jueves, 17 de noviembre de 2011

Viaje a Colombia: la plata blanca, cuando la coca es algo más que una droga




Doña Rosalba sale de su casa con cincuenta y cuatro gramos de cocaína en una mano y su nieto en la otra. Hoy toca mercado y el camino hasta la población más cercana es largo: hay que ir en canoa porque la zona no tiene carreteras. En el colmado, una balanza de precisión hace las veces de caja registradora. ‘A dos mil pesos el gramo’, multiplica la dueña del comercio, ‘son ciento ocho mil pesitos’. Al cambio, apenas treinta euros. Doña Rosalba lleva la lista de la compra en la cabeza. ‘Póngame una ruedita de arroz, media de papa, lentejas, cuatro libras de maíz, diez cigarrillos, leche para los niños…’. En el interior de las selvas de Colombia la moneda de curso legal desaparece a veces arrollada por el valor siempre seguro de la cocaína. Ocurre cuando la presión del ejército es tan grande que los enviados por las mafias no pueden entrar en la zona. Los campesinos sienten entonces la asfixia de la necesidad, en ocasiones incluso hambre, y lo único que siempre tiene salida es la cocaína. El precio de las cosas se mide en gramos. Una cerveza, un gramo. 'Eso ha pasado durante mucho tiempo', bromea Pedro Arenas, alcalde de San José del Guaviare. 'Hace años ciertos narcotraficantes cambiaban unos polvos por otros', alude a la costumbre de pagar con cocaína los servicios de las prostitutas en las localidades más remotas de la selva.

Doña Rosalba con su bolsa de pasta base de cocaína

Pero la broma va más allá. Hoy día rige un sistema económico paralelo basado excepcionalmente en el intercambio de cocaína. Un medicamento para calmar el dolor, un gramo. Un almuerzo, dos gramos, y una partida de billar, tres. 'Sí, es cierto, en algunas poblaciones del Amazonas se produce lo que ellos llaman el trueque, un cambio de cocaína por algunos productos, por ejemplo, por una libra de carne', cuenta Marcos Baquero, concejal de San José y antiguo cocalero. 'Yo mismo comencé con quince años 'raspando' la planta y luego pasé a procesarla'. ‘Aquí a los trabajadores les pagan en cocaína’, afirma Félix Bonilla, presidente de la Fundación Manos Limpias. ‘Los dueños de los laboratorios pagan al peso la mensualidad, y lo hacen a ojo, de un saco de cocaína calculan el sueldo a cucharadas, sacan varias paletadas y les dan una bolsa de media libra’. Los trabajadores se guardan la droga y la intercambian por alimentos básicos. Por las aldeas de la selva merodean, de cuando en cuando, los compradores. En sus todoterrenos o a bordo de embarcaciones, si la carretera no llega al pueblo, ofrecen cantidades irrisorias a los campesinos: sesenta céntimos de euros por gramo de pasta base pura. Otros se dirigen directamente al colmado local, donde el comerciante les espera con kilos de polvos blancos obtenidos del intercambio con los cocaleros.




‘Nosotros cambiamos coca por productos básicos cuando la presión de la policía es tan fuerte que los compradores no pueden entrar en nuestros pueblos’, me explica Yesid Pereira, un líder campesino de la zona. Entonces se produce lo que ellos conocen como ‘cambalache’. En algunos comercios cuelgan carteles con la leyenda ‘no cambalacho’, comerciantes que no acaban de ver claro el negocio. En los demás, las cajas registradoras han desaparecido y en su lugar aparecen modernas balanzas de precisión. Las bolsas con cocaína cambian de mano y los campesinos exigen no sólo productos sino incluso facturas. ‘Sacar un bulto de plátanos o de maíz es muy costoso mientras que si usted tiene un kilo de mercancía (cocaína) tiene dos millones de pesos en la mano que le sirven para cualquier cosa que usted necesite, eso es plata corriente, nosotros la llamamos la plata blanca’.





Doña Rosalba pasea por la calle mientras le preparan su pedido. ‘Hay que ayudar al campesino por solidaridad’, asegura la vendedora atando un gran paquete. ‘Nosotros guardamos la mercancía hasta que los caminos están despejados y pueden entrar los compradores: nos dicen que vayamos a tal sitio o vienen aquí mismo y la cambiamos por dinero legal’. El precio de la pasta base permanece estable desde hace seis años. ‘No es ninguna garantía, también tenemos pérdidas, porque hay campesinos que traen mercancía puerca y el que la compra descuenta, así que a veces perdemos dinero…’. Los campesinos cambian de todo. Desde harina a arroz, pasando por maíz o gallinas, en algunos restaurantes un almuerzo, el médico pasa consulta en gramos. ‘Yo cerveza no cambalacho’, cuenta la vendedora que prefiere ocultar su nombre, ‘porque la cerveza no es una necesidad, de pronto si uno tiene sed sí que la doy pero no para emborracharse’. ‘Hay veces que uno tiene más mercancía que pesos’, asegura Yesid. ‘Uno debe guardar sus gramitos en casa para intercambiar, y es más fácil cargar un kilo, o dos kilos, que llevar dos o tres millones de pesos’. Ocupa menos espacio y además es moneda corriente.




La nueva economía produce escenas impagables. Emilio Delgado salió desplazado de Miraflores, en las profundidades de la jungla, cuando las FARC amenazó su vida: ‘incluso al cura‘, cuenta divertido, ‘la gente le llevaba sus gramitos como limosna y yo le bromeaba diciéndole, padre, exija que se la den bien sequita para que no se rebaje tanto cuando la vaya a vender…’.







Vecinos de El Capricho, zona cocalera
Yesid explica la situación. ‘Nosotros somos narcoproductores’, asegura, ‘sembramos el cultivo, procesamos la pasta de coca y se las vendemos a otras personas, que son los que la cristalizan, y los que obtienen el lucro al pasarla a otros países: ahí es donde está el billete’, afirma serio. El problema es que esta estructura económica simplemente les permite sobrevivir un día más: los gramos de cocaína se convierten en maíz y pollo para comer, un cigarrillo o una cerveza como únicos lujos, y elementos químicos para producir más cocaína con la que comenzar de nuevo el proceso.


Los campesinos apenas saben leer pero sus conocimientos sobre química son abrumadores. ‘Ácido sulfúrico, ácido amoníaco, permanganato, cemento, gasolina, la ACPM, son materias primas muy fáciles de conseguir’, asegura Yesid, pero el gobierno ha extremado el control sobre ellas para evitar el procesamiento de cocaína, ‘por lo que llegan con un valor bastante alto y nos deja poco beneficio’.







Ramiro es un buen ejemplo. Asegura pasar etapas de necesidad, a pesar de tener un cultivo en su rancho en plena Amazonía. 'Quien no tuviera coca no recibía subvenciones, me dio putería y sembré una hectárea porque de otro modo no tenía acceso a las ayudas...'. Es decir, la sembró para arrancarla y conseguir dinero: la coca siempre es rentable. ¿Qué piensa usted si le digo que un sólo gramo vale en Europa 60 euros? 'Pues no se ofenda pero allá debe de haber mucho vicioso y Colombia debería ser más sincera y decir, dejémosla libre, porque vea la pobreza en la que estamos y lo que ustedes pagan por fumarse las plantas...'.


Ramiro en su plantación de hoja de coca

A pocos kilómetros, Zacarías tiene sembrada varias hectáreas entre maíz y bananos. Hoy es día de recogida y cinco braceros han venido de las inmediaciones para 'raspar' la hoja. Cada arroba les reporta tres mil pesos: un euro. Hoy han recogido quince: se repartirán quince euros. Están agotados, sentados ante un horno de piedra esperando el desayuno. Este fin de semana hay fiesta en una aldea cercana y ya saben dónde invertirán las ganancias. Zacarías, mientras tanto, arrastra los sacos de hoja de coca al rudimentario laboratorio. Una hilera de bidones desgastados y de botellas aseguradas con cuerdas guardan los químicos necesarios para el proceso. Con un cortacésped de dientes romos pica la montaña de hojas hasta reducirla a una masa informe. Luego la riega con gasolina enriquecida con soda. Más tarde vuelve a verter gasolina reciclada de anteriores sesiones. Vuelca la mezcla en el interior de un barril, donde nuevamente le añade gasolina. El resultado adquiere un color verde oscuro mientras reposa en el bidón. Zacarías le añade cemento, éter, ácido sulfúrico. Todo sin la menor protección, incluso manipula el sulfúrico con unos dedos de piedra. 'Si usted lo intentara le brotarían zarpullidos', bromea. La mezcla es filtrada por medio de trapos hasta adquirir una consistencia parecida a un queso fresco marrón. Es la pasta. Los recipientes de los químicos terminan esparcidos por el suelo.








