lunes, 28 de noviembre de 2011

Viaje a la Argentina del corralito




En el verano de 2001 tuve el dudoso privilegio de vivir durante tres semanas el corralito de Argentina. El País publica un artículo en el que hace un periodismo ficción muy interesante donde fantasea con un futuro en el que el euro ha muerto y la peseta, la neopeseta o el europeseta irrumpe en nuestra vida económica. 


No sé si semejante situación puede llegar a producirse, aunque muchos avisan de esta posibilidad desde hace años. De ser cierta, sería un drama. De ser posible, ocurriría algo parecido a lo que yo viví en Argentina durante aquellas tres semanas. Mi amiga Mariana, por ejemplo, guardaba bajo la cama una caja llena de dólares porque no se terminó de fiar de los bancos. Al menos pudo salvar algo. Miles de personas, qué digo miles: cientos de miles asistieron perplejos a una tragedia monetaria en la que sus ahorros se dividían entre cuatro y lo que les quedaba en las cuentas no podían sacarlo sino con cuentagotas. Las colas daban la vuelta a las manzanas, los vivos se levantaban temprano y alquilaban las plazas más cercanas a las puertas, en las calles la algaradas eran generales, la gente cambiaba productos básicos en mercadillos callejeros. Incluso proliferaban las monedas: estaba el patacón, el lecop, el peso... las regiones imprimían otras monedas diferentes, en la televisión las noticias revelaban que en algunas partes del país los niños morían de hambre... parecía que el apocalipsis se desataba poco a poco...


Os dejo un video en el que se recogen algunas experiencias y en el que un locutor de radio andaluz, con décadas viviendo en Argentina, explica su visión de la situación. Muchos puntos son escalofriantemente similares a los que hemos vivido aquí. Otros, definitivamente no. Estamos en una entidad supranacional superior a la soledad argentina, hay voces que aseguran que todo está preparado para que desemboque en una Europa unida en lo fiscal y sometida al imperio del savoir faire alemán, hay quien sigue viendo luz en el horizonte. En Argentina no había luz, todo eran tinieblas. Diez años después, el video sigue teniendo validez y Argentina sigue medio hundida pero con luz en su interior porque no hay mal que cien años dure ni pueblo que lo soporte.









 © José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

domingo, 27 de noviembre de 2011

Viaje a México: una misa de la Santa Muerte







El 31 de julio de 2008 un numeroso grupo de sicarios fuertemente armados se interpuso ante el 4x4 de Jonathan Legaria Vargas y disparó hasta agotar las municiones. Dicen sus dos acompañantes, milagrosamente intactas, que volaron cientos de balas, concretamente y siempre según el forense doscientas siete, y que todas impactaron en el cuerpo de Jonathan, conocido como Padrino Endoque y también por el sobrenombre de Comandante Pantera. Balas de gran calibre procedentes de cuernos de chivo, o Ak 47, como su propia madre explica a quien quiera escuchar la terrible muerte de su hijo, balas que lo dejaron tan maltrecho que su propia madre, la que cuenta el suceso con emocionada sonrisa, no supo reconocerlo en la camilla del mortuorio. Jonathan, el Padrino, o el Comandante Pantera, murió joven, apenas cumplidos los veintiséis años, pero dejó atrás una obra digna de alguna película de bajos fondos, de sectas enrevesadas o del surrealismo más dadaísta.







La principal herencia de Jonathan mide veintidós metros, está elaborada con resina y metal y tiene la tenebrosa forma de una figura antropomórfica con una calavera tocada con mantilla por cabeza. La estatua domina las alturas de la colonia Santa María Cuatepec, en el municipio de Tultitlan, unas horas al norte del distrito federal de México, y dicen que tiene hasta premio Guinness: la estatua de la Santa Muerte más grande del mundo. Porque, hilvanando ya del todo esta historia, la extraña figura se encuentra en un predio que hace las veces de tierra sagrada y que el propio Jonathan, y ahora su madre y sus seguidores, denominan Santuario del Templo de la Santa Muerte Internacional. Bajo la imponente presencia, pintada en negro, un improvisado altar, otra Santa Muerte, pero esta más pequeña y encerrada en una urna de cristal, ‘la favorita de mi hijo’, asegura su madre, doña Enriqueta, un amplio terreno sembrado de bancos de madera y otros dos altares situados en un rincón y abrumados de ofrendas y recuerdos.

Doña Enriqueta, la Madrina Endoque, ante un retrato de su hijo, el Comandante Pantera, y sus estatuas de la Santa Muerte

Doña Enriqueta Vargas Legaria no sólo perdió a su hijo en aquel sangriento suceso: también extravió su nombre y su confianza en el Papa de Roma. Ahora es la Madrina, convertida a la fe que levantó su hijo a la precoz edad de veinte años, un culto que la consume hasta el punto de dividir sus días entre la Comadre y el restaurante que regenta desde hace toda una vida. Doña Enriqueta renegó de la iglesia católica cuando vio el cuerpo ensangrentado de su hijo, un motivo más que suficiente para que tema por su vida, asegura, porque los curas católicos ‘no me acaban de perdonar’. Lo cierto es que el culto a la Santa Muerte se multiplica en un país, México, que se despierta cada mañana con una nueva masacre que sitúa a la muerte, a la Santa Muerte, en los titulares de los periódicos. Una pasión que ya sorprendió a las huestes de Hernán Cortés cuando conquistó Tenochtitlan y encontraba en cada templo despojos humanos, calaveras, corazones sanguinolientos, cadáveres abiertos. Una relación, la del mexicano con la muerte, difícil de asumir por los que huimos de Ella despavoridos porque, tal vez, en el fondo no dejamos de pensar que con el último suspiro se acaba todo.


Doña Enriqueta oficia el culto en su Santuario

La Niña Blanca, la Comadre, la Señora, la Bonita, no la nombre usted sino de modo indirecto si no quiere atraer la mala suerte porque Ella, la Niña Blanca, es lo único seguro, junto a la vida y después de ello. ‘¿Qué hay seguro después de la vida? ¡¡La muerte!!’, asegura un seguidor encantado con su descubrimiento. La Madrina Endoque abre las puertas de su templo, la estatua brilla bajo el sol, a las puertas ya se concentran los primeros devotos. Llegar al Muy Funesto Lugar no ha sido tan difícil. Un autobús en el D.F recorre durante al menos cuatro horas el enorme núcleo urbano de la antigua Tenochtitlan, pasa por barrios y más barrios, baja puentes, los cruza por debajo, por arriba, veo campos que desaparecen engullidos por grandes extensiones de chabolas, de urbanizaciones de lujo, de barrios grises. Abandonado en una carretera solitaria en un lugar indefinido a las afueras del distrito federal, una furgoneta no tarda en aparecer. ‘Voy a la gran estatua de la Santa Muerte’, le digo al conductor, que asiente grave y me advierte de que me dejará lo más cerca posible. Por fin aparece, situada junto a una autopista, la avenida José López Portillo, rodeada de viviendas de una sola planta con grandes patios, una presencia irreal, no sé si cómica o trágica. Dicen los diarios locales que los vecinos abominan de su Gran Vecina y que incluso en una guardería cercana la utilizan como ejemplo práctico del Coco para atemorizar a los más traviesos: no quiero imaginar los traumas de los pequeños cuando ven asomarse sobre los tejados la lúgubre estampa de la iglesia vecina. Lo cierto es que el Templo está ahí, no era mentira, y por más que lo miro no acabo de creérmelo.



El Comandante Pantera tuvo una visión un tanto fúnebre, convenció a un amigo de que tenía que levantar un altar para su querida Comadre y se puso manos a la obra. El conocido le cedió el terreno, los acólitos que consiguió con su prodigiosa verborrea le donaron unos pesitos y su paciencia hizo el resto. Al Santuario llegaron entonces amigos de lo ajeno, señoras de presencia nocturna, sicarios arrepentidos, narcotraficantes rebosantes de fe, pobres de solemnidad, rateros de poca monta, señoras desesperadas, abuelas poseídas, artistas de la extravagancia. Entre los parroquianos veo tatuajes de la Niña Blanca en antebrazos, bíceps, cuellos y gargantas, camisetas de Iron Maiden, lienzos acristalados, figuras de todo tamaño, niños que juegan con collares manufacturados con diminutos cráneos de plástico, niñas que miman a sus Santas Muertes como si fueran muñequitas de Famosa.








Los feligreses de tan extraña parroquita cargan con estatuas de la Niña Blanca, algunas representaciones son blancas, y esas son las que solicitan salud, otras son negras, porque piden fuerza y poder, las hay moradas, que al estilo del santo afrocubano Eleguá abren los caminos de sus devotos, y también están las rojas, que solicitan amor. Los colores forman un amplio abanico del arco iris: dicen que las Santas de color verde ayudan a mantener unidos a los seres queridos y que las pintadas de amarillo son buenas para que te llegue dinero y buena suerte. El santoral de la Santa Muerte tiene incluso un día, el 15 de agosto, como fecha señalada para un recuerdo especial de esta santa que nunca existió y jamás dejó de existir, aunque la fecha, como la misma figura, es objeto de controversia y hay quien prefiere recordarla de manera especial antes de fin de año.

Peregrinación en el santuario de la Santa Muerte de Tultitlan
En el recinto de la Santa Muerte Internacional hay dos pequeños altares separados del gran espacio eclesiástico, o más bien Fúnebreclesiástico, donde los acólitos colocan sus ofrendas. En una de ellas cuelga una fotografía de todo una plantilla de policías, veo botellas de licor y manzanas, libros de colorines, muñecas descabezadas, cajas de pastelitos, velas de colores, medallitas. Un señor se arrodilla con un sentimiento verdadero y derrama un caudal de lágrimas que no parecen de cocodrilo. Se forma una breve cola porque todos quieren mirar a la Muerte, Santa en este caso, de frente. Les piden milagros, elevan los ojos desde la bajeza de las rodillas a la Señora, ‘Dios no está peleado con la Muerte’, me dice una señora de aspecto indígena.




Altares de la Santa Muerte con acólitos rezando y ofrendas variadas

Una potente voz resuena de pronto por un megáfono: no, no es la Señora sino su Madrina, doña Enriqueta, quien me ha asegurado pocos minutos antes del inicio de su muy extraña misa que llevará esta iglesia lo más lejos que las fuerzas le permitan. ‘A raíz de la muerte de mi hijo yo asumí el liderazgo, y eso que yo no creía en esta fe y pensaba que eran extravagancias de él’.




Sin embargo fue morir su pequeño y su mente encontró la iluminación que le faltó en vida. ‘Aquí encontré el consuelo que me ayudó a superarlo’, asegura Enriqueta, o la Madrina, rodeada de estatuas de la Niña Blanca que más parecen el fondo de un concierto de heavy metal que una iglesia al uso. La Madrina ha encontrado entre los feligreses de su hijo no sólo el consuelo sino la fuerza para seguir adelante y, claro, entre tanto apoyo y cariño incluso ha visto la luz. Una luz tal vez negra, pero luz al fin y al cabo. Una luz que traspasa a los seguidores de su fe con imposición de manos, palabras de consuelo, miradas cómplices y sonrisas, en general mucho más efectivo que libros sagrados y amenazas apoteósicas para esta gente humilde.







Doña Enriqueta toma las riendas de la misa mientras sus acólitos se arrodillan mansos sobre la hierba del recinto, la Madrina entona unos salmos de su invención mientras algunas personas parecen entrar en éxtasis místico, la madre del Comandante Pantera pide a la Señora por los asesinos, los narcos, los navajeros, los pobres y los incongruentes (sic) y un temblor recorre la cerviz de sus admiradores. Una señora despliega un póster de un esqueleto sobre el enrejado de la pared, una muchacha arregla el perejil que su estatuita lleva sobre una tétrica mano, dos chicos con la Muerte tatuada en sus cuellos cierran los ojos y parecen orar profundamente. ‘Mi hijo nunca vio a sus hermanos como delincuentes’, dice doña Enriqueta, ‘por eso lo querían tanto y ahora él está al lado de la Santa Muerte y desde allí nos protege a todos’.


Sobre la muerte del Comandante Pantera no hay nada claro. Al menos para los que no lo matamos. Su madre dice que no bebía alcohol ni consumía drogas pero, claro, ¿qué no dirá una madre de su hijo? La cosa es que la policía no hizo caso a su señora madre y siguió esa línea pero tampoco esclareció el homicidio mucho más. Los seguidores, por si fuera poco, no supieron de la muerte de su Guía espiritual hasta después de ser enterrado, un sepelio que, para más confusión, se celebró según el rito católico pero flanqueado por dos estatuas de la Santa Muerte como homenaje al finado. Sin embargo, y dicen las malas lenguas, todo parece encajar más bien en la fuerte competencia que las distintas iglesias de la Niña Blanca tienen montado en distintas partes de México. La más conocida está en Tepito, en pleno centro del D.F, un sitio difícil, peligroso y que guarda una de las imágenes más antiguas y carismáticas de este singular culto. Los líderes de las diferentes iglesias luchan entre sí por aglutinar al total de la feligresía, que alterna ritos católicos con los de este culto sin demasiados problemas.





El santoral de la Iglesia de la Santa Muerte es curioso y desagradable, y en él se incluye desde Jesús Malverde, un bandolero del siglo XIX, patrón de los narcos de Culiacán que se ha extendido por todo el país, al que puede rezarse en altares de carretera, a figuras de niños encerrados en urnas con los labios cosidos y los ojos arrancados. Una tradición tan extraña como común en la historia mexicana, visto el museo antropológico del D.F, donde las calaveras forman pirámides, adornan vasijas, indican caminos y se convierten en el distintivo de un pueblo que come incluso dulces con forma de cráneo al llegar el uno de noviembre.


En Tultitlán, mientras tanto, la Madrina Endoque lleva al éxtasis místico a su parroquia. Ahora cierran los ojos, más tarde elevan los brazos al cielo, por fin se acercan al altar y reciben una rociada de agua bendita (¿o será maldita?) de manos de la Guía Espiritual. ‘A mí me ayudó en amores’, asegura un hombre de aspecto sospechoso, ‘le pedí por mi novia, a la que le pegaba bastante, y cuando volví a casa ahí estaba, me había perdonado’. ‘A mí me ayudó a encontrar un trabajo’, dice otro, ‘no encontraba nada pero desde que me encomendé a la Niña Blanca me salieron varios’. La Madrina atiende a la improvisada cola que se ha formado ante su santuario. Hay quien va de rodillas, pringando sus caros vaqueros del barro sagrado del Santuario Internacional. Un pequeño puesto proporciona material para el feligrés olvidadizo: estatuillas, breviarios, rosarios con calaveritas. La Santa Muerte de veintidós metros de alto abre sus brazos al cielo de Tultitlán en un cálido y estremecedor abrazo. Ese mismo día un diario publica el resultado de un tiroteo en Tijuana: quince adolescentes muertos en una fiesta juvenil. Un poderoso cártel de narcos del norte ha comenzado a ejecutar su amenaza: morirá un civil por cada tonelada de marihuana que la policía les ha incautado, y ha sido la mayor de la historia: 105. La Niña Blanca tiene tarea estos días y sus devotos también.




© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

lunes, 21 de noviembre de 2011

Viaje a Transnistria: de Moldavia al río Dniéster


En un rinconcito de Europa, cruzando un río llamado Dniéster, existe un país que vive inmerso en su propio mundo, suspirando por unos tiempos perdidos ya en la memoria pero que ellos se empeñan en mantener contra viento y marea. El país tiene una bandera que a nadie suena, por más que pretendan darle rimbombancia con el artificio de un nombre de leyenda: República Socialista Soviética Moldava de Trandsniestria. Un nombre que adoptó en 1990, cuando decidió independizarse de la República Socialista Soviética de Moldavia, un país que tampoco existía, como digo, más allá de la fraternal comunidad de estados soviéticos y que cuando alcanzó su vida propia perdió el Soviético por el camino. Y, como si se tratara de esas muñecas rusas que albergan otras muñecas rusas en su interior (y que a su vez esconden otras muñecas más pequeñas), la República Socialista Soviética Moldava de Trandsniestria, que ellos resumen en un no menos enrevesado República Moldava Pridnestroviana, es una nación de juguete dentro de otra nación que no parece precisamente de adultos.


El río Dniéster a su paso por Tiraspol, capital del Transdniester


Porque para entrar en Moldavia usted que me está leyendo necesitará un visado que se obtiene en el centro de Bucarest, si es que está en Rumanía, en una embajada, la moldava, impoluta y elegante, merodeada por personas de sospechoso aspecto y con unas oficinas limpias y diáfanas que para nada parecen dentro de un edificio de corte tan neoclásico. Si, como me sucedió a mí, dio por seguro que el visado podría conseguirlo en la frontera, verá que se equivoca y que los recios soldados entran en el coqueto compartimento decimonónico del tren (con reminiscencias a lo Hércules Poirot) y le expulsan a punta de bayoneta al comprobar que pretende entrar en su país sin el sello que emite la delegación de Chisinau (la capital de Moldavia). Los soldados no se paran a considerar que son las tres de la mañana y que fuera la temperatura anda por los quince grados bajo cero: usted no tiene visado, usted no entra en el país, usted vuelve como pueda a Chisinau y usted regresa con visado.


Tiraspol tiene tranvía

Y, matrioska dentro de matrioska, una vez conseguido el objetivo de entrar en Moldavia hay que esforzarse nuevamente para hacerlo en Trandsniestria. O Pridnestrovia, si aún le queda lengua sin anudar. Chisinau (recuerden: la capital de Moldavia) es una ciudad de ambiente pueblerino, donde se habla una variedad del rumano, las avenidas guardan sorpresas como zíngaros que hacen bailar osos encadenados, pequeñas multitudes de aspecto tanto eslavo como turco y una quietud muy de agradecer. El aspecto eslavo se entiende por las tribus que se asentaron en la más rancia antigüedad en estas tierras, tribus de rubios guerreros y pastores, vasallos de reyes ucranianos y hasta de duques lituanos, una tierra en mitad de una Europa desconocida para nosotros que encontró en el río Dniéster un motivo más que razonable para abandonar su deambular nómada por esas estepas de Dios. Lugar pues de paso, los eslavos vieron desfilar a los romanos, a los mongoles y a unos extraños orientales que incluso asentados seguían pensando en nómada: los romaní. Eslavos, eso sí, un tanto raros, que hablaban latín, herederos de otras tribus, los Dacios, que poblaron la zona en la época del imperio romano y que terminaron siendo sometidos por los hombres del sevillano Trajano tras décadas de luchas contra las falanges de Augusto y Marco Aurelio. Lo que se dice un pueblo forjado a base de los mandobles de la historia.


Una abuela moldava en Chisinau


Siglos después, el imperio otomano, en su loca expansión por el centro de Europa, conquistó la zona nada más comenzar el siglo XVI y dio un vuelco a los locales. Las tribus turcas, que de cuando en cuando pastoreaban la región, y los tártaros, hoy azerbayanos, lograron subir su estatus gracias a la afinidad de raza y religión y la zona pasó a conocerse como ‘la Besarabia’, una provincia tributaria de Estambul que, no obstante, conservó un latín de cosecha propia, el moldavo, hablado por una población de aspecto nórdico. Pero el espíritu eslavo había impregnado el frío suelo centroeuropeo y la pujante sociedad rusa de los zares plantó sus reales en Moldavia como frontera sur de su creciente imperio en detrimento de los bajás turcos. Nadie diría que estas tierras negras, peladas, surcadas por enormes bandadas de cuervos tengan tanto interés para las potencias más poderosas de los libros de historia.
Las calles del barrio gitano de Socora son así, de polvo en verano y barro en invierno


Pero las casas son así, mansiones construidas por ellos mismos en una extraña competición por destacar






Pero lo tiene. Y aún hoy, Moldavia sigue teniendo tanto embrujo de cuento como su nombre sugiere. Al norte los gitanos han tomado las partes más altas de Soroca, en la frontera con Ucrania, y han levantado un fabuloso barrio más propio de un delirio que de una ciudad: mansiones que construyen con sus propias manos, en sus ratos libres, mansiones deslumbrantes y descuadradas que contrastan con la sobriedad de las ciudades del sur, sobre todo de la rebelde Gaugazia, una región autónoma, con su propia policía y que aglutina a una extraña población de turcos búlgaros, último reducto del imperio otomano en la region. Pocas zonas tienen el privilegio de considerarse cruce de caminos con más derechos que Moldavia. Las rutas de los antiguos dacios, las huellas de los tártaros y de los mongoles las usan hoy traficantes de armas, de heroína, emporios de proxenetas que envían a las walkirias eslavas a los burdeles de la Europa que gasta dinero en hundir sus viejas carnes en estos blancos cuerpos que parecen inmaculados aún sin serlos.

Yo mismo en la Gagauzia

En Gaugazia todo me parece desolación. El paisaje es gris, la tierra es negra y no despunta ni una maldita brizna de hierba, las nubes de cuervos me crean ansiedad y cuando un árbol se digna a saludarme parece congelado en su negra estampa de negra vida sobre negro suelo. En Comrat, la capital, un mural en una pared reivindica la Gran Turquía, el sueño otomano que empezó a desvanecerse con el empuje de las potencias rusa, británica y francesa a finales del siglo XIX. Los pocos vecinos que se aventuran a caminar a la intemperie no parecen turcos, precisamente, pero dentro del imperio había lugar para todos. De pronto, como por ensalmo, una comitiva pasea silenciosa por una calle. Los miro extrañado: un camion con la caja descubierta avanza lenta, detrás un amplio grupo lleva velas en las manos, niños y mujeres sobre todo, también un pope. Porque los gaugazos son búlgaros que se consideran turcos, hablan rumano y son, para terminar de enredar la madeja, cristianos ortodoxos. Sobre la caja del camion, un ataúd abierto deja entrever una cabeza de prominente nariz y la punta de unos zapatos. Es un entierro y ahora entran en una iglesia. Los sigo y disparo mi cámara con más vergüenza torera que otra cosa: es un sepelio, me digo, se van a enfadar. Pero no, no se enfadan, el pope sonríe, me anima a seguir tirando fotos. La gente ni me mira, la sensación es tan extraña que me siento incorpóreo caminando entre una gente para la que no existo.





En la estación de autobuses de Chisinau (recordemos: la capital de Moldavia) conozco a Tania, una joven que habla inglés porque estuvo casada con un libanés en Beirut. Tania nació en Moldavia pero no es moldava: es de Transnistria y se considera rusa. La miro bien: cierto, tiene cara de rusa, y como rusa que dice ser se siente orgullosa de que su nación de juguete resista ante el enemigo, que es precisamente del sitio del que vuelve ahora de hacer algunas compras. El camino de Chisinau a Transnistria no es muy largo, alrededor de una hora, y casi que es más engorroso el paso por la frontera que separa a la pobre Moldavia de la enigmatica Pridnestrovia. En el paso ‘internacional’ un soldado me da una enigmatica hoja que me permite una estancia no superior a las diez horas en el interior del túnel del tiempo.




