miércoles, 30 de octubre de 2013

Viaje a la Guajira: los Palabreros que imparten la justicia del pueblo Wayuu




Don Eduardo fuma parsimonioso un cigarro habano mientras apoya en su bastón el peso del cuerpo: 'sí, yo soy Palabrero'. El balanceo de la hamaca sólo contribuye a hacer de su explicación un motivo más para la extrañeza: 'sí, yo soluciono cualquier disputa con la Palabra'. Su mirada desprende la autoridad de quien está acostumbrado a imponer su opinión en momentos complicados: 'sí, no hay nada que no pueda arreglarse con unos chivos'. ¿Con unos chivos? Eduardo es el Palabrero de Nazareth, la remota capital de la Alta Guajira, y lleva con orgullo su cargo incluso cuando camina a solas por los desérticos alrededores de su casa. Don Eduardo recuerda las veces que medió en conflictos y evitó males mayores con la sola arma de la persuasión. Es un wayuú, la etnia mayoritaria de Colombia, y como tal tiene derecho legal a impartir justicia sin acudir a las leyes de su país: le basta con las de su pueblo, las de los wayuus. Y su peculiar sistema jurídico se basa en la Palabra, la Persuasión y en aceptar el veredicto de sus mayores, sus jueces de toda la vida.

wayuus La Guajira

Sus atribuciones incluso alcanzan a los no wayuus, los arijunas, y su palabra es tan importante que no sólo es ley entre sus vecinos: los gobiernos de Colombia y Venezuela, de donde son indistintamente todos los wayuus, le reconocen peso legal y hasta la UNESCO reconoció en 2010 la importancia de esta figura etnojurídica otorgándole el título de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Para ello una comisión de Putchipuüs, que es el nombre que se dan ellos mismos, viajó hasta Kenia para recibir un título que les llena de orgullo y que les da dimensión universal. Porque, sobre todo, un Palabrero es un enviado de paz, con mayúsculas, de Paz, además de un juez cuya palabra es ley. Ya había sido elegido años antes como Bien de Interés Cultural de Carácter Nacional de Colombia, donde reside la mayor parte de esta etnia, la wayuu, que vive esparcida por un gran desierto, sin apenas más medios que su ingenio para sobrevivir en unas circunstancias que pueden ser muy duras.

wayuus La Guajira

El sistema del Palabrero están tan aceptado que hasta el ministro de justicia de Colombia, Juan Carlos Esguerra, llegó a decir que ‘bendita sea la justicia wayuu, los Palabreros que saben en qué consiste administrar justicia, y bendita sea la constitución política que nos permite esta diversidad’, y no se quedó aquí, que hubiera sido ya mucho, sino que fue más allá al decir que ‘si mis profesores hubieran sido Palabreros, me hubieran enseñado a arreglar, a conciliar, a buscar formas de entendimiento y no a pleitear’. Todo un cumplido viniendo de un ministro de justicia que es, además, abogado y hombre acostumbrado a pleitos. Y lo dijo no en cualquier contexto sino mientras inauguraba la primera unidad interinstitucional oficial del departamento de La Guajira, es decir, unos juzgados tan especiales que imparten, desde finales de 2012, dos tipos de justicia, la ordinaria y plasmada en las leyes, y la viviente, la del Palabrero, la de los abuelos como don Eduardo, un derecho recogido incluso en la constitución colombiana, como puedes ver si pinchas aquí.

wayuus La Guajira

Don Eduardo recuerda cuándo intervino en una pelea monumental que enfrentaba a diversos clanes, los hizo sentarse alrededor de un patio y les convenció de que la violencia no lleva a ninguna parte: el tema se zanjó con el intercambio de unas cabras, la moneda habitual entre los wayuus. La ceremonia es, al tiempo, sencilla y complicada. El Palabrero, o Pütchipü’ü, se presenta con su bastón, o waraarat, herramienta fundamental, dice don Eduardo, para imponer su voz sobre el de los rivales si se eleva el griterío. El Palabrero habla y habla, saca sus dotes retóricas, su poder de convicción, las partes se miran con tensión, el Palabrero menciona compensaciones materiales, así, como el que no quiere la cosa, va probando qué incomoda a los querellantes, qué les relaja, el Palabrero es un psicólogo social que, gracias también a muchos años de observación y experiencia, intuye dónde puede encontