Lo único cierto es que el interior de la ciudad antigua parece un hervidero de casas arremolinadas, de entre las que sobresalen los minaretes de las mezquitas, entre ellas la Ulu Camii, la que fue iglesia de Santo Tomás, según me aseguró el padre José, uno de los últimos sacerdotes del rito siríaco, que tiene su iglesia ahí abajo, en esa maraña de callecillas.

Los hombres del emperador Constantino debieron pensar que aprovechando aquella débil barrera impedirían la entrada en la ciudad que ellos llamaban Amida de tantos pueblos bárbaros que pululaban por los desiertos de la Anatolia. Pero, si no le sirvió a los hurritas, los romanos tampoco pudieron evitar que les pasaran por encima. Es difícil verlo en según que tramos, sobre todo en los cubiertos de matorrales y basuras, los que se han desmoronado ante la desidia de las autoridades locales, los que parecen el escenario de un ataque perfecto aprovechando las horas oscuras.

En algunos puntos la muralla alcanza los doce metros de altura, en otros los cinco metros de ancho, tiene cinco puertas aún reconocibles y bien conservadas y en según qué torres uno puede hasta mezclarse con una multitud de turcos que toman su té y compran pañuelitos. En la parte más oriental se encuentra la Torre Keci, la torre de las cabras, las bóvedas del techo ejercen una atracción hipnótica en el interior de los muros mientras que fuera las cabras corren alegres por unos arriesgados peñascos ante los que se asoman los paseantes curiosos. Esta parte resulta la más fácil de defender porque da al río, el Tigris, y se asoma a un precipicio que debía de convertir en pesadilla las invasiones de otras épocas. Tan difícil de trotar por esta parte que los locales, siempre tan guasones, le otorgaron ese nombre, el de las cabras, con más estilo, en mayúsculas, la Torre de las Cabras. No es la única torre con estilo. Las de Ulu Beden y la de Yedi Kardes Burcu fueron construidas en 1208, cuando Diyarbakir era parte de un emirato de los Artukidas, otros turcos que dominaron la región antes de que el imperio otomano tomara fuerza. Este viajero describe estupendamente la acumulación de inscripciones y estilos arquitectónicos (en inglés)

Y es que el río Tigris pasa por aquí, como decía, y en la sección más sureña algunos visitantes antiguos describían la belleza de los huertos y del campo fuera de las murallas, aunque hoy sólo hay casuchas y niñatos que juegan a amenazarte como si reprodujeran las escenas de sus mayores, siempre del PKK, contra los policías turcos. Un enano se me acerca con lo que parece una pistola automática y hace ademán de dispararme, aunque afortunadamente es de juguete, ahora otro viene a toda pastilla con un enorme pedrusco con el que abrirme la cabeza: tan sólo mi extraña reacción (lo perseguí con otro pedrusco aún mayor) detuvo a sus amigotes, aunque me fui raudo no fuera a aparecer algún hermano mayor contrariado, o un padre con una pistola de veras.
Sigo mi paseo por la segunda mayor fortificación después de la gran muralla china para descubrir que es una hazaña con cierto truco. De las murallas de Meknes, en Marruecos, por ejemplo, dicen que medían, en sus tiempos, más de cuarenta kilómetros, y las de Roma casi llegaban a los veinte, así que los cinco y medio que miden las de Diyarbakir parecen de juguete a su lado: claro que hoy día las de la Anatolia no tienen cortes en su recorrido mientras que las demás están seccionadas y han perdido tramos enteros. Así que no hay duda: las murallas de Diyarbakir sólo recibe sombra de muy lejos: concretamente de China.

Las piedras de basalto negro caracterizan la muralla pero no son lo único relevante: tiene un intrincado trabajo de ladrillos, una estructura oculta que descubre, en lo poco que se deja descubrir sin que se te caiga encima un mundo de siglos, grandes almacenes, enormes habitaciones, estrechas escaleritas que conducen a las almenas, suntuosos espacios como los de la torre de las Cabras con su público entregado a la puesta del sol.
En cambio, en el extremo opuesto en diagonal, la muralla parece toser, estornudar más bien, los agujeros en su estructura dan cierta pena y uno puede imaginarse a las tribus turcas provenientes del centro de Asia bombardeando con cargas de pólvora los gruesos muros en el siglo XV, derrotando a los Sasánidas y a los Mamelucos, que a su vez desalojaron a los persas, que a su vez habían mandado a hacer puñetas a los romanos. Porque eso es la Anatolia, y casi que cualquier suelo que pise el ser humano: conquista tras conquista e invasión tras invasión, aderezadas con masacres tras masacres y tragedia sobre tragedia. La Anatolia no deja de ser un pasillo que conduce directamente a Europa, flanqueados sus lados por el Caspio, el mar Negro y casi que el Mediterráneo, un corredor inevitablemente frecuentado por todo el que quisiera reinar en algún lugar fresco (que era Europa). Por eso estas murallas han visto tanta sangre que no se sabe ya si aquella gota es hurrita, sasánida, romana o persa. A principios del siglo XX sus puertas volvieron a llenarse de sufrimiento, esta vez con la de los últimos cristianos, apenas visibles ya hoy más allá de esta iglesia armenia o de la anteriormente mencionada del rito siríaco, asesinados en masa a manos de los kurdos en un gran genocidio que volvió a repetirse apenas una década después, cuando fueron los kurdos los que se ahogaron en sangre en una sangrienta revuelta que sofocó firme el vencedor del espíritu turco en la primera guerra mundial, Mustafá Kemal, Atatürk. Aún quedaban más tragedias que vivir: las de los kurdos contra el gobierno de Ankara, las frecuentes revueltas étnicas, las huelgas de hambre de miles de kurdos.
Ahora el futuro se abre esperanzador: el gran proyecto GAP promete puestos de trabajo y agua, Abdullah Ocalan ha pedido un alto el fuego, los guerrilleros del PKK se retiran al norte de Irak y hasta el gobernador de Diyarbakir parece dispuesto, según este diario, a restaurar las estructuras dañadas. No es para menos: doce civilizaciones y miles de años mirando cómo los seres humanos nos peleamos y nos reconciliamos lo merecen…

Yáñez y Solís: los mejores pilotos del descubrimiento no se soportaban


En 1508 el rey Fernando el Católico piensa que pierde el tiempo con un Mar Tenebroso que no lo es tanto y sí una fuente de riqueza que sospecha infinita. Decidido a evitar que sus nuevas posesiones se desangren en un tráfico ingobernable convoca a los mejores marinos que en sus dominios son. Y al llamado acuden prestos los más reconocidos. Un italiano, Americo Vespucio, que bautizará sin querer todo un continente. Un cántabro, el cartógrafo Juan de la Cosa. Y dos andaluces, uno de ellos una leyenda que capitaneó a la Niña en su viaje descubridor, Vicente Yáñez, y Juan Díaz de Solís, considerado el mejor piloto de los mares patrios a pesar de proceder tan de tierra adentro como Lebrija. Don Fernando, y es de entender que doña Isabel, pretenden ampliar los mapas, y con ellos el imperio, y quién mejor que los mejores pilotos y los mejores cartógrafos.


Juan Díaz de Solís vivió con una obsesión y una habilidad. Su obsesión era el camino más corto hacia la India. Su habilidad, el océano. Había vivido tanto tiempo en Portugal que había quien lo consideraba lusitano y tanto destacó en su flota que se hizo un hueco entre los más grandes marineros de la armada. Al principio como marinero, más tarde con tripulación a su cargo, Solís viajó repetidamente a la India, bordeando el continente africano y aprendiendo los caprichos de corrientes y mareas. Sin embargo, abandonó decepcionado la marina portuguesa para enrolarse en un barco corsario francés y ejercer el siempre más rentable oficio de pirata. Pirata bajo corso, claro, que es un modo de cubrirse las espaldas, porque los corsos actuaban con el respaldo de alguna Corona que conseguía así lo que no podía lograr mediante conquista o diplomacia. Solís apresó un mercante portugués en aguas guineanas y sus antiguos patronos no dudaron en condenarle a muerte. El lbrijano pasó de portugués de adopción a enemigo declarado y Portugal de madre adoptiva a amante despechada.

Vicente Yáñez, nacido en Palos, compartía mucho con Solís: ambos eran expertos marinos, ambos habían pasado por la piratería de corso como formación obligada. Por si fuera poco, los dos estaban enfrentados a Portugal, país contra el que los hermanos Pinzón habían mantenido frecuentes escaramuzas fronterizas. Pero si tanto compartía con el lebrijano, mucho más le separaba. Yáñez era leyenda viva, había descubierto el nuevo continente al frente de la Niña, continente al que regresó rodeado de primos y sobrinos para acrecentar su fama con el descubrimiento del Amazonas y el Orinoco. Yáñez era, además, inmensamente rico gracias a sus negocios negreros (al que los españoles nunca fuimos tan ajenos, (pincha aquí para conocer otro caso atroz), el líder natural de los marineros de la incipiente armada española, corregidor de la isla de Puerto Rico y un hombre de carácter. Sus vecinos lo recordaban en los tiempos de aquel marinero loco venido de Italia, el tal Colombus, aporreando puertas junto a su hermano Martín para convencer a los más escépticos de que había que embarcarse y poner proa a poniente porque se harían ricos.


La Corona ya había decidido: Yáñez y Solís comandarían una expedición para hallar el paso que comunicara el aún misterioso cúmulo de islas con las tierras de la Especiería, un paso que, según concluyeron, sólo podría encontrarse al norte. La flotilla pasó un año recorriendo las costas de Venezuela, Colombia, Panamá, Nicaragua, Honduras, Guatemala y hasta divisaron desde sus naves a los mexica de Moctezuma. Demasiado tiempo navegando juntos sin encontrar el anhelado paso. El onubense, descubridor y navegante mítico, se impuso a Solís, tan sólo refutado marino, y lo envió a prisión nada más desembarcar en España. Eso sí, Solís debía de tener algún tipo de encanto porque poco después sustituye a Américo Vespucio como Almirante oficial de la flota del descubrimiento. Vicente Yáñez fallece poco después, cansado y enfermo, en su domicilio de Triana, tan anónimo que pocos vecinos conocían su pasado.

            Solís, mientras tanto, sigue con su obsesión: volver a la India y arrebatar las colonias a sus antiguos socios. Esta vez, piensa, será distinto: enfilará proa al sur, hasta que se acabe la tierra, porque en alguna parte debería de acabarse el continente y pocos recelan ya de la esfericidad del mundo. Solís sale de Sanlúcar de Barrameda un frío día de octubre de 1515 y se encamina al Brasil con las referencias de su antiguo compañero de viaje, Vicente Yáñez, baja hasta el río de la Plata, que confunde con un brazo de mar dulce, y se disponía a enfilar proa al Cabo de Hornos cuando cae muerto a flechazos. Contaron los marineros que Solís descendió con siete compañeros para negociar por oro pero apenas pone pie en tierra unos indígenas los asesinan mientras la tripulación contempla la masacre desde el puente sin poder intervenir.


Esa es la Historia, con mayúsculas, y el final oficial de Juan Díaz de Solís. La historia, con minúsculas, nos llega a través de un jesuita irlandés, Lucas Marton, en su libro Yumaranei, quien asegura que los marineros, ya en tierra, intentaron abusar de algunas indígenas. Un clásico en los conquistadores que encontró su castigo cuando los guaraníes los asesinaron sin contemplaciones. El jesuita asegura además que Solís no se encontraba en la funesta expedición, sino que la encabezaba un tal Martín García, que consiguió regresar al barco y morir a bordo. Su sepultura dio nombre a una isla que aún hoy mantiene su epónimo: la isla de Martín García. El caso es que, volviendo a Marton, Solís optó por regresar a España, tras la debacle de parte de su tripulación, pero el resto de la marinería, que se veía ya rica de especias y oro, lanzó al mar al lebrijano. Asegura el irlandés que Solís se adaptó a su nueva vida y hasta dejó varios hijos habidos con indígenas guaraníes. Dice más Marton: que Solís construyó una hacienda, con el permiso de la Corona portuguesa, con quien se había reconciliado de manera misteriosa, y que murió con ochenta años, de puro viejo.

“De una doncella de los Charuás tuvo sólo un vástago a quien llamó Fernando de Solís y muchos nietos de éste quienes poblaron y negociaron en la hacienda, hasta la venida del Gobernador Mauricio de Zavala. Empero, la muerte de Solís resultó ser en el año 1552, según se dice contando con más de ochenta años de vida y treinta y cinco en estas tierras. Enterrado en Cerro Piedras de Afilar, según pude constatar a pocos metros de lo que lo hombres llaman El Cono”.


Bibliografía

1. Juan Díaz de Solís, Lebrija, Sevilla, 1470 – Punta Gorda, Uruguay, 20 de enero de 1516

El viaje de Yáñez Pinzón y Díaz de Solís, José Torre Revello, http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/5PS47UAXMD8IDSY33YSE9RVCGSQQ9R.pdf

Historia de la Marina Real Española: desde el descubrimiento de América, volumen I, José Ferrer de Couto, José de March y Labores

Yumaranei, Lucas Marton, 1746,: http://yumaranei.blogspot.com/2008/02/sobre-la-muerte-de-juan-daz-de-sols.html

2. Vicente Yáñez Pinzón, Palos de la Frontera, Huelva, aprox. 1462 – 1514

El viaje de Yáñez Pinzón y Díaz de Solís, José Torre Revello, http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/5PS47UAXMD8IDSY33YSE9RVCGSQQ9R.pdf

Historia de la Marina Real Española: desde el descubrimiento de América, volumen I, José Ferrer de Couto, José de March y Labores

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