En Cizre los niños kurdos pasan más tiempo lanzando cocktailes molotov que leyendo libros como los que me da Osmán |
En una enorme mansión del centro de la ciudad de Mardin, Osman Baran quiere enseñarme algo: un libro infantil. Es más: muchos libros infantiles. Se empeña en que me los lleve a España y se los enseñe a todo el mundo. Gracias, le digo, pero me incomoda pensar en llevar esa enorme colección de libros infantiles en la mochila. 'Por libros como estos ha muerto gente en el Kurdistán', me dice serio y entonces bajo los ojos y los hojeo. Me parecen inocentes dibujos infantiles, están subtitulados y los libros además pueden leerse en dos direcciones.
'Están escritos en turco y en kurdo y eso siempre ha sido un acto revolucionario', me dice Osman a través de mi amigo Yan, un arquitecto de Estambul que traduce al español. ¿Revolucionario un libro infantil? Miro circunspecto a Yan, con sus enormes pantalones bombachos, miro ceñudo a Osman, con su enorme bigote y su cara de oso grandote.
Pues sí. Los libros infantiles pueden ser revolucionarios y prácticamente cualquier cosa podía alcanzar esa categoría. Por ejemplo, en 2006 el alcalde de la cercana ciudad de Diyarbakir, Abdullah Demirbas, del partido Paz y Democracia, inauguró una estatua dedicada a la lucha contra el maltrato infantil y la fiscalía lo llevó a juicio porque pensó que era una clara alusión un niño kurdo de 12 años muerto por la policía turca durante una protesta. Las acusaciones de la fiscalía turca durante la primera década del siglo XXI alcanzaron ribetes de surrealismo por juicios como estos:
- Imprimir anuncios en turco y kurdo para concienciar sobre la lucha de los Derechos Humanos
- Traducir el sistema libre de software Ubuntu al kurdo
- Publicar libros para niños en kurdo y turco
- Publicar libros en lengua kurda sobre cómo mejorar la salud en zonas rurales
- Publicar un libro con nombres kurdos para bebés
- Repartir felicitaciones con la palabra kurda del nuevo año kurdo: Newroz
Hoy cosa ha cambiado levemente pero Osman recuerda orgulloso que fue su padre, Aziz, uno de los luchadores locales de la causa kurda. 'Mi padre levantó el primer cine de la ciudad, el primer festival de teatro, impulsó la publicación de libros escritos en turco y kurdo', comenta apasionado este antiEdipo completamente rendido a su papi. 'Llévese los libros', me insiste, y sin saber muy bien por qué aparezco en mi hotel con una colección completa de libros infantiles escritos en kurdo. Y con ellos me llevo la historia de los Baran, que el bueno de Osman se empeña en que escriba minuciosamente, desde 1927, cuando su abuelo, Aziz, fue expulsado de la ciudad tras la rebelión de Sheikh Said, que pretendía resucitar ese Califato que ahora levanta el Estado Islámico algo más al sur. 'La historia de mi padre es la historia de los kurdos en el siglo XX', dice, 'primero el genocidio cristiano, luego las revueltas por la identidad religiosa, más tarde la desaparición de la conciencia de etnia, luego los devaneos con los partidos comunistas y ahora la lucha por la integración'.
El propio Sheikh Said murió ahorcado en 1925 indignado con un Ataturk que no quería más etnias que la turca en Turquía ni más religión que el Laicismo. Una afrenta que atormentaba a muchos kurdos piadosos, que no habían dudado en asesinar a cientos de miles de cristianos a las órdenes de los tres Pachás, culpables para siempre del genocidio de armenios y asirios como muestra de su lealtad al imperio otomano, un genocidio que ha pasado a la memoria kurda como Seifo, 'el año de la espada'. Claro que aquellos tiempos ya quedaron atrás y los tres Pachás y el mismo imperio otomano eran el recuerdo de una grandeza que ya no se vería más: era la hora de recuperar su identidad, pensaron antes de caer borrados por el enérgico Ataturk.
