viernes, 23 de diciembre de 2011

viaje a Siria: de peregrinación chiíta en la mezquita de los Omeya




Cuando el califa omeya Walid I decidió aprovechar los cimientos de la antigua iglesia bizantina dedicada a San Juan Bautista no sintió temblar su mano pensando que echaba por los suelos parte de la historia de Oriente Medio. No le importó que el mismísimo emperador Constantino fuera su promotor ni que aquellas piedras labradas con una cuidada caligrafía latina fueran piedras angulares en el antiquísimo templo de Júpiter Damascenus. No hizo caso a las insignias griegas que ahora se erosionan al sol en los muros exteriores, no pensó en que podría encolerizar al terrible Hadad, el dios arameo de las tormentas y tempestades, al que estuvo dedicado el templo en una más aún remota antigüedad. 


Entre nosotros: a Walid le importó tan poco demoler la historia de su tierra como a los omeyas de la actualidad derribar las columnas de su sociedad y liarse a tiros con los opositores. Tal vez Assad no tenga tanto de omeya y sí mucho de ese dios arameo de la destrucción, el terrible Hadad. ¡Y qué poco separa, en nuestro lenguaje al menos, a Hadad de Assad! ¡Y qué poco importa al circunspecto Bashir que el destino de los pilares de su pueblo, los súbditos que heredó de su padre, Hafez, no sean otros que soportar el enorme templo de la familia Al-Assad! Las columnas de hoy, las que soportaron templos sumerios, romanos y bizantinos, se tambalean en la más peligrosa amenaza que se cierne sobre Oriente Medio. Y ya no importa que la oposición esté espoleada por las potencias occidentales, como ocurrió medio siglo atrás en el acoso y derribo de Mohammed Mosaddeq en la vecina Irán, o sea, en un arranque de idealismo, una protesta espontánea y reivindicativa del pueblo sirio. Los civiles caen por decenas, a diario, abatidos por balas de fusiles, por proyectiles lanzados desde tanques, por tierra y aire.



El 20 de marzo de 1951, el primer presidente democrático de Irán, Mohammed Mosaddeq, decretó la nacionalización del petróleo, una decisión ratificada por el parlamento y el senado, una decisión valiente con la que el bueno de Mosaddeq demostraba a las potencias occidentales que no estaba dispuesto a permitir, en un país democrático, que se tratara a los obreros del petróleo como bestias de carga con sueldos de esclavitud y condiciones infrahumanas. El Reino Unido y los EE.UU pusieron el grito en el cielo, el petróleo dejó de fluir libremente hacia occidente y, curiosamente, el pueblo iraní se levantó contra su heroico presidente y terminó por derrocarlo. Mosaddeq acabó enclaustrado en su propia casa, recluido en su domicilio aturdido y sin saber qué había ocurrido para semejante desgracia. Había ayudado a sus ciudadanos, enfrentado a las potencias opresoras, había sido elegido gracias a sus discursos, perseguía una vida mejor para su pueblo. Y este mismo pueblo se levantó y lo expulsó para traerse del exilio a una familia extravagante y colocarla en el poder: al frente, Mohammed Reza Palevi, el Sha de Persia. Un tirano que volvió a abrir la puerta a las potencias extranjeras, y a sus petroleras, resucitó los sueldos de miseria y puso un espía en cada esquina para controlar a sus vecinos. Con torturas y ejecuciones si era preciso. ¡Y todo gracias a ese mismo pueblo que salió para derrocar al hombre que tanto había hecho por su bienestar! Y así, mientras Mohammed Mosaddeq languidecía hasta la muerte en su propio domicilio, el otro Mohammed, pero Reza Palevi, nadaba en los petrodólares que producían súbditos semiesclavizados al servicio de unas compañías que volvieron con un enfado monumental por el tiempo perdido. ¿Qué había pasado?


La respuesta la tenía Kermit Roosevelt, un norteamericano de sospechoso apellido y más sospechosa actividad, un Roosevelt al servicio de la CIA, del MI6 y de las petroleras, al fin y al cabo. Los pozos nacionalizados pertenecían a la British Petroleum, la BP que ilumina nuestras carreteras con sus carteles verdes. Le costó trabajo pero el resultado final fue demoledor: gracias a una cuidada campaña de propaganda, en la que arriesgó su vida en multitud de ocasiones, Kermit Roosevelt consiguió que los iraníes odiaran al bueno de Mosaddeq, se convocaran manifestaciones multitudinarias, la gente ardiera en indignación por la supuesta afiliación comunista de un señor con pinta de Mullah y terminara por derrocarlo. Y tan bien guiado fue el rebaño iraní que trajo entre aclamaciones a su nuevo pastor, el Sha de Persia, y se colocó él mismo la correa, volvió al redil y cambió el pienso de calidad por grano inmundo. Al que interese esta historia quiero recomendar un libro de Stephen Kinzer, 'Todos los hombres del Sha: un golpe de estado norteamericano y las raíces del terror en Oriente Próximo', donde relata paso a paso los preparativos de esta conjura.

Basher Al Assad con el líder de Hezbollah, Nasrallah, en un cartel en el zoco de Damasco
Siria es hoy Siria porque Assad es hijo de Assad. El viejo Hafez Al Assad, un reputado aviador de ideología panarabista, formado en la Unión Soviética y adscrito al partido Baaz (qué curioso, el mismo que Sadam Hussein, pero éste en versión iraquí), llegó al poder con mayúsculas en 1970, tras haber pasado por la cartera de Defensa y por la humillación de la guerra de los seis días y el hundimiento del proyecto de una sola nación árabe bajo el paraguas de Nasser. El viejo Assad revitalizó el país con sus ideas progresistas, inspiradas muchas veces en las ideas proletarias de la extinta URSS, dotó a su pueblo de infraestructuras, construyó estaciones de electricidad, carreteras, institucionalizó la educación gratuia, apartó la religión de la primera línea del poder y se presentó al mundo árabe como un líder fuerte que aspiraba al panarabismo de Nasser pero sin el culto a la personalidad del egipcio: claro que el culto a la personalidad sería a él mismo. Su 'Revolución Correctiva', un golpe de estado incruento e interno en su propio partido, fue su primer engaño: sin sangre, sin golpes, sin malos modos. Y, al mismo estilo de su vecino el sha de Persia, Al-Assad organizó una poderosa policía secreta, colgó su retrato en cada esquina y consagró su patria como la máxima aspiración del laicismo. Un punto, este último, que no gustó a los Hermanos Musulmanes, una organización surgida en Egipto y que aspiraba, precisamente, a todo lo contrario.



La mayor inquidad de Al-Assad, de las muchas que cometió, ocurrió en 1982 en la ciudad de Hama, reducto de los Hermanos Musulmanes. Dicen los que lo conocieron que Al-Assad estaba colérico con los atentados de los islamistas, unos crímenes que comenzaron en la ciudad más antigua de la Humanidad, Alepo, en 1979, tal vez espoleados por el ejemplo iraní de los ayatollas, y que aspiraban, como decía, a minar las bases del partido Baaz y colocar en la poltrona del poder al único que debería reinar siempre: Allah. Al Assad tiró del hilo de los Hermanos Musulmanes hasta llegar al ovillo: Hama. En febrero de 1982 Hafez ordenó a su ejército reprimir una revuelta de los islamistas en esta ciudad, Hama, una tarea que los militares, tal y como ocurre hoy, se tomaron muy en serio. La población fue bombardeada durante días y, según el gran reportero de Oriente Medio, Robert Fisk, al menos murieron veinte mil personas. Una cifra que el comité sirio de Derechos Humanos eleva al doble, cuarenta mil, y que el gobierno sirio siempre redujo hasta las mil. Una batalla campal en la que también perdieron la vida al menos otros mil soldados del ejército y que destruyó la ciudad vieja sin que los medios occidentales se enteraran de nada más que de sus ecos. Los testimonios hablan de torturas, mutilaciones, ejecuciones sumarias, civiles asesinados en sus camas y una destrucción bíblica que fue supervisada, para más inri, por el hermano del presidente Hafez, el inefable Rifaat. Aún hoy, treinta años después, extraña que en occidente apenas se conozca un hecho que involucró a un ejército sanguinario que disparó tanques, misiles y acudió incluso al bombardeo aéreo para aplastar una rebelión de corte islamista que, dicho sea de paso, tampoco ofrecían nada mejor.





La tragedia de Hama y del déspota Hafez, mezclada tal vez con la tragedia del persa Mohammed Mosaddeq, se reproducen hoy paso a paso en las castigadas carnes del pueblo sirio. Si ayer fue un Roosevelt el que espoleó a las masas para derribar al primer gobierno democrático de Irán, hoy es otro Al-Assad, pero este Basher, el que envía sus tanques a defender su gobierno de la masa encolerizada. Como guiño de la historia, Basher, heredero del trono Baaz que ostentó su padre años atrás, envió en junio de 2011 a la recuperada ciudad de Hama un contingente de tanques para acallar las protestas que habían sacado a las calles a cientos de miles de vecinos y, dicen las crónicas, lo hicieron como treinta años atrás: matando a decenas de vecinos. La espiral de protestas y represiones alcanza por días nuevas iniquidades: coches bombas que asesinan indiscriminadamente, soldados que disparan a las multitudes, éxodo de refugiados en Turquía, condenas internacionales y un presidente, Basher, que parece superado por las circunstancias y sin un tío Rifaat al que encomendar una masacre silenciosa que ponga punto final a una historia recurrente.
Siria alberga una amplia población cristiana y también circasianos expulsados del Cáucaso por el ejército ruso en 1864






Tan sólo la historia revelará en un futuro si detrás de las masivas manifestaciones que exigen modernización y mejores niveles de vida en Siria se encuentra una mano negra al estilo de aquella de Roosevelt o si todo se encuadra en una lógica evolución de las masas espoleadas por la primavera árabe que comenzó en Túnez. Lo único cierto es que el perjudicado vuelve a ser el pueblo sirio, maleado por sus líderes, por su posición estratégica y por la tensión que la religión ejerce sobre esta región. La esperanza que Basher despertó entre las potencias occidentales ha desaparecido totalmente y el personaje parece apagarse tragado por un destino que se le escapa de las manos. Basher, oftalmólogo de profesión, hombre de mundo que incluso había vivido varios años en Londres ejerciendo su oficio y que no tenía interés en la alta política, ha terminado atrapado por la espiral que atrapó a su padre, enviando tanques para luchar contra las masas.


Con un 40% de sirios menores de 15 años, casi un 30% del PIB dependiendo de la agricultura y uno de los ejércitos más temidos de la región, Siria es una bomba de relojería en busca de su espita para no explotar. Las amenazas son tan numerosas como desiertos tiene el país. El discurso norteamericano, que la encuadró hace años en su 'Eje del Mal' por sus lazos con el gobierno iraní, la presión de los islamistas suníes que aspiran incluso a instaurar un estado wahabita frente a los laicos alauitas que dominan ahora el poder, su legendario enfrentamiento con Israel, país este que mantiene ocupada una región siria como los Altos del Golán, la pobreza extendida y el omnipresente Assad, con miles de ojos secretos que te observan. Todo apunta a un conflicto latente, larvado, que ahora, poco a poco, expulsa gas.







El gobierno acusa a las potencias occidentales de querer convertir Siria en otra Libia, en querer eliminar a Basher Al Assad por sus intereses geoestratégicos como ya hiciera con Mouammar El Gadaffi para dejar espacio libre a una agresión mucho mayor, contra Irán, en lo que no sería más que otra guerra por el oro negro. Pero también acusa a Al Qaeda de estar detrás de los atentados que sufren los soldados sirios y de pretender romper el laicismo que mantiene el partido Baaz para establecer una sharia al más estricto modo wahabita saudí. Los civiles sólo ven pobreza y represión y saltan de sus casas indignados con una país convertido en paria en el panorama internacional y asolado por represión tras represión. ¿Presa fácil para la manipulación? ¿Espontaneidad encuadrada en la primavera árabe? Indignación legítima en todo caso porque todos queremos vivir sin la amenaza constante de la espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Unas cabezas que en Siria luchan por llevar un velo más o menos corto...


Interior de la mezquita de los Omeya

En la mezquita de los Omeya, en la parte vieja de Damasco, un grupo de peregrinas chiítas acuden a rezar a la tumba de San Juan Bautista. Antes visitan el relicario que guarda la cabeza de Husein Bin Ali, nieto del profeta Mahoma. Los chiítas tienen algo de andaluces en sus demostraciones religiosas: acuden en masa, se golpean las cabezas en muestra de pesar por aquella muerte, gritan, lloran, parece una romería en la que el escándalo tan sólo se ve interrumpido por el click de mi cámara de fotos. Siento vergüenza porque hago fotos en un recinto sagrado a unas peregrinas que vienen en un acto de fe. Pero, espera: ¡no! Me dicen que continúe haciendo fotos: les encantan y además se están grabando en video. Un bosque de manos se eleva sobre los velos y toma fotografías con teléfonos móviles. El nieto del profeta podría llevarse un patatús si despertara ahora, rodeado de dispositivos móviles fotografiando a un conjunto de peregrinas en estado de sofoco. Pero no, Husein no despertará porque reposa su sueño eterno en un relicario de barrotes de plata, su cabeza separada del cuerpo, ajeno a los gritos de sus fieles, ajeno a las balas de los fusiles, a los proyectiles de los tanques, a las sucias maniobras de los estrategas internacionales, a la miseria de su pueblo.


















© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com








lunes, 19 de diciembre de 2011

Viaje a Senegal: con los cayucos de Dakar y Saint Louis














Yayi Bayan tuvo una visión: su hijo cruzaría las tenebrosas aguas del Atlántico para desembarcar en Europa y conseguir el sueño de tantos senegaleses: triunfar donde los blancos porque allí hay dinero. Lo imaginaba ya de regreso, cargado de regalos, después de algunos años trabajando duro para labrarse en Dakar una reputación de hombre esforzado, hecho ya todo un hombre, su bebé, su hijo. Durante esos años enviaría dinero y alguna que otra foto para que Yayi, la mujer que más lo quería del mundo, pudiera ver cómo su pequeño se convertía en el hombre que ella soñaba. Por eso Yayi recorria a diario el mercado, vendiendo pescado, recorría la ciudad, pidiendo prestado dinero, animando a su pequeño al sueño europeo, al sueño del gran capital, el de los países triunfadores. Y un día, su pequeño, su bebé, zarpó en un cayuco, una de esas embarcaciones alargadas tan características del Senegal. Y su pequeño, su bebé, animado por su madre, financiado por ella, y con el miedo en el cuerpo a fracasar y quedar mal con su mamá y con sus vecinos, agitó las manos desesperado cuando la embarcación zozobró y se vio empujado al fondo del mar. Con él no se perdía sólo una vida: se perdía la ilusión de una familia, la alegría de unos vecinos y la conciencia de su madre.


Yayi Bayan y las mujeres de la asociación de hijos naufragados en sus tareas habituales

“Yo misma le di el dinero”, se lamenta Yayi, pero enseguida se recompone y pide ayudas, proyectos, industria y comercio para desarrollar su país y evitar que los más jóvenes arriesguen sus vidas buscando un futuro que se les niega en su propia tierra. Su cambio es radical, brutal. La conciencia no le permite bajar los brazos, no le da un segundo de respiro, se responsabiliza de la muerte de su hijo, y tal vez tenga razón, aunque entre los jóvenes africanos no hay una alternativa a la emigración que ofrezca tantas posibilidades de enriquecerse y de ser alguien frente a los suyos. Una docena de mujeres, todas ellas madres de ahogados, muele sémola para elaborar cuscús y financiar su lucha. Una docena de mujeres que convencieron a sus hijos para el peligroso viaje, financiaron la aventura y lloraron, avergonzadas, sus muertes. Como Yayi. Se dirigen a las administraciones senegalesas, a las europeas, a la prensa extranjera, a cualquiera que pueda escucharlas. Una pelea que es casi una utopía pero que mantiene viva la Asociación que pelea contra lo imposible desde su humilde sede en Tiarage Mer, apenas a una hora de Dakar, la capital del Senegal. En cada madre se dibuja la vergüenza de la conciencia, las largas noches reprochándose las quejas y los lamentos que forzaron a sus hijos a dirigirse al Fin bajo las aguas. 





