Al sur
del municipio de Bogotá, pero sin salir de él, se encuentra Sumapaz, el páramo
más grande del mundo. Me asombra que esté en su término municipal, que en
Colombia se denomina distrito capital, pero así es y para llegar hay que
subirse a un autobús y prepararse para un viaje de más de tres horas. ¡Tres
horas en autobús y uno no sale del término municipal! El caso es que el vehículo
sube cuestas penosas, se enfrenta a un frío creciente, se detiene ante un
control militar en el que los soldados examinan cuidadosamente la documentación
de los pasajeros y llega, por fin, al páramo. El páramo más grande del planeta.
Dice la biogeografía que un páramo es un ecosistema montano intertropical con
predominio de vegetación tipo matorral, y por su parte el diccionario que un
páramo es una superficie de terreno llano, de altitud elevada y suelo rocoso y
pobre en vegetación. El de Sumapaz es el mayor del mundo porque su extensión es
de ciento setenta y ocho mil hectáreas, y si una hectárea es un campo de fútbol
podemos decir que caben ciento setenta y ocho mil canchas de balompié a cuatro
mil metros de altitud.
La brusca caída de la noche, que en el trópico es a
plomo, confunde las suaves pero inexorables colinas en un festival de nieblas
que parecen fundirse con la noche y con la tierra. Es un lugar mágico, frío,
distante y, sobre todo, sagrado para los indios muiscas, un lugar donde Bachué,
la madre del género humano, se sumergió en la laguna de Iguaque para parir toda
una raza, un sitio al que los hombres no deben volver a entrar. Pero entramos
y, a juzgar por el control militar, el ajetreo en este lugar de suma paz es
considerable.
Los
conquistadores españoles llamaron a este lugar el País de la Niebla y el
amanecer vuelve a demostrarme por qué. Las nubes están tan en casa que no se
van, se aferran a los picos más altos, a las suaves pendientes, a los
escarpados riscos, envuelven los valles o se plantan serenas sobre los tejados.
Por aquí pasó el botánico gaditano José Celestino Mutis y los naturalistas Alexander
Von Humboldt o José Cuatrecasas. Por estas escarpadas montañas y por entre los
jirones de nubes pasó la expedición de Nicolás de Federmann, un alemán que se
empeñó en encontrar el fabuloso tesoro de Eldorado pero sólo dejó un reguero de
cadáveres helados. Los chibchas, que también pululaban por estas regiones,
vivían horrorizados el descaro con el que esos barbudos conquistadores se
internaban en una zona tan sagrada y prohibida y a buen seguro que sonreían
pícaros cuando en lugar de oro sólo encontraban frailejones en flor y
cóndores volando en círculos.
Ropa tendida en la niebla |
Y
durante el siglo XX Sumapaz ha sido también un corredor de las FARC que
comunicaba los grandes campamentos de las regiones del sur con los alrededores
de la capital, Bogotá, el refugio seguro para los guerrilleros que escondían
entre las tinieblas a sus secuestrados en campamentos móviles, una región de
espaldas al gobierno colombiano que proporcionaba seguridad y reclutas a los
subversivos. Hoy la zona es segura, me dicen, pero las noticias no son tan
tranquilizadoras y de cuando en cuando surgen novedades en forma de
enfrentamientos o el asesinato de algún concejal. En el municipio de Dolores
encuentran un zulo con armas de la guerrilla, un enfrentamiento deja diez
subversivos muertos y al célebre dirigente de las FARC el Negro Antonio
capturado, una explosión acaba con la vida de dos soldados de la XIII brigada
de la Fuerza de Tarea Sumapaz. La población ha apoyado tradicionalmente a la
guerrilla y la impetuosa entrada de las fuerzas armadas regulares provocó
tensiones y una violencia añadida que muchos campesinos no perdonan ni olvidan.
Acompaño a un grupo de psicólogos, músicos y
trabajadores sociales que desarrollan un curioso proyecto para recuperar la
estima de mujeres que han sido golpeadas por la violencia. Su director, Edgar,
asegura llevar a cabo un proyecto de psicología de la liberación, una idea que
parece enlazar con la teología de la liberación pero sin contar con el
Altísimo.
Y como muestra, el polideportivo de un pequeño pueblecito llamado
Nazareth se convierte en su particular laboratorio: los músicos tocan sus
instrumentos, Edgar dirige la acción micrófono en mano con sencillas
instrucciones y una voz envolvente, un gran grupo de mujeres campesinas camina
en círculos, eleva las manos, se abrazan, se besan, lloran a moco tendido
mientras recuerdan a sus muertos y a sus vivos, se tocan los rostros, se rozan,
miran sin ver porque están en otra dimensión, la de las emociones
cristalizadas, de pronto bailan, sonríen, una abuela ríe como loca, es una
suerte de catarsis y una respuesta colectiva a un drama colectivo: una señora
recuerda cómo perdió a su marido campesino por una crecida y luego a sus dos
hijos por un oscuro incidente que no concreta, otra afirma que la violencia no
está sólo en la naturaleza o en la política sino de puertas adentro y que su
marido le pega, los niños del pueblo han hecho dibujos que cuelgan alegres y
coloridos de un panel: cuando me acerco a verlos el contenido sigue siendo
colorido pero ya no es tan alegre: un soldado mata a un hombre, hay una leyenda
de odio al ejército, los niños dibujan alegres y coloridos los dramas negros y
grises que observan a su alrededor.
'Te mataré' .... 'No, por qué' |
'Odiamos a los soldados por lo que nos hicieron en nuestro páramo' |
El
festival se interrumpe y un trío de abuelas muy mayores, envueltas en sus
ponchos, toma la palabra. Hay demasiados militares en la región, dice un señora
con sombrero, nos humillan a diario, la situación es muy grave, otra la
interrumpe, antes se vivía mejor, dice convencida, el auditorio escucha atento.
A unos kilómetros de Nazareth se encuentra San Juan de Sumapaz, de donde fue
alcalde Jaime Garzón, el más irreverente de los comediantes colombianos, el más
crítico con el poder y sus excesos, un antiguo subversivo que negoció con
guerrilleros y gobierno hasta que se lanzó a la fama del humor y acabó
asesinado por ello: en Colombia el poder no parece tener mucho sentido del
ridículo. Su muerte sigue envuelta en un halo de oscuridad, al estilo de las
nubes que sumergen su querido páramo en una neblina permanente, una neblina que
confundió a los españoles y que recibió a los primeros perros que conoció
Bogotá, traídos por Federmann para mayor horror de los indios. Una neblina que
me despide como me recibió, enroscada en las copas de los árboles, en las cimas
de las colinas, en las cabezas de los campesinos, una neblina para que no
olvide el visitante que en el páramo más grande del mundo hay mucho que
arreglar y mucho que esconder.
José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
losmundosdehachero@gmail.com
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