A
Yurimaguas se la conoce como 'la perla del Huallaga' pero el lustre está
oxidado bajo la espesa capa de humedad selvática. A orillas del río,
precisamente el Huallaga, venden pescados mujeres indígenas que entremezclan
sus etnias, las hay tarapotinas, las hay lameñas, moyobambinas y, mis
favoritas, chachapoyanas, que son las procedentes de la región de Chachapoyas.
Sin embargo, con ser mucho el esfuerzo que hago para decir Chachapoyas sin
soltar una carcajada (que me perdonen mis amigos peruanos), mayor es el
esfuerzo que debo hacer para no caer en la demencia temprana (o ya no tanto)
cada vez que recuerdo el delirante viaje que es necesario hacer para llegar a
la ciudad de Iquitos, la mayor de la selva amazónica, desde esta remota ciudad
amazónica. Porque llegar a Iquitos no es posible por tierra, a no ser que
atravieses cientos de kilómetros de selva espesa a través: Iquitos, con su más
de medio millón de almas, no tiene carreteras que la comuniquen con el mundo
exterior y depende, para su oxigenación social, de las corrientes fluviales o
del aire abierto de los cielos.
Llegué
a Yurimaguas procedente de Tarapoto, otra ciudad amazónica que aúna con
increíble habilidad el denso devenir cansino de los calurosos enclaves
tropicales con el frenético sentido de la fiesta latina (eso sí, cuando cae el
sol). La carretera terminaba en Yurimaguas y para seguir más allá es preciso
recurrir al río. En este caso el Huallaga, tributario del Marañón, que a su vez
engorda al río de los ríos, el Amazonas. Las mansas aguas que corrían
parsimoniosas junto a las indígenas chachapoyas y sus amigas acabarían algún
día en la desembocadura del Amazonas, más de siete mil kilómetros río abajo.
Por
estas aguas descendió también, casi cinco siglos atrás, la colorida expedición
de Pedro de Ursúa, que buscaba el país de la Canela en medio de aquel enorme
bosque sin final. En algún punto remoto de este río el sevillano Fernando de
Guzmán fue nombrado rey con el ostentoso nombre de Fernando I del Perú y
Eldorado y puesto al servicio del ominoso Lope de Aguirre y su ejército de
locos sádicos. Por estas aguas se desarrolló la no menos ominosa tragedia de
Julio César Arana, el más abominable de los caucheros que diezmó a las
poblaciones indígenas para obligarlas a extraer el látex del interior de la
selva y que el escritor peruano Mario Vargas Llosa describe en el Sueño del
Celta. Y junto a estos horribles seres, el más industrioso Adolfo Morey Arias,
un vecino de Tarapoto que inició la navegación entre Iquitos y Yurimaguas con
su primera lancha, llamada precisamente Yurimaguas en un arranque muy poco
imaginativo, y que llevó su imperio de navegaciones por toda América y hasta el
lejano África.
Fondeados
a pocos milímetros de la orilla, una flota de barcos promete un viaje tan lento
como la corriente. No sé qué queda de aquel Morey pero decenas de braceros se
esfuerzan en subir sacos y más sacos de grano, de papas, de maíz, bolsas de
contenido indefinido, material de construcción, grandes racimos de bananos,
máquinas decimonónicas y, sobre todo, vehículos industriales que, mal que bien
y a duras penas, consiguen entrar en la cubierta principal del barco. Los más
demandados tienen un nombre: Eduardo. Y cuando digo que tienen un nombre quiero
decir exactamente eso: todos se llaman Eduardo. Está el Eduardo I y el Eduardo
III, por allí veo el Eduardo IV y supongo que la gran familia marina de los
Eduardo se extenderá hasta cubrir cada puerto del río. A primera vista parecen
sacados de alguna película de Huckelberry Finn, grandes dinosaurios marinos que
se mantienen a flote por algún pacto secreto con Mefistófeles y que prometen
noches larguísimas y no menos largas conversaciones. Mientras los braceros
continúan con su también largo devenir, trato de encontrar alojamiento en algún
camarote: los Eduardos están repletos y no saben cuándo saldrán, 'tal vez hoy
pero tal vez mañana'. Sin embargo, encajonado entre el barrizal que hace las
veces de muelle y otros dos armatostes de madera, un barco de nombre diferente
me hace un hueco: se trata del Mari Carmen, ingrato nombre que trato de olvidar: no sólo no la olvido
sino que habré de navegar encaramado en su grupa. El capitán resulta ser el
señor Cabanillas, nombre muy ampuloso para semejante cascarón de nuez. Los
Eduardo parecen más cómodos pero el barrizal donde habría de pasar la noche
son, sin dudarlo, mucho más incómodos, así que alquilo un camarote del Mari
Carmen y espero la salida. 'Le aconsejo que compre una hamaca porque el calor
en el camarote es insoportable', me aconseja el señor Cabanillas, un capitán de
agua dulce con un enorme polo rosáceo y una sonrisa desconcertantemente dulce
para su metro y medio de alto, y puede que dos de ancho, una sonrisa que se
hará aún más desconcertante cuando saque su terrible genio del interior de su
rollizo cuerpo. Una vaca pasa a pocos centímetros del capitán y temo que lo
absorba de un lametazo, huele a estiércol en el granero en el que se está
convirtiendo el sobrecargado barco, unos gallinazos (o buitres) sobrevuelan
tétricos la nave, tal vez presagiando un hundimiento que les ofrezca un opíparo
almuerzo mojado.
Tras
ahuyentar una nube de mosquitos en la que se entremezclan niños que piden
comisión por todo (hasta por pisar el hediondo fango del muelle), y tras más de
seis horas de espera, el Mari Carmen se pone en marcha con una lentitud
exasperante para alguien que acostumbra a trabajar en una oficina. El tercer
piso del buque se va poblando poco a poco de hamacas y de una multitud que
comparte pasteles de maíz, botellas de aguardiente y trozos de carne
indefinida. La planta baja está inhabilitada para nada más que la sobrecarga:
una excavadora caterpillar oscila peligrosamente ante el empuje de otra excavadora
de la misma marca: desde el primer piso parecen nadar en un mar de bananos y
patatas. Aferrado a una reja azul un perezoso parece tan asombrado como yo. El
pobre bicho acepta comida de los viajeros, nos mira con una sonrisa tan dulce
como la del capitán Cabanillas, sus zarpas no son aún el arma mortal de sus
mayores. Las orillas nos miran pasar con un supuesto desinterés que no es tal
porque detrás de la pared verde selva se esconden ojos inquietos: a veces se ve
un niño que vuelve a esconderse tras un arbusto, otras veces una gran ave
levanta el vuelo, tras aquel bosquecillo se levanta una columna de humo que
revela un asentamiento. Al caer la noche, el griterío resulta abrumador y
cuando la oscuridad rodea al barco, miles de luciérnagas brillan misteriosas
sobre las copas de los árboles invisibles. Más perturbador resulta imaginar al
cojo Aguirre degollando en algún punto del camino al gobernador Pedro de Ursúa
para levantar un imperio independiente de la corona española o a los hombres de
Arana descuartizando niños para obligar a sus padres a recoger una bola mayor
de caucho. La selva guarda tantos secretos que muchos resuenan entre la
floresta, a salvo de los aguaceros, pidiendo a gritos silenciosos que alguien
los recuerde para que al menos no caigan en el olvido. En algún punto de estas
orillas, pero mucho más al norte, miles de indígenas perdieron las vidas a
latigazos, a balazos, a machetazos por negarse a servir de esclavos para los
caucheros que querían vivir una vida parisiense en mitad de la selva. Un
ejemplo son los nukak. Otros, en cambio, prefirieron extravagancias menos
mortales: el señor Vaca Díez, socio de Fitzcarraldo, el otro gran cauchero de
fines del siglo XIX, se hizo traer una casa de fierro diseñada por Gustave
Eiffel, la casa de Fierro que aún resiste en pie en pleno centro de Iquitos, y
otros caucheros trajeron losetas desde el lejano Portugal para que sus
mansiones selváticas tuvieran ese punto de distinción que todo hortera necesita
para que su fortuna se sienta y se huela.
En
el camarote se celebra una frenética y entretenida carrera de cucarachas:
decido pues montar mi hamaca en el tercer piso y dormir entre la multitud. El
viaje es apacible y tranquilo aunque dicen que últimamente proliferan los
ataques piratas. Cuando yo descendí el río no había más peligro que las
extensas nubes de mosquitos que podían convertir la mera existencia en una
tortura. Pero ahora, y precisamente en los alrededores del lodazal que hace las
veces de muelle, se desarrolla la conocida banda 'Piratas de Yurimaguas', una
denominación carente de imaginación pero con una legendaria mala leche que deja
tras de sí muchachas violadas y pasajeros, sobre todo turistas, desplumados y
ultrajados. Un problema añadido para una región, la del Loreto, en el Perú, y
para toda la Amazonía en general, en la que el 90% del transporte de carga y de
pasajeros se realiza por río. Francisco, un mestizo grandote y sonriente, me
habla del otro peligro: 'durante algún tiempo trabajé para los narcos del
Ucayali', asegura, 'y eso sí era chévere: dinero, alcohol, mujeres...' Para
terminar de liar la madeja, las riberas del Ucayali, algo más al sur, y los
alrededores de Yurimaguas han sido escenario de algunos enfrentamientos entre
los militares del ejército y los restos del grupo maoísta Sendero Luminoso.
Atrás quedan las preocupaciones políticas y narcóticas, por delante tan sólo el
lento peregrinar del río.
A
las dos de la madrugada, cuando por fin he conciliado el sueño, resuenan notas
de guitarra y cohetes. Me levanto apresuradamente y veo que el Mari Carmen ha
fondeado a un par de metros de la orilla y que una multitud nos recibe en
estado de fiesta febril. Es el municipio de Santa Rita. Los hombres están
borrachos, las mujeres serias, los niños aturdidos. 'Llevan esperando más de
doce horas que llegue el barco, los hombres no han aguantado más y se han
emborrachado', me cuenta otro pasajero. La maquinaria de la cubierta principal,
que estaba poniendo en peligro la estabilidad de la embarcación, ha llegado a
su destino. Una banda de música desafina notas de una irreconocible melodía mientras
mantiene colectiva y solidariamente sobre los hombros al alcalde de la ciudad.
Por supuesto, borracho. El hombre sólo acierta a repetir en estado de
lamentable ebriedad: 'yo cumplo lo que prometo'. Sí, muy bien, pero ahora hay
que descargar unas enormes máquinas en una orilla resbalosa y con un desnivel
de casi dos metros. Salto a tierra y la gente me mira como yo los miro a ellos:
medio dormido, medio alucinado. El poblado es muy precario, sin carreteras ni
apenas iluminación. Las máquinas deberán cambiar la faz de este lugar en mitad
de la nada y el pueblo suelta globos de alegría. Pero bajar la maquinaria no es
fácil: una cuerda atada al guardabarros de una de las excavadoras tira con
todas sus fuerzas desde un cuatro por cuatro salido no se sabe de dónde. Mal
que bien la máquina consigue bajar pero queda otra a bordo, la más pesada. De
nuevo tensan la cuerda y pienso que si revienta nos cortará por la mitad a los
que coja por su camino. Dicho y hecho: la cuerda revienta y suelta un latigazo
que se pierde en la multitud. Todos nos miramos, nos tocamos: estamos enteros.
Desde cubierta, el capitán Cabanillas, harto ya de la situación, empuja con
otros fortachones la máquina, que cae al barrizal, a dos metros de la orilla.
'Corriendo o se quedan', grita mientras salto a bordo y dejo aturdidos a los
habitantes de Santa Rita. Tienen trabajo por delante, no creo que sea fácil
sacar ese mamotreto del barro, y mucho menos borracho.
Vuelvo
al refugio de la maraña de hamacas colgadas en la cubierta del tercer piso. Han
puesto una película en un vídeo: 'Jackass', le estúpida cinta norteamericana de
suicidas dementes que, sin embargo, no mueren tan fácilmente. El pasaje se
revuelve nervioso en sus hamacas. Se envuelven para no ver las desagradables
escenas de la película. Pero hacen trampa y puedo ver sus ojillos curiosos
asomando entre las costuras desmadejadas de las telas. En el fondo disfrutan de
esta idiotez como disfruto yo, entre ramalazos de arrepentimiento culpable.
¿Qué hago viendo Jackass en mitad de la Amazonía? Me vence el sueño. Cuando
despierto, ya de mañana, y después de tres días embarcado, el Mari Carmen llega
a Iquitos. El corazón del Amazonas.
© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
Malísimo el reborde -pop up-negro de a lado no te pude leer!
ResponderEliminares cierto!!, por eso cambié a otra página, puedes leer todas las entradas en la nueva web: http://www.losmundosdehachero.com
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