Porque Transnistria es un túnel en el tiempo. Si Abjasia es exhuberante y desértica y el Nagorno Karabagh es montañoso y frío, Transnistria es un túnel en el tiempo que te lleva a los mejores años de la Unión Soviética. Todo parece congelado en el setenta y dos, los soldados llevan sombreros con chapas rojas donde aún reluce brillante en un amarillo intenso la hoz y el martillo. Hago el camino en las clásicas marshrutkas rusas, furgonetas habilitadas como minibuses, escuchando la triste historia de Tatiana abandonando embarazada a su marido en la pecaminosa Beirut hasta que entramos en Tiraspol, la orgullosa capital de este extraño país. Lo primero que me llama la atención, aparte de las grandes avenidas sin apenas tráfico y el funcional sentido de la estética eslava en forma de bloques de apartamentos grises y monocordes, es una sucesión de montículos irregulares y de grandes proporciones que parecen saludar al visitante. Tatiana añade su dosis de misterio: ‘por aqui dicen que son las fábricas subterráneas del AK 47, mucha gente trabaja en ellas’… No sé si del AK47 o de otros modelos y armamentos pero Transnistria tiene fama de puntal del tráfico de armas internacional. Dicen que este país no es más que una pantalla de la oligarquía armamentística rusa y que luego salen, vía Odessa, en Ucrania, rumbo a todas las guerras que han sido y son (y las que serán, con toda probabilidad). Desde el Cáucaso, muy cerca, hasta África Occidental, Oriente Medio y Asia Central. 





Tania no trabaja en ellas ni sabe si lo que se produce en esas fábricas, en el caso de haberlas, es tan macabro como lo que se supone. 'Yo trabajo en una oficina, soy administrativa'. Tal vez selle los papeles de cargamentos de patatas eslavas bajo las que se esconden granadas de mano, imagino en mi delirio de agente secreto de pacotilla. Lo que sí es cierto es que el lugar ha estado involucrado en el arte militar desde hace muchas décadas. Si bien en un principio la revolución soviética colocó al total de Moldavia en el interior de la República Socialista Soviética de Ucrania, como república autonoma, tras los horrores de la segunda Guerra mundial Stalin ordenó deportar a toda su población rumana a la lejana Siberia y convertir la zona en una república independiente dentro de los estados socialistas.



Tumbas de los héroes de la patria caídos ante Moldavia en la guerra de 1992


Transnistria intentó lavar entonces el terror que había vivido en un territorio no mayor que la isla de Mallorca. Los rumanos, asociados a los soldados alemanes del ejército nazi, asesinaron en los campos de concentración de la Besarabia a más de cien mil judíos, un número que retumba en los ecos de la historia pero que no puede enfrentarse, por imposibilidad más que nada, al de gitanos asesinados. Cuenta Isabel Fonseca en su fantastico ‘Enterradme de pie’, que los gitanos llegaban por decenas de miles a los campos de la Transnistria, donde eran cercados por los soldados germanos y prácticamente dejados a su suerte en el interior de las alambradas porque los romaní, habilidosos en su arte de supervivencia, les robaban hasta las insignias de las chaquetas. Nadie sabe cuántos gitanos pudieron morir en esta tierra, ni siquiera los mismo gitanos, a los que parece darles un poco igual toda esta histeria por la historia, pero algunos cálculos hablan de más de un millón convertidos, como los judíos, en humo y gas. Un genocidio silencioso y desconocido que ocurrió justo aquí, en su acto principal, y del que no queda ni el más mínimo recuerdo…




