En
el centro de la isla Sulawesi, que nosotros conocemos con el nombre de islas
Célebes, en la actual Indonesia, existe un extraño lugar donde los vivos no
pierden jamás de vista a los muertos y los muertos observan desconfiados a los vivos. Pareciera que los primeros se hayan puesto incluso al servicio de las tinieblas, al de los finados, porque los acontecimientos los marcan los que ya
no están, las fortunas se convierten en ruinas por culpa de los que se fueron y
hasta viven mezclados, vivos y muertos, juntos en una misma casa, el difunto
momificado y vigilante, el vivo respetuoso y un tanto estresado. Ese lugar se
llama Tanatoraja, o ‘tierra de los toraja’, o más aún: tierras altas, una
singular etnia animista que fue evangelizada en vano por misioneros holandeses
y que hoy se declaran cristianos mientras observan con el rabillo del ojo las
evoluciones de su perro pensando en una cena suculenta.
Por
ejemplo: la tradición de los toraja manda que los herederos del occiso maten
unos bueyes para que acompañen el camino del fallecido en el Más Allá. El señor
Hen quiso elevar la apuesta y le prometió a su señora madre que mataría un buey
por cada año que hubiera vivido. Los bueyes son caros y una familia ahorra
durante años a la espera del entierro de algún ser querido.
‘Mi
madre murió con ciento un años’, comenta con una amplia sonrisa, ‘su muerte fue
mi ruina’. En Tanatoraja la vida gira alrededor de la muerte y el visitante
incauto puede provocar carcajadas entre la audiencia si, como yo, pega un
respingo tras tumbarse feliz sobre una montaña de coloridos cojines, cuando le
dicen que cada almohadilla contiene los restos de un antepasado ahumado y
plegado sobre sus articulaciones.
También
es fácil congelar el gesto cuando, arrodillado ante una humilde mesa para mejor
sorber el té hirviente, alguien comenta que la mesa no es tal sino una caja y
que dentro duerme su sueño eterno el abuelo, momificado gracias a una inyección
de formalina. ‘Antes los ahumábamos hasta que podíamos plegarlos sobre sus
articulaciones’, me explica el señor Hen, ‘pero ahora les inyectamos formalina
y es mucho más fácil y rápido…’ Los toraja son gente hospitalaria y amable,
pero tienen una extraña costumbre funeraria: sus entierros sólo se celebran en
verano, principalmente en agosto, para aprovechar la época seca, y sus muertos
esperan a que los vivos consigan ahorrar la suma suficiente como para
sacrificar los bueyes en su funeral. Cuanto mayor rango social tuvo el
fallecido, más bueyes morirán ese día, cercenadas sus gargantas por un machete
mellado. Bueyes que esperan su muerte con la singular paciencia de las almas
inocentes, aguardando flemáticos su destino en pueblos de mentira, pueblos que
no existen, pueblos que desaparecerán con el cuerpo del abuelo.
Los
toraja son conocidos mundialmente por dos aspectos de sus vidas. El primero es
el curioso ritual funerario que les tiene siempre tan atareados. El segundo es
el curioso también modo de construir sus casas, con una extraña forma de Y que,
dicen ellos, sirve de recuerdo y homenaje a sus antepasados de la noche oscura
de los tiempos, cuando llegaron a la isla a bordo de barcos parecidos. La
costumbre de comer perros o murciélagos gigantes no los caracteriza como etnia
porque sus vecinos también lo hacen.
Franz
ha localizado un entierro de cierta entidad. ‘Matarán veinticinco bueyes’, dice
entusiasmado, ‘y estamos invitados’. Claro que no es muy difícil conseguir que
te inviten: tan sólo hay que presentarse en el funeral con algún obsequio para
la familia y dejarse llevar por la corriente humana. Los familiares del
fallecido están obligados a levantar un poblado tradicional en pequeño, con
representaciones de las típicas casas en miniatura, a modo de graderíos sobre
los que se distribuyen los asistentes, casas de tan poca calidad que, de cuando
en cuando, cae alguna con gran estrépito desparramando a varios desafortunados
por los suelos encharcados de sangre de búfalo, una situación azarosa que
provoca sonoras carcajadas del respetable mientras los damnificados se levantan
con una amplia sonrisa. En ocasiones una mala caída puede incluso originar un
nuevo enterramiento en una absurda espiral de sepelios que se retroalimentan…
En
el pequeño poblado donde se celebra este funeral se concentra una gran multitud
de visitantes. Son parientes, vecinos, conocidos, gente anónima, veo dos
turistas con grandes cámaras, hay absolutos desconocidos que vienen de otras
islas atraídos por el rumor de un entierro de los que hacen época. Los búfalos
esperan pacientes, sujetos por las argollas de sus hocicos a las manos de otros
tantos muchachos ansiosos por que empiece la ceremonia. De pronto, cae el
primer animal. Un certero machetazo le destroza la yugular, el buey parece caer
de pronto que eso es la muerte y que, como diría Alfredo Zitarrosa, la muerte
duele, pero qué es doler y qué duele y dónde. Ya es tarde, no obstante, para
tanta pregunta porque el animal se desangra irremediablemente, dobla sus patas
y cae al suelo para buscar inútilmente el aire que se le escapa. Que huye como huye
su vida y su sangre, que mancha el suelo en un pequeño pero creciente océano
rojo que lo invade todo. Niños de apenas diez años se acercan con sus cañas de
bambú para llenarlas de la sangre roja de puro oxígeno de la bestia agonizante.
El segundo buey, que ha visto cómo muere su compañero, rumia despreocupado
mientras se acerca su matarife, lo miro con indiferencia, mira el machete con
curiosidad, vuelve a rumiar, ve el cadáver de su compañero, escucha los gritos
del público y, de pronto, siente en su garganta el filo mellado de un machete
como mínimo sucio de la muerte y cae entonces, como cayó su compañero, en que
la muerte es eso, sin saberlo, y que su compañero murió como muere él en ese
momento. Y aún no ha expirado este segundo búfalo cuando un tercero, igualmente
flemático y parsimonioso, se acerca manso a ofrecer su recio cuello a su
verdugo. El espectáculo tiene algo de hipnótico, la sangre que tiñe el suelo
amarillo albero, los gritos de los visitantes, los ansiosos que no pueden
esperar al fin de la masacre para despiezar a los animales muertos y se
reparten los cuartos traseros mientras apuran sus cigarrillos con aroma a
clavo.
Del té y las pastitas que me han ofrecido en los graderíos pasamos al festín carnívoro a ras de suelo. Un grupo de chicas canta una larguísima canción, la carne está sabrosa y a los toraja les encanta que les hagan fotos.
También resuenan unos chillidos agudos: son cerdos, inmovilizados en unas
coloridas jaulas con forma de casas-barco, cerdos gritones, cerdos que tiemblan
ante la muerte de sus compañeros, que también van cayendo como los bueyes,
cerdos que, a diferencia de aquellos, son conscientes de la masacre y chillan
desesperados porque ese gorrinito que aquel señor descuartiza con tanta
habilidad era su primo, o al menos su amigo, y el cerdo sabe que pronto le
tocará a él.
Por eso los inmovilizan, estos toraja son así de listos, no
quieren que la jornada acabe con una rebelión digna de Orwell aunque los pobres cerdos no dejan de inspirar una profunda lástima... No sabemos qué pensarán de estas matanzas los homenajeados, los muertos, en su mundo aunque sí que están eternamente condenados a caminar bocabajo, hablar al revés y esperando las cosechas perdidas de su pueblo para poder comer porque los toraja creen que el otro mundo es una réplica de este, pero en su contrario.
Detalle de la colorida jaula del cerdo, que chilla desesperado esperando su turno en el holocausto porcino |
Las cornamentas de los bueyes acaban decorando los frontales de las viviendas toraja |
Al funeral todavía le quedan dos días pero Franz ya ha disfrutado bastante y parece feliz con su barriga llena. En el camino de vuelta encontramos otro funeral, este bastante más austero: sólo han matado un buey y los asistentes, alrededor de una cincuentena, se protegen de una breve llovizna bajo una humilde techumbre. Incluso en Tanatoraja hay clases. El funeral es doble porque aprovechan para sacar los muertos de otros años y cambiarlos de cementerio. Los cadáveres reposan envueltos en telas coloridas, a modo de cojines, tirados en cualquier parte. El anfitrión está encantado de que un extranjero haya acudido a su entierro y decide sacrificar otro buey en mi honor. Mis súplicas para que indulte al animal caen en saco roto y tengo que aguardar a que su carne se cueza para no hacer un feo a esta familia sumamente pobre que me homenajea de este modo tan injusto (para el buey).
Este búfalo se convirtió en mi homenaje y murió en mi honor: descanse en paz |
Porque
comprar un buey no es tan sencillo. Hay que ahorrar durante muchos meses, en el
caso de familias adineradas, años si la familia es pobre, hay que hacer
cuentas, renunciar a caprichos, buscar y rebuscar en los mercados para
encontrar esa bestia que le venga bien al fallecido, relamerse ante los bueyes
albinos porque tienen un plus de calidad para el postrer viaje pero al tiempo
son mucho más caros, hay que apretarse el cinturón y pensar que el sacrificio
merece la pena porque pronto será uno mismo el que muera y el que reciba tan
magnífico regalo celestial.
Tumbas toraja |
Y,
por supuesto, hay que dejar constancia de nuestro paso por estos mundos de
Dios. Cerca de Rantepao hay una curiosa montaña desde la que los muertos miran
a los vivos. Y lo hacen con los ojos muy abiertos, tallados a imagen y semejanza de los
que ya no están, esculpidas en madera sus caras de vivos para que oteen el
horizonte ahora que están muertos. Se llaman Tau Tau y representan a los difuntos: otro gasto más para que el tránsito se cumpla a la perfección. A los
pies de la montaña de Londa los escultores se afanan en dar forma y vida a los
trozos de madera.
Los artesanos esculpiendo los Tau Tau que luego adornarán las entradas de las tumbas |
Me despido de Tanatoraja pensando que no cuadra muy bien este animismo tan de libro con la religión
cristiana como para que todos los toraja que encuentro me digan que son
protestantes. Sobre todo en un país como Indonesia, el más poblado del mundo
musulmán, con más de doscientos millones de seguidores de Alá. Hasta que me
comentan que su cristianismo tiene más de desesperación que de otra cosa y que
lo abrazaron después de rechazar hace cien años a los misioneros holandeses
para caer en unas cruentas guerras con los musulmanes de la isla de Java que
quisieron también convertirlos a su fe. Los toraja, en masa, abrazaron entonces
el cristianismo pero de boquilla, listos que son los tíos, porque a la vista
está que los espíritus siguen soplando sobre las tupidas selvas de Tanatoraja y
que sus feligreses viven como Santa Teresa de Jesús, muriendo porque no mueren.
© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com
Espectacular
ResponderEliminarIncreible, enhorabuena por el trabajo.
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