En el laboratorio de doña Rosalba, por su parte, trabaja su hijo y un yerno. Dos enormes y precarias ‘piscinas’ llenas de hojas de coca ocultan los muslos de los trabajadores. Los pies hundidos en un líquido formado por gasolina y ácidos parecen de barro cocido. ‘Nos metieron la ilusión de los árboles de maderas preciosas, del tomate y del pipire’, afirma sombría mientras señala su finca repleta de árboles, ‘pero no viene nadie a comprarlos y sacarlos es tan costoso que no le ganamos nada, así que nos especializamos en la hoja de coca peruana, que es más alta y da un rendimiento muy superior a la local’. Doña Rosalba, entrada ya en los sesenta, se ha convertido en una experta en cocaína. ‘El rendimiento de la hoja peruana es de hasta un veinte por ciento mientras que la colombiana apenas llega al trece… Con la coca lleva usted un tantito así y lo vende, cincuenta gramos son cien mil pesos, y por un racimo de plátanos pagan dos mil, así están como usted ve, pudriéndose’. Doña Rosalba paga a sus trabajadores en cocaína, y al menos una vez al mes acude puntual al cercano municipio de La Carpa con algunos gramos para cambiarlos por comida.




       
          En Calamar no hay más de cuarenta vehículos pero si algo sobra es combustible. La ciudad, puerta a la Amazonía colombiana, tiene veinte gasolineras pero no deben ser suficientes porque la veintiuna está en construcción. 'Usted sabe', cuenta Pablo, un ingeniero local, 'en esta zona la gente ha vivido siempre de la coca'. La gasolina es imprescindible para convertir la hoja en el narcótico. La llegada del ejército de manera permanente ha colocado al negocio contra las cuerdas pero la zona sigue siendo una de las máximas productoras de pasta base del país. Lo que quiere decir del mundo. De hecho, en algunos caminos rurales un olfato avezado descubre cierto olor a amoniaco surgiendo misterioso de la selva. 'Dicen que los tiempos de la coca han terminado pero en cuanto ven a un forastero en moto todos corren para sacar el kilo que tienen bajo la cama, por si son los compradores...' Tras catorce años de fumigaciones, la coca no desaparece sino que se multiplica. Además, las consecuencias no pueden ser peores: decenas de miles de hectáreas de selva arruinadas, problemas de salud y miles de desplazados. Y todo por una victoria pírrica porque el Guaviare, región conocida por servir de prisión a Ingrid Betancourt, esconde más de 10.000 hectáreas de cultivos de hoja de coca. Sólo dos de sus poblaciones producen anualmente 75 toneladas de cocaína para el mercado mundial.        




El control sobre los insumos químicos provoca situaciones delirantes. Las veintiuna gasolineras de Calamar son el más claro ejemplo de paroxismo pero en la oficina de Cáritas encontramos la guinda. Jaime Alonso es el sacerdote encargado de la misión pastoral en la región. ‘Hacemos obras que necesitan cemento pero nos toca hacer unos trámites tan engorrosos que cualquiera renuncia fácilmente’. De hecho, se plantea paralizar la construcción de unas unidades sanitarias para acoger temporalmente a los miles de desplazados que el conflicto causa en las selvas. ‘Hay que tener una carpeta registrada en el batallón militar, conseguir permanentemente permisos y documentos, que desaniman muchísimo’. La conocida como ley 30 incrementa el control militar sobre los insumos químicos, pero el efecto es devastador. ‘Hay quien compró gasolina de contrabando y está ahora en la cárcel, está el campesino que llevaba cemento sin permisos y está en la cárcel, y luego los jóvenes que pasaban cuatro o cinco kilitos de cocaína para sacarse un dinerito y también está en la cárcel’. Pedro Arenas, el alcalde de San José, habla de doble moral. ‘El caso de los combustibles es revelador porque es el estado el que tiene, a través de Ecopetrol, el monopolio de las plantas de almacenamiento, y son ellos los que venden a los minoristas que la comercializan en la región’. Durante años, esta selvática región con poco más de ciento veinte mil habitantes consumía más combustible que una megápolis como Bogotá, con una población superior a los ocho millones. Mientras las obras del padre Jaime peligran por la falta de cemento, los campesinos no tienen problema alguno para adquirir todo lo necesario en el mercado negro. Por un camino de tierra avanza tirada por un carro de mulos una gasolinera itinerante.







            En San José del Guaviare se levanta el cuartel general de antinarcóticos, una gran superficie con helicópteros, fumigadoras y depósitos de glifosato, el tóxico que extermina los cultivos. Modernas aeronaves sobrevuelan casi a diario las selvas para regar con herbicida los sembrados de coca que previamente localizan los expertos. El aeropuerto es un continuo trajín de personal: muchos son norteamericanos que inspeccionan los equipos, se aseguran de que el material esté en perfectas condiciones y hasta pilotan algunos vuelos. Tecnología de última generación cedida por el gobierno de Washington. 'Tenemos un sistema que marca las áreas fumigadas'. Así elaboran un mapa con el que hacer frente a las denuncias de los campesinos. 'La dirección verifica si se han producido daños no deseados para retribuirlos', asegura Torres. Entramos en terreno resbaladizo. El herbicida no destruye sólo los cultivos de coca. También cae sobre los de plátano o maíz, sobre el ganado y sobre las mismas personas. Por cada hectárea arrojan seis galones, algo más de veinte litros de tóxico, y su efectividad es innegable. Un agente me muestra los bidones con el famoso glifosato. 'Estos barriles los envía la empresa Monsanto', cuenta, 'y los envía gratis, es una cortesía de la embajada de los Estados Unidos, entra por Barranquilla y los envían por tierra, con todas las garantías, hasta aquí...'. Monsanto, claro, quién si no.


 


Los cultivos mueren abrasados y los campesinos siembran menos coca. 'Gracias a Dios el sistema funciona, aunque es un proceso largo', comenta el mayor Torres. El mayor quiere más bases, 'porque fumigamos pero ellos vuelven a sembrar'. Los campesinos obtienen hasta cuatro cosechas anuales y 'si sólo fumigamos una vez al año les quedan tres'. La lucha se antoja digna de Sísifo. Apenas sube la roca a la montaña cuando ya rueda cuesta abajo. 'Tenemos el SIMCI, sistema integral de monitoreo de cultivos ilícitos, auspiciado por la ONU, que ha detectado este año 102.000 Has, pero hace diez la estadística era de 160.000, así que no baja mucho de un año a otro pero algo sí que lo hace'. Sólo el 2008 la policía de Colombia fumigó 155.000 Has. Por el aire, fumigación. Por tierra, controles militares que buscan asfixiar a la guerrilla y al negocio de la coca.



         Pedro Arenas es el alcalde de San José, la capital del departamento. 'Catorce años de fumigaciones permanentes no han servido para acabar con los cultivos sino para duplicar, o tal vez triplicar, la deforestación porque en la medida en que no hay desarrollo alternativo, las familias se van más adentro en la selva, talan el bosque y vuelven a cultivarla, un ciclo que se repite todos los años'. El resultado, asegura, un 60% de desnutrición infantil, más de 7.000 quejas presentadas por destrucción de cultivos lícitos, de los que, según Arenas, menos del 1% han sido atendidas favorablemente en los siete años que lleva funcionando el plan Colombia. Por no hablar del nivel de desplazamientos, casi el 50% de la población, unas cifras que superan a las de Sudán o Iraq. 'La norma reconoce como desplazado sólo al que es consecuencia directa de un grupo armado, es decir, guerrilla o paramilitares, pero el desplazado por la fumigación tiene que mentir para lograr el estatus'. Los campesinos huyen del interior de una selva que parece caérseles encima. En una cabaña, doña María llora la reciente muerte de su hijo cuando pisó una mina en su propia finca. ‘Por el cielo nos cae el veneno de la fumigación, por un lado disparan los guerrilleros a los militares, que están en el otro lado disparando también. Por si fuera poco, han sembrado el suelo de minas…’.




            Selva adentro, Zacarías hace cuentas. Por un kilo de pasta base puede obtener hasta dos millones de pesos colombianos, algo más de 600 euros. Restándole la inversión en químicos y braceros, la ganancia ronda los 400.000 pesos. Menos de 130 euros. Un gramo en España cuesta la mitad, le digo. Zacarías sonríe pensativo, 'claro, un tercio', calcula con torpe destreza. ¿Jamás ha tenido problemas con la ley? 'No', responde atareado con el cemento. 'A veces vienen de la policía a avisarnos de que en unos días vendrá el ejército así que nos da tiempo para esconderlo todo'. La pesadilla de Sísifo. 'El último informe de Naciones Unidas indica que la lucha antidroga es un fracaso porque después de una década regando glifosato en la selva, los cultivos de coca han aumentado un 27%'. Quien habla así es Félix Bonilla**, el presidente de Manos Limpias, luchador infatigable por los derechos humanos en la región: tanto que ha debido morir varias veces a juzgar por los atentados que ha sufrido y que optó por exiliarse después de que una bala dirigida a su cuerpo acabara con la vida de su suegro. Ahora ha vuelto con la bandera de los cocaleros.


Pedro Arenas, alcalde de San José del Guaviare, encuentra petróleo

Y efectivamente, la ONU asegura que aunque la cocaína producida se mantuvo estable, los cultivos han aumentado casi un treinta por ciento. Más cultivos, pero de inferior extensión, con menor rendimiento para la elaboración de la droga. Esa es la versión que da la razón a la política de fumigaciones. La otra, difiere radicalmente. 'Los pilotos botan veneno desde un kilómetro antes y hasta dos kilómetros después del cultivo localizado porque el viento se lleva el glifosato'. El fijador, pues, termina adhiriendo el herbicida al bosque. 'Para acabar con una hectárea de coca estimamos que devastan hasta seis de bosque, un crimen ecológico sin precedentes'. 'Más daño hacen los laboratorios rústicos', se defiende el mayor Torres, 'utilizan químicos sin control, y además terminan por derramarse por el bosque'. Entre unos y otros, la selva amazónica del Guaviare desaparece a ojos vista: con una población de 120.000 habitantes cada año pierde 70.000 Has. O 70.000 campos de fútbol sólo en esta región. 'Es un problema que debe involucrar a todos, porque se está acabando con una potencia ecológica a nivel mundial'. Según Naciones Unidas, los 60.000 campesinos colombianos que se dedicaban al cultivo de hoja de coca en el año 2006 pasaron a 80.000 sólo un año después.

El Mayor Torres en la base antinarcóticos del Guaviare

   ¿La solución es la legalización mundial? Pedro Arenas, rechaza esa palabra por motivos desconcertantes. 'Si hoy se legalizara, el campesino se arruinaría de la noche a la mañana, porque traería una caída general de precios'. Arenas prefiere hablar de despenalización del pequeño productor, 'considerarlo una víctima del circuito mundial de drogas porque en esta región sembrar coca es como para los chilenos sembrar uva'. Arenas, el único alcalde colombiano que critica abiertamente la actual política antidrogas, desconfía de la misma ONU. Tal vez por eso se mueve rodeado de guardaespaldas. 'Creían los dogmáticos de la tolerancia cero que para el 2008 el mundo iba a estar libre de drogas, pero la realidad es completamente distinta. Sólo han acrecentado el problema, y lo único que han hecho es hacer transitar al mundo de las llamadas drogas de origen natural hacia las de diseño o de laboratorio...'. Mientras, en su aldea perdida en la espesura de la selva, Yesid coloca en la balanza del colmado su bolsa con pasta base en roca. ‘Noventa y nueve gramos’, la vendedora lee el peso y recita su salmo: ‘a dos mil pesos el gramo, ciento ochenta mil pesos’. El campesino también recita su mantra de mercado. ‘Una arroba de arroz, una decena de cigarrillos, una caja de panela, frijoles, alberjas, papel higiénico…’.




                          Aquí puedes ver un trailer del documental que originó este reportaje






'La Plata Blanca' es un documental de José Luis Sánchez Hachero que ha competido en festivales como: Festival Internacional de Programas Audiovisuales, FIPA (Biarritz, Francia), Santiago Álvarez in Memorian (Santiago de Cuba, Cuba), DOCSDF (México DF, México), 12 Muestra Internacional Documental (Colombia), Colombian Cinema Showcase, Museo de Arte Latinoamericano (Los Ángeles, Estados Unidos), Festival Filmar en América Latina (Suiza), Festival Cine de Pamplona (España), Docstown: Muestra Internacional de cine Doc (Tijuana y Mexicali, México)