El abuelo de Osman, Aziz, diluyó su espíritu kurdo en un mar de aculturación en el que cualquier etnia distinta de la turca no existía por decreto. Los kurdos fueron denominados entonces 'turcos de las montañas', y el esplendor pasado, (los kurdos se consideran descendientes de los Medos), se diluyó igualmente, a pesar de suponer un tercio de la población del país. Aziz encontró esposa en Diyarbakir y regresó a su ciudad natal cuando la revuelta se calmó para probar suerte en el transporte porque los seres humanos, pensaba, siempre necesitan comer y beber, dormir en una cama, vestirse e ir a otros lugares. Todo lo demás es accesorio, irá y vendrá, pero lo básico siempre será lo más seguro. Por eso, y una vez hicieron dinero con el transporte, acondicionaron la gran casa familiar como hotel. Era el año 1952 y todo funcionó hasta la muerte del patriarca, quien dejó como heredero al joven Aziz, el padre de Osman, con sólo 17 años, un joven que decidió estudiar economía para afianzar el pequeño imperio familiar.
Y así, el joven heredero que rezaba cinco veces y cuyo padre había luchado por imponer la sharía descubre de pronto el marxismo y cae fascinado por las teorías del alemán. Tanto que en 1974 el hasta entonces rentable hotel cayó fulminado por las deudas. Y Aziz, obsesionado por las injusticias sociales, se presentó a las elecciones como kurdo marxista en una época de militares anticomunistas y de kurdos que no sabían que eran kurdos. Y encima perdió por sólo 125 votos. Aziz vuelve a intentarlo nuevamente en 1978, continúa Osmán, ahora en coalición con un amigo que admira a Mao Zedong, ¡¡un maoísta kurdo en las desérticas llanuras de la Anatolia turca!!. Así, de coalición en coalición, Aziz llega al Partido Turco Socialista del Proletariado, uno más de las decenas de partidos comunistas que jalonaba la Turquía de los años 70, y logra, ya en 1980, un tercio de todos los votos de su ciudad: Mardin. Pero el gafe acompañaba al ya político Aziz y el 12 de septiembre de 1980 el ejército irrumpe en la escena política con un golpe de estado marcado por una premisa: todos turcos, todos hermanos. Así pues, sobran las etnias diferentes, sobran llamadas religiosas a instaurar la sharía, sobran las guerrillas revolucionarias y étnicas (como el PKK de Abdullah Ocalan). Y el Aziz político, marxista, socialista y maoísta huye porque es sospechoso doble, por kurdo y por rojo, y huye hasta la (para mí) exótica Iskenderum, en la actual Irak, y tan asfixiado está el hombre que desempolva su espíritu empresarial cubierto durante años por gruesas capas de marxismo y triunfa con un negocio de avituallamiento de barcos.
Con el tiempo, y los militares lejos del poder (aunque no tanto), Aziz vuelve a casa, ya algo menos marxista pero siempre un izquierdista convencido y vuelve a deambular de partido en partido hasta que, en 1998, consigue el cargo de gobernador y hasta un puesto como parlamentario en Ankara (aunque el sistema electoral turco del momento invalida a los vencedores si el partido no logra un mínimo del 10% de la votación total). Sus últimos años los pasa en un quiero y no puedo, expulsado de la política por la nomenklatura y no por los votantes. Aziz se da a la bebida, a internet y a los cigarros que su madre le liaba compulsivamente. Ahora, ciego y casi paralizado, Aziz ofrece consejo a los kurdos que quieren escucharlo, les recuerda cómo sus compañeros terminaron muertos o en prisión y que la burocracia y la represión terminaron por minar su alma. Pero no la del pueblo kurdo, me dice su hijo, Osmán, mientras une en un hato todos los libros infantiles. No hay escapatoria: tendré que llevarme el lote entero, pero el rato y la historia han merecido la pena...