José Joaquín de Iturrigaray y Aróstegui llegó a Veracruz en 1803 con  un equipaje tan exagerado que las autoridades le exigieron que abriera  las maletas. José Joaquín montó en cólera: soy el virrey de la Nueva  España, dijo airado, el más alto comisionado del Rey en América, nadie puede hacerme pasar por esta vergüenza. El representante real en su más próspera colonia  aseguraba que no traía más que efectos personales libres de impuestos y que el exagerado cargamento de telas estaba destinado a  confeccionarse trajes puesto que no había tenido tiempo de venir bien vestido. Superada la  aduana, el virrey vendió las telas por ciento cincuenta mil pesos. Los  mexicanos recibieron pues con un mohín de desagrado al amigote del  valido Godoy: el virrey ha llegado. José Joaquín pensó que debía una  disculpa a sus súbditos y organizó un viaje a Alhóndiga de Granaditas  para conocer de primera mano un gran almacén levantado por su antecesor  en el cargo. Los mexicanos debieron de pensar que había entrado con mal  pie pero que en el fondo no tenía mal corazón, pero corrió la noticia  de que los mineros le habían prometido mil onzas de oro si accedía a  reunirse con ellos. José Joaquín Iturrigaray, hasta entonces un  prestigioso militar nacido en Cádiz y con méritos en Francia,  Portugal y el sitio de Gibraltar, arrastró el sambenito de corrupto  politicastro que venía a lo que todos: a robar.
El  gaditano, que no era tonto, supo que se estaba pasando y trató de mostrarse magnánimo: construyó el  camino de México a Veracruz, impuso las vacunas que se extendía ya por Europa, incluso pareció ser más simpático. Pero Napoleón invade la península, obliga a Carlos  IV a abdicar y el gaditano se ve inmerso en una gran lío. Los mexicanos se dividieron entre los que exigían  lealtad a un rey que no reinaba y los que pedían que la vida continuara  hasta que se aclarara la situación. José de Iturrigaray y Aróstegui,  más enredado que su apellido, empeñó su vida en tranquilizar a los  criollos con subvenciones y obras públicas, permitió a los rebeldes crear  una junta independiente y, sin saber dónde se metía pero exagerando su buen rollismo, aceptó presidirla. La  colonia española estaba revolucionada: en España, su rey ausente; en la  más próspera colonia, el virrey encabezando una junta independiente. El  acabóse, exclamó Gabriel del Yermo, un vizcaíno realista que la noche del 15 de septiembre de 1808, al mando  de quinientos hombres, tomó el palacio, detuvo al virrey y lo  mandó a la Inquisición. La virreina fue ultrajada y los rebeldes  encontraron oro y pagarés por sumas astronómicas, una muestra más de la  rapiña del gaditano. Por si fuera poco, la correspondencia del  vicepresidente de los Estados Unidos, Aaron Burr, indica que José  Joaquín estaba implicado en un proyecto de invasión del ejército yanqui  para arrebatar México a la corona española. 
El virrey  volvió a España arruinado, preso y sospechoso de traición y nada más llegar a Cádiz ingresó en prisión para sufrir un proceso de infidencia: la corona había perdido la fe en su persona.  Sometido a juicios sin fin, el gaditano pasó los últimos años de  su vida litigando. Obtuvo la libertad en 1810 aprovechando una amnistía  general. Su vida se encauzaba nuevamente y recuperó su dignidad con el  primer litigio, que le consideró inocente. Pero volvió a perderlo con el  segundo juicio, que le consideró culpable. Ya no tuvo tiempo ni fuerzas  para más. José de Iturrigaray murió en Madrid en 1815 a los setenta y  tres años, dejando tras de sí una imagen que se ha convertido en cliché: la del político ladrón, corrupto, cobarde y traidor.
© José Luis Sánchez Hachero
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