**En memoria del doctor Félix Bonilla, fallecido recientemente en Colombia





©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com




miércoles, 16 de noviembre de 2011

Viaje a Armenia: el Museo del Genocidio


El Monte Ararat sobre la ciudad de Erevan

Sobre una colina de los alrededores de Ereván, la capital de Armenia, descansan los recuerdos de cientos de miles de personas. Son recuerdos desagradables, recuerdos de sangre, sudor y lágrimas, recuerdos de cuerpos desmembrados, mujeres violadas, miembros cercenados, llanto de niños y personas congeladas por el frío de las montañas. La mayoría de esas personas nunca vieron lo que ve la colina que guarda sus recuerdos: el monte Ararat. Un monte sagrado que parece flotar sobre la ciudad en lo que es un curioso efecto óptico que no puede estar más lejos de la realidad. Porque el monte Ararat está en Turquía, al otro lado de la frontera, de una frontera cerrada a cal y canto desde que los armenios declararan su independencia, hace ya más de quince años. O tal vez no esté tan alejado de la realidad y el monte Ararat realmente levite sobre las cabezas de los erevaneses como un imposible que les acompaña cada día sin poder ni rozarlo. La colina, si el día es claro, ofrece un espectáculo grandioso: el macizo rocoso imponente emergiendo entre las nubes lejanas, los fantasmas insepultos deambulando por el enlosado, las conciencias reconcomidas agitando las ramas de los árboles de la pena. El aire, gris como las nubes en el día de mi visita, agitaba también las notas del aria que resonaba trágica por la superficie.

Memorial del Genocidio en Erevan


El conocido como Museo del Genocidio tiene, en lengua armenia, tintes de trabalenguas. Tsitsernakabert, una palabra que significa Fortaleza de las golondrinas pequeñas, es el nombre de la colina y, por extensión, del Memorial del Genocidio y el Museo del Genocidio. Porque, aunque muchos aún lo ignoran, el pueblo armenio sufrió un genocidio en 1915 que casi completó otro genocidio sufrido también apenas veinte años antes. Y así, masacre tras matanza, el armenio es hoy un ser disgregado, etéreo, un pueblo disperso por el mundo, al estilo judío o palestino, un pueblo que lo mismo vive en Nueva York y habla en inglés que en Marsella francés o en Moscú ruso, una sociedad que ensalza a sus grandes personajes contemporáneos como una bandera más segura que su enseña de colores rechinantes. La gran casa de Charles Aznavour, el cantante francés de origen armenio, vigila también el recuerdo de sus ancestros desde otra colina, casi al nivel del la fortaleza de las golondrinas. Los vecinos recitan de memoria la larga lista de armenios universales: el tenista André Agassi, la cantante Cher, el actor Gregory Peck, el ajedrecista Gary Kasparov, el piloto Alain Prost, el director Elia Kazan… Una muestra ilustre del genio armenio, sin contar con compositores, directores de orquesta, pianistas … o personajes de difícil encuadre como el padre de Melody, aquella niña secuestrada, el empresario Raymond Nakachian…



En el interior del museo del Genocidio permanecen congelados los genes de los más famosos armenios. Quién sabe si entre estos niños están los abuelos de Cher, o si este señor tan serio es el bisabuelo de Prost, o aquella dama fue vecina de aquella tía de Agassi. Lo que los armenios sí han decidido es que las fotografías de hoy no recordarán sus vidas en ningún lugar más allá del álbum familiar porque la mayoría de estos rostros murieron hace ya casi un siglo de la peor de las muertes.



Y, tal vez por eso, ven sombras donde hay contraluces y gigantes donde hay enanos. Maestros en el arte del camuflaje, acostumbrado su instinto a nadar contra corriente, no hay otro país igual en las relaciones internacionales. Gran amigo de los Estados Unidos, donde la comunidad supera los dos millones y medio,  cada año llueven ayudas económicas conseguidas por un lobby dinámico y muy influyente. Tan cercano a Rusia, donde viven otros tres millones y medio de armenios, que Moscú mantiene la 102 unidad en una base militar en la ciudad de Gyumri protegiendo la retaguardia turca mientras el gobierno de Ereván vigila al enemigo azerbayano. Tan amiga de Europa, con Francia a la cabeza, y de China, como de  Siria y el Líbano, tan cercana a Irán como a Israel. El armenio es negociante por naturaleza, vendemotos si quieres, pero obligado por unas circunstancias históricas que se pierden en la noche de los tiempos, cuando Yahvé hacía llover inmisericorde sobre la tierra... 

Memorial del Genocidio, donde arde la llama eterna en recuerdo de las grandes matanzas de 1915

Aseguran los armenios que sobre el monte Ararat embarrancó el Arca de Noé, y dicen los popes de largas barbas que el jardín de Edén floreció sobre suelo armenio. Tanta evidencia religiosa nos hace comprender que su santo patrón se llame Gregorio el Iluminador y que consiguiera que el cristianismo fuera declarado religión de estado nada menos que en el año 301. El pequeño reino cristiano que resistía contra todo tipo de invasores duró poco tiempo, aplastado ante su propio destino. Muy duros debían de haber sido aquellos hombres para oponerse el crecimiento de Bizancio, al imperio persa, al selyúcida y al posterior otomano. Por no hablar del más reciente de todos: el soviético. ¿Pero en qué clase de sitio os habéis establecido, pobres armenios? Gracias a un espíritu férreo, cristiano y ortodoxo, los seguidores de Gregorio supieron adaptarse durante siglos a vivir bajo las órdenes de otros líderes, desterrados los suyos al limbo histórico visto el poco peso de su nación. Pero vivir bajo el liderazgo ajeno no significaba renunciar al común denominador de su pueblo: el cristianismo. Los armenios podían vivir bajo el imperio turco o el persa: Nuestro Señor Jesucristo seguía adornando los templos y la espasmódica tendencia a persignarse ante las cruces se convirtió en un distintivo de raza.


A finales del siglo XIX el imperio otomano comenzaba a dar muestras de desánimo. Los rusos, por el norte, apretaban las tuercas y el sultán de Estambul y sus visires notaban entonces que escaseaban las circasianas rubias y de ojos azules que sus padres vendían a los traficantes del mar Negro. Apretaban también los franceses y los británicos, y los turcos sentían añoranza de los tiempos en los que controlaban el destino del Cairo y de los santos lugares. Y cuando cayeron en la cuenta de que uno de los pueblos que vivían bajo su manto jugaba una partida secreta con sus enemigos, el poder otomano se enfureció. Los armenios, que poblaban sobre todo la región de Anatolia, recibieron el apoyo del primer ministro inglés ante los desmanes que pudieran infringirles los malvados turcos. Desde Rusia también llegaron cantos de sirena y los armenios, envalentonados, organizaron sus primeras bandas revolucionarias, conocidas como los fedayi. Buen intento, debió de pensar el sultán Abdul Hamid II, pero la retaguardia no está para recibir puñaladas sino para cultivar cebollas. El resultado fue una larga serie de masacres que preparó el terreno al gran genocidio que habría de ocurrir varias décadas más tarde. Alrededor de cien mil armenios murieron y otro medio millón fue desplazado de sus aldeas originales. Para la historia quedaban pues esas instantáneas en blanco y negro.




El imperio otomano, enfermo terminal en el nuevo orden internacional, respiraba con dificultad y la turbiedad de sus pensamientos no ayudó a enderezar el rumbo. A principios del siglo XX, la derrota en los Balcanes dejó a Turquía con tan sólo una ventanita a Europa y sus habitaciones del interior, desde Bulgaria a Grecia, perdidas para siempre. Tal vez por pura rabia el trío que destronó a la legendaria raza de sultanes, Talat Pasha, Enver Pasha y Jemal Pasha, los tres Pashas de la organización de los Jóvenes Turcos, se alinearon con Alemania en la primera guerra mundial, una apuesta perdedora, visto a posteriori, claro, y además, por si fuera poco, decidieron expandirse por el norte, justo la frontera en la que se había impuesto el poderoso vecino ruso. Los ejércitos de cosacos se enfrentaron contra los turcos al sur de la ciudad armenia de Kars, en un punto conocido como Sarikamis. Al menos setenta y cinco mil soldados otomanos fallecieron en la épica batalla frente a poco más de quince mil de los hombres del zar. Pero lo que más dolió en Estambul no fue la batalla perdida, que ya era mucho. Los rusos estuvieron apoyados por armenios, que se distinguieron luchando como jabatos. Era el acabóse: los turcos comenzaron a devolver el golpe en la ciudad de Van, poblada sobre todo por armenios. Los tres pashás ordenaron la detención de 600 líderes armenios que residían en Estambul, la mayoría de los cuales fue ejecutado poco después.

Los tres Pashas

Las decenas de miles de armenios que prestaban servicio en el ejército turco fueron desmovilizados. Los militares recibieron una contundente orden: deportar a todos los armenios a los confines de la Anatolia. Y comenzó entonces lo que los descendientes de aquellos infelices denominan genocidio y los turcos suavizan con una más relajada ‘represalia’. El caso es que en la represalia, o en el genocidio, murió un número de cristianos que aún se discute pero que ronda entre los ochocientos mil y el millón y medio de personas.

Esculturas en el Museo del Genocidio en memoria de los exiliados

Los vecinos fueron desalojados y trasladados en trenes hacia los desiertos interiores: antes muchos morían a manos de militares furiosos, de saqueadores, bandidos. Las mujeres más bellas terminaban en algún serrallo, los trenes cruzaban la Anatolia con vagones cargados de cadáveres. El hambre, la sed y el frío se llevaron por delante decenas de miles de vidas. Salteadores kurdos atacaban el ferrocarril y mataban a los que quedaban vivos. Al noroeste de Siria murieron decenas de miles en un campo de refugiados levantado al aire libre en una catástrofe difícilmente imaginable.


Interior del Museo del Genocidio de Erevan

Los turcos aún se defienden de la acusación de genocidio. Niegan la palabra y recuerdan el contexto de una acumulación de guerras en las que también murieron miles de musulmanes. Las denuncias de los occidentales que vivían en la zona resultan estremecedoras y los relatos pronto encontraron eco en la incipiente prensa francesa y británica. Se publicaron libros y el tema fue portada de periódicos y revistas. Las mutilaciones que los turcos causaban en las jóvenes cristianas de la Anatolia eran tema de conversación en los salones franceses, los jóvenes británicos soñaban con revivir las hazañas de Lord Byron y morir en el próximo oriente (eso sí, de una manera algo más heroica), el turco volvía a tener la imagen de bruto despiadado que había tenido en Europa siglos atrás.





El genocidio en Armenia es materia de estado, un tema sobre el que no se bromea (¿cómo hacerlo, por otra parte?), es la piedra angular sobre la que se levanta el actual edificio nacional. El genocidio recuerda que una vez, cuando ni siquiera se planteaban lo que significaba ser armenio, estuvieron a punto de fallecer incluso como recuerdo. El genocidio desbarató el proyecto de nación y diseminó sus genes por toda la geografía mundial. La diáspora ha parido grandes personajes de calibre mundial y ha generado un sentimiento de nación que casi no tenían cuando vivían felices en sus aldeas de la Anatolia.



Los armenios del exilio son ahora más activos que hace unos años: tal vez para lavar la mala conciencia de descubrir que proceden de un lugar al que no quieren volver ni amarrados. Miran con simpatía, pero más con envidia, a los judíos, que sí dan ese paso después de su particular travesía por el desierto, pero prefieren enviar miles de millones de dólares y de euros antes que instalarse en el país que Dios les ha dado, un país que pareciera excavado en una roca. Los armenios del exterior casi triplican a los del interior y pronto los cuadruplicarán porque los de dentro tampoco ven muchos motivos para seguir amarrados a una tierra tan difícil.



Por eso el genocidio es materia reservada: es una argamasa que mantiene unido a todo un pueblo, contra los turcos, que guardan en sus fronteras ciudades ancestrales de los armenios, como Van o Kars (por no hablar del monte Ararat). Un recuerdo que moviliza a jóvenes de todas partes para evitar que los azeríes, que para ellos no son más que turcos chiítas, puedan arrebatarles el Nagorny Karabagh. No, los armenios no quieren más genocidios y lucharán como colosos antes de que exista la mínima oportunidad de que eso ocurra. En este mitin del Congreso Nacional Armenio, el partido de Ter Petrosian, el primer presidente del país, en 1991, se lanzan gritos de apoyo a la nación armenia y el orador arremete contra Aliev, presidente de Azerbayan, comparándolo con Gadafi, con Sadam Hussein, con Ben Ali, con Mubarak...
















































Las horribles fotos del museo del Genocidio sirven de recuerdo gráfico, los libros publicados en occidente sirven de anclaje a la realidad y como rechazo a la tentación de confundir la pesadilla con una mala jugada de los sueños: los pashás existieron, ordenaron cortar cabezas y exterminar a todo un pueblo, incluso el Papa de los católicos pisó este museo y su jardín, sembró un árbol y todo, cada día crece el número de países que constata el holocausto (entre los que no está precisamente España).

Los árboles, sembrados por colectivos de todo el mundo arraigan sobre los recuerdos anónimos de gentes sin rostro, las ramas agitan el aire gris de Erevan. Al fondo, el monte Ararat aparece fantasmagórico. No he visto ninguna golondrina pequeña pero sí he sentido el crujir de muchos huesos, el castañeteo de tantos dientes y el crepitar del fuego eterno que guarda su memoria.





©José Luis Sánchez Hachero


sanchezhachero@hotmail.com

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