El
10 de abril de 1846, 20.000 peregrinos procedentes de las regiones cristianas
de Oriente Medio y el este europeo tomaron la villa de Jerusalem. Los devotos
deambulaban por las estrechas callejuelas del centro de la Ciudad Santa
buscando alojamiento, vendiendo mercancías, los había sentados en el suelo
elaborando artesanías, los rebaños de cabras resbalaban por los tramos de
escaleras que marcaban el calvario de Jesucristo, la plaza que daba acceso al
Santo Sepulcro era un mercado alborotado y demencial, los guardias turcos
trataban de poner orden en el caos. No era una fecha cualquiera: era el 10 de
abril de 1846, una fecha especial y única porque coincidían la semana santa
latina y la griega, un hecho poco frecuente y que generó una agria discusión:
¿quién tiene derecho a efectuar primero los ritos sagrados ante el altar más
sagrado, el lugar donde se supone que murió el Redentor? La rivalidad entre los
dos cultos, el griego y el latino, había alcanzado una dimensión estratosférica,
más que pecaminosa, tanto que Mehmet Pasha, el gobernador de Jerusalem (en
aquel momento en manos del imperio Otomano) ordenó replegar soldados por las
esquinas en previsión de que el enfrentamiento religioso adquiriera ribetes de
guerra abierta.
El
viernes santo los sacerdotes latinos llegaron al sagrado templo para encontrar
que los sacerdotes ortodoxos ya estaban allí y se enzarzaron en una terrible
discusión. 'Exigimos que nos enseñen el permiso expelido por la Sagrada Puerta'
(el gobierno de Estambul). La discusión, que empezó con palabras, siguió con
los puños, continuó a patadas, se golpearon con crucifijos, incensarios,
lámparas y cálices, la pelea se contagió a los monjes, a los peregrinos,
relucieron espadas, pistolas y mosquetones, el lugar más sagrado del
cristianismo se convirtió en una orgía de sangre y violencia que dejó, tumbados
en el suelo, mas de cuarenta muertos cuando los soldados del gobernador llegaron
al controvertido lugar.
Tras
la bochornosa pelea palpitaban mil razones, además de la fatídica coincidencia
de las dos versiones mediterráneas del cristianismo. Por un lado, el incremento
de peregrinos occidentales gracias al desarrollo de los medios de transporte:
ferrocarriles, barcos de vapor, mejores carreteras y líneas marítimas más
desarrolladas que hicieron posible no sólo el envío de miles de devotos sino
también de misioneros y curiosos, y entre ellos agentes secretos que velaran
por la seguridad de sus paisanos y echaran un ojo al modo de hacer regresar,
como en una nueva cruzada, las tierras santas al control de los cristianos del
otro confín del Mediterráneo.
Lo
cuenta Orlando Figes en su fascinante 'Crimea', una semblanza de la primera
guerra mediática de este planeta. A mediados del siglo XIX los franceses abren
su primer consulado en Jerusalem, los anglicanos fundan un arzobispado en la
misma ciudad, los austríacos una imprenta, el Papa Pío IX recupera el
patriarcado latino que enterró en las cruzadas del siglo XII, los griegos
responden con la vuelta de su propio patriarcado, que languidecía en la antigua
Constantinopla, y los rusos montan una amplia red de hospitales, colegios,
capillas y hasta mercados para sus propios peregrinos.
El
incremento de cultos (no menciono a los judíos ni a los musulmanes, que también
ocupaban el centro de Jerusalem inmersos en los suyos), de cultos cristianos,
claro, multiplicó el riesgo de peleas, aisladas y multitudinarias. Por ejemplo,
en 1847 desapareció una gran cruz de plata que plantaron los franceses en la
iglesia de la Navidad, en Belén, una cruz que los griegos sentían como una
afrenta de occidente sobre oriente y que no hacía más que incrementar la rabia
ortodoxa ante el hecho de que los monjes latinos fueran los dueños de la llave
que abría la Gruta. La discusión se elevó de tono y provocó un conflicto diplomático
que sólo los muy hábiles turcos pudieron llevar a buen puerto.
Hoy
la basílica del Santo Sepulcro está tan dividida que es de lo más ameno echar
un rato en su interior. El altar de la crucifixión pertenece a los ortodoxos,
pero el de la virgen es de los católicos, y los tres cuadros de Cristo
Resucitado tienen de propietarios a los ortodoxos, armenios y católicos. Los
candeleros también están diferenciados y, para rizar el rizo, es una familia
musulmana la que guarda la llave que abre el templo. En el lado sur del
calvario se levanta una capilla franciscana, la de la Crucifixión, mientras que
la roca del Gólgota, donde se supone se alzó la cruz de Jesucristo, linda con
un altar de los griegos ortodoxos. El altar de la dolorosa, en cambio, pertenece,
nuevamente, a los franciscanos mientras que la capilla de Santa Elena es
propiedad de los armenios. Claro que no todo lo relativo a Santa Elena es
armenio porque la cavidad en la que esta santa encontró los clavos y el título
de la condena vuelve a ser de los franciscanos. La conocida como 'cárcel de
Cristo' es de los griegos, ortodoxo pues, aunque la última parte de todas, es
de los sirianos de Antioquía, que le dan nombre, 'capilla de los sirianos',
conocidos estos cristianos también como jacobitas, siro-ortodoxos o siríacos. De
pronto irrumpe una procesión de religiosos con caras de pocos amigos: son los
coptos egipcios, o egipcíacos, que dijo aquel. La cosa no acaba aquí. Mientras
asisto atónito a un baile que parece sincronizado de monjes de cultos diferentes
pero paralelos y a unos coros que cantan sin interrumpir a los otros coros que
cantan veo pasar a unos sacerdotes negros de trajes recargados: son los etíopes
ortodoxos, protagonistas de una de las más surrealistas historias de este lugar
cargado de surrealismo religioso.
Los
etíopes viven en unas pequeñas celdas a modo de poblado africano en el techo
del Santo Sepulcro desde que sus hermanos de fe, pero no de culto, los
expulsaron en 1808 del siglo XIX. Según la historia, un incendio destruyó los
documentos que probaban sus derechos custodios y, como buen ejemplo de piedad
cristiana, fueron confinados al techo de la basílica. Y ahí siguen, bajando de
cuando en cuando para desconcierto del respetable, que los ve como el que
asiste a una aparición mariana. Los pobres etíopes mantienen su simbólica
presencia desde el siglo IV de nuestra era (de otra era sería difícil), según
atestiguan las crónicas de San Jerónimo, pero tantos puntos de antigüedad no
les bastaron para contrarrestar los impulsos un tanto racistas de sus piadosos
compañeros. El incendio de 1808 convirtió en cenizas sus documentos y los
representantes de las cinco restantes confesiones (a saber y recordando:
católicos, ortodoxos griegos, coptos, armenios y sirios) les dijeron que no hay
lugar para los sin papeles. Para terminar de marear la perdiz, una epidemia se
peste dejó a los etíopes, y por ende a media África, sin representación,
momento que aprovecharon los coptos egipcios para hacerse con lo poco que les
quedaba. El conflicto se alargó en el tiempo para solucionarse tan sólo a
medias en 1970, cuando los etíopes consiguieron que les reconocieran parte de
sus derechos, aunque el caso está en la corte suprema de Israel y los coptos no
se hablan con los etíopes. La tensión es tan grande que en 2002 un monje copto
desplazó la silla de un etíope para refugiarse del inclemente sol y los
africanos respondieron con una pelea de puños que acabó involucrando,
nuevamente, a medio Santo Sepulcro. Para saber más de estos extraños seguidores
de nuestro señor Jesucristo, los etíopes, pincha aquí:
Jesucristo
dejó muchas frases. Recuerdo en estos momentos aquella de 'Amaos los unos a los
otros: en esto conocerán que sois mis discípulos'. Curioso que, en el lugar
donde supuestamente murió, los unos no aman a los otros y, aunque todos se
declaren sus discípulos, nadie diría que los son.
© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
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