La acción de la Unión Europea sólo logró que se desplazara el grueso de las partidas de los cayucos al sur, a la frontera con Guinea-Bissau, con lo que ello significa: más distancia, más sufrimiento, más riesgo de morir. Con el tiempo, los cayucos también distanciaron sus viajes: las condiciones del viaje eran cada vez más duras, los pilotos más hábiles habían abandonado hacía tiempo las costas de Senegal y las embarcaciones quedaban en manos de marineros inexpertos que provocaban con decisiones equivocadas cada vez más accidentes, las autoridades españolas patrullaban por doquier, desde los alrededores de las islas Canarias a las costas de Mauritania y, cómo no, los alrededores de Dakar y Saint Louis. Por si fuera poco, una extraña situación se fue extendiendo por toda Europa, una situación a la que todos llamaban crisis y que los más lenguaraces comparaban con lo que se vivía en África.




¡Crisis como la de África! Muchos jóvenes cambiaron los cayucos por largas caminatas por sabanas, bosques y desiertos, los hubo que caminaron pegados a las orillas del mar para no perder el camino, hay quien tardó cinco años en llegar. Las mujeres tenían un cien por cien de posibilidades de ser violadas por el camino, ya sabe usted: compañeros de trayecto aburridos, aquel enamorado que soñaba contigo, ese guardia fronterizo que te retuvo tres días y te usó a su antojo, aquel grupo de agricultores que encontraste en una vereda. Los hombres se convertían en bestias salvajes, traicionaban a sus amigos, robaban gallinas, dormían enterrados en la arena. Las mujeres se convertían en presas fáciles, gallinas indefensas al alcance de los colmillos del zorro.



En la playa de Tiarage Mer los jóvenes se reúnen a escuchar música y fantasear con su viaje a Europa. Un abuelo me invita amable a rezar a la mezquita, dos muchachos calafatean un cayuco, el mar escupe ramas, bidones de plástico, peces muertos. 'Desde que las flotas extranjeras pescan en nuestras costas no hay mucho pescado', dice un pescador que observa a los chicos con cierta envidia. Parece pensar que son jóvenes y que ya le gustaría a él también cruzar el mar y perder de vista esas redes medio vacías que a diario le defraudan.





A finales de 2006 comenzó el éxodo inverso. Cada semana, 12 vuelos procedentes de Madrid dejaban en Senegal una atónita carga humana: centenares de inmigrantes africanos que habían llegado a España en cayuco. Cuando embarcaron creían que los llevaban a otra ciudad española, pero su aventura termina donde empezaron. Se han jugado la vida para nada, y eso enciende su ira. Hay quien mira despistado a su alrededor. 'Pensaba que me llevaban a Barcelona', grita uno muchacho con gesto duro, mentón apretado y desesperación en sus ojos. Los deportados pasan por un periodo de depresión, pero una vez repuestos, como sea, cueste lo que cueste, lo vuelven a intentar.


Amina tiene ochenta años y una obsesión en la cabeza. Su hijo Mustafá debe emigrar a España. Ya lo ha intentado dos veces, y las dos terminaron en fracaso, pero Amina no desespera y asegura que le prestará dinero otra vez para un tercer viaje. “¿No tiene miedo de que el cayuco se hunda y su hijo muera?”. “No –responde decidida esta abuela octogenaria desde el fondo de su humilde comercio–. Dios esta con él; si no fuera así ya se habría muerto”. Amina parece vivir un estadio anterior a Yayi. Su hijo vive, y no vive sin más sino que vive después de haber hecho el intento dos veces y fracasado los dos.

Amina en su puesto de verduras del mercado de Saint Louis
 Mustafá yace penosamente tumbado en un catre envuelto en una nube de moscas. Está deprimido y no encuentra consuelo a su pena. La casa, grande, espaciosa, amplia, pero sorprendentemente vacía, desconchada y repleta de moscas, no parece ayudarle a superar el abatimiento. Su primer intento de llegar a España terminó a manos de la policía marroquí a las mismas puertas de Ceuta. Lo detuvieron en compañía de otros senegaleses, los transportaron hasta el desierto y los dejaron abandonados a su suerte.

Mustafá me enseña su orden de expulsión y su madre, Amina, me muestra orgullosa a sus nietos

Mustafá consiguió cruzarlo a pie, y también Mauritania, pero estuvo a punto de morir de hambre y de sed. Trabajó duro entonces, a su regreso, para volver a reunir dinero. Se deslomó en el campo; pescó a bordo de un cayuco y ayudó a su madre en el puestecillo que regenta en un populoso mercado de Saint Louis, su ciudad natal. Cuando tuvo lo suficiente, Mustafá pagó al dueño de un cayuco para intentar, por segunda vez, llegar a España. Zarpó desde Mauritania, y tras dos días de travesía consiguió por fi n realizar su sueño. Es- taba en España, pero la policía lo encerró en un centro de internamiento para inmigrantes. “Sospeché algo –murmura abatido– cuando leí una pintada en la pared: «Si estás en esta habitación tu próximo destino será Senegal»”.
El peor momento de la deportación es este, cuando ven que no están en Barcelona

Horas después, Mustafá y otros cincuenta indocumentados senegaleses aterrizaban en el aeropuerto de Saint Louis, la ciudad de la que tratan en vano de escapar. Mustafá muestra su orden de expulsión, el documento que le dio la policía española y que guarda con misterioso celo. Como si se tratara de una versión africana del mito de Sísifo, Mustafá, entre sollozos, se pronuncia rotundo: “No importa. Lo volveré a intentar”. A pie de pista del aeropuerto de Saint Louis, los repatriados reciben una inyección, un bocadillo y un sonrisa por parte de los soldados encargados de vigilarlos. Tengo la impresión de que los propios soldados se imaginan también a bordo de un cayuco.

Playas de Saint Louis
Desde principios de septiembre de 2006, cada lunes, miércoles y viernes aterrizan en Saint Louis cuatro vuelos diarios procedentes de Madrid. A bordo no viajan turistas, a pesar de que la exigua industria turística del país se concentra en esta antigua ciudad colonial. A bordo sólo viajan inmigrantes indocumentados senegaleses. Policías y soldados reciben a sus paisanos con gesto hosco y fusil en mano, los dividen en dos filas, los hacen desfilar por la pista de aterrizaje y los acomodan bajo un sombrajo para protegerlos del inclemente sol africano. Tras una charla, les dan un bocadillo, un refresco y diez mil francos CFA, unos quince euros al cambio, con los que deberán, mal que bien, regresar a sus hogares, a veces distantes cientos de kilómetros. Algunos de los deportados miran confusos a su alrededor; hay quien llora. “Me dijeron que íbamos a Barcelona”, asegura Ismail. Los indocumentados, que vuelven a ser legales ahora en su país, hacen cola ante un improvisado tenderete donde reciben la vacuna contra la fiebre amarilla. Al salir del aeropuerto están indignados, más bien coléricos, y la policía intenta alejarlos del periodista español que ha venido a hacer este reportaje. Gritan entonces desde los autobuses que los trasladan a Dakar, y los vecinos de Saint Louis los reciben con la V de victoria. “Dígale a su presidente que en cinco meses como mucho estaré allí otra vez”, me espeta un chaval desde la ventanilla trasera.
Con un bocadillo y 15 euros, los inmigrantes ven acabado su sueño
Tras perseguirlos por toda la ciudad, el conductor accede a detenerse cinco minutos. Los deportados se me echan encima. Están indignados y me reprochan que el Gobierno español los haya deportado. “¿Por qué yo sí y a mi hermano lo han llevado a Madrid?”, dice uno de ellos. Otro se abalanza mostrando el dinero que les ha dado la policía. “¿Por esto he arriesgado mi vida? ¿Por quince euros?”.
Después de una persecución, consigo que detengan el autobús y bajan muy enfadados con los presidentes de Senegal y de España

De vuelta al aeropuerto, la policía sigue despachando deportados en vuelos que llegan con intervalos de unos treinta minutos. No quieren fotos, pero las toleran si no se les ve el rostro. Los deportados mordisquean sus bocadillos y rumian sus penas mientras se lamentan por no estar en Barcelona. Cheik Bamba, el jefe del partido de la oposición en Senegal, acaba de llegar al aeropuerto, y, a pie de pista, también se lamenta del drama de sus compatriotas. “Es normal que quieran marcharse –comenta–. Todos los presidentes que ha tenido Senegal se marcharon a vivir a Francia cuando dejaron sus cargos”. La obsesión de Amina, la octogenaria madre de Mustafá, es compartida por decenas de miles de senegaleses.
Desembocadura del río Senegal en Saint Louis

Ismail pertenece a una familia más acomodada que la de Mustafá, “pero con 24 años no me voy a quedar en un sitio como este”, aclara mientras los miembros de su familia, tumbados en una esterilla sobre el suelo, asienten divertidos. Ismail acaba de llegar en un vuelo desde Madrid. Creía estar yendo a Barcelona y aún no ha tenido tiempo de meditar su fracaso, por lo que todavía no ha caído en la depresión que atrapa a todos los deportados tras su vuelta a casa. “En cuanto reúna el dinero suficiente lo volveré a intentar, y mi familia me ayudará porque aquí no hay más futuro que el que ve”, asegura.

En Saint Louis, efectivamente, apenas hay futuro. Antaño fuerte comercial francés, capital del Senegal y Mauritania hasta 1958, y tradicional puerto esclavista, la antigua ciudad colonial, patrimonio de la Humanidad protegida por la UNESCO, es uno de los pocos atractivos urbanos de Senegal. Por las calles de su casco histórico se adivinan aun los fantasmas de los negreros y sus víctimas, el vil comercio que despobló la ribera del río Senegal, que desemboca aquí mismo. Fuera del centro histórico, en plena decadencia, la miseria y la superpoblación pudren el aire y convierten la playa en un basurero. Transitan las calles enjambres de moscas. Sin más futuro que un exiguo turismo, sexual las más de las veces, y una pesca que se agota a ojos vista, los habitantes de Saint Louis parecen abocados a seguir los pasos de sus ancestros esclavizados, pero ahora motu proprio y por pura desesperación. “Señora, su hijo puede morir en el cayuco”. La madre de Ismail sonríe con sinceridad cuando oye esta advertencia: “Seguro que no”.

En Tiarage Mer, la playa de pescadores de Dakar donde Yayi muele cuscus para convencer a los jóvenes de los peligros del trayecto, cientos de cayucos se preparan para un día de pesca. Alguno de ellos puede que no vuelva esta noche, comenta un muchacho. Grupos de jóvenes ven pasar el tiempo en la playa y se indignan cuando se les habla del peligro de la travesía hasta Canarias. “¡Peor es esto! –responde un adolescente vestido con una camiseta de Eto’o–. Los españoles no nos dan visa, aquí no hay trabajo y el Gobierno pone cada día más cara la gasolina para evitar que hagamos trayectos largos, pero no importa, porque vamos a ir de todas maneras”.



En las calles también se intenta, desesperadamente, sacar partido del sufrimiento. En el centro de Saint Louis, los vendedores callejeros persiguen ahora a los turistas con una súplica que encierra una amenaza: “Cómpreme algo, por favor. Si no vendo nada tendré que irme yo también en cayuco”.





© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com






Mi experiencia en Senegal sirvió para un video que se ha proyectado en diferentes festivales y que ha sido utilizado por la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía para informar sobre la inmigración y sus riesgos. Se llama 'Volver a empezar', y aquí os dejo un trailer.








































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