Tiraspol es una ciudad muy ordenada, limpia, con amplias avenidas, edificios de corte neoclásico en su centro histórico y con un nivel de vida bastante bajo. Tatiana asegura que toda una manzana en el casco histórico ocupada por un edificio clásico no debe de superar los 25.000 dólares. Una ganga, de no ser porque no se me ha perdido mucho por aquí y que, aparte del frío y la sospecha de una producción desaforada de armamento, no sé qué podría hacer en tierra de rusos. Ante el parlamento aún permanece ceñudo el líder de la URSS, Vladimir, Lenin. En la avenida principal amarillean en grandes pósters comidos por el aire del día a día los héroes de la nación, desde poetisas de moño soviético a cosmonautas con cara de primo de Yuri Gagarin. En Transnistria todo es Sheriff, las gasolineras, la compañía de teléfonos, los supermercados y el equipo de fútbol. No llego a ver el estadio del Sheriff Tiraspol pero dicen de él que es el mejor de Europa y el único que cumple con todas las normas de seguridad exigidas por la UEFA. Lástima que esté en un país que no existe y que, por ello mismo, no puede competir en el panorama internacional… Nuevamente, tras la misteriosa compañía, vuelve a cernirse la duda de las actividades internacionales de este pequeño pueblo.


Parlamento de la República del Transdniester


Como parte ya de la Unión Soviética, constituida en república autonoma, el Transniéster inicia su devenir como el paraíso militar que es hoy en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Los soldados no sólo están por las calles, disimulados de tal modo que no se les ve a simple vista: también disimulan en los monumentos y, por lo que parece, trabajando frenéticos bajo tierra. El XIV Ejército Soviético estuvo aquí acantonado desde 1954, poco después de la ominosa expulsion de los rumanos de la Besarabia, que acompañaron a balkarios, chechenos, circasianos, abjasios, daguestaníes y turcos caucásicos en su deportación al centro de Asia. Otro genocidio más ideado por el dúo diabólico, Stalin y Beria, para castigar a pueblos enteros por los pecados de algunos de sus individuos, y que dejaron algunas naciones, como a los chechenos, reducidas en un tercio.



Las calles de Tiraspol me recuerdan a las de mi infancia

En 1989, el gobierno soviético de Chisinau comienza a gestar la independencia, animado por los vientos de Perestroika que soplan desde Moscú y del entusiasmo que se percibe al otro lado del Cáucaso, en Georgia y Armenia sobre todo. Pero los eslavos de más allá del río Dniéster, rusos de pura cepa, deciden adelantarse a la jugada de los rumanos y declaran la independencia el 2 de septiembre de  1990. Una decisión que alteró la tranquila vida de Moldavia y que degeneró en una guerra de baja intensidad durante el olímpico año de 1992. Un conflicto con poco más de 1500 muertos y con el desequilibrio de las guerras en las que un gigante aplasta a un enano. Del mismo modo que Abjasia y Osetia del Sur, la Transnistria contó con la decisiva ayuda de sus hermanos mayores, los rusos, quien, para que no quedara duda de sus intenciones, colocó allí definitivamente a su XIV Ejército, ya no soviético sino ruso. Y al frente de ellos, el comandante Alexander Lebed, una leyenda rusa que ayudó a las causas independentistas de Transnistria y de Gaugazia y que aplastó a los que pedían la misma independencia en Georgia y Azerbayan. Y sobre todo en Chechenia, donde lo recuerdan con una mezcla de pavor y alivio porque fue el promotor de algunas acciones poco decorosas y del fin de la primera Guerra chechena, en 1996.



Tatiana me enseña a los prohombres (y una promujer) de su país




Tatiana se empeña en que tomemos una sopa de siete verduras porque fuera hace mucho frío, algo rigurosamente cierto, y dentro del restaurante, impoluto y en la línea de cualquier local de gasolinera de autopista, al menos entraremos en calor con el plato típico local. ‘Tiene que venir en primavera, cuando los árboles están más bonitos y los campos estallan en una explosion de flores’. Tatiana siente tanto su país que casi nos obliga a subir al tanque que conmemora el fin de la Guerra de independencia, fuera o no una guerra lo que vivieron y sea o no independencia lo que consiguieron. Tal vez en primavera tenga otro aire más acogedor y tal vez para entonces los circunspectos soldados de la frontera tengan visados más amplios que las diez horas de rigor...









© José Luis Sánchez Hachero


sanchezhachero@hotmail.com


Donativos

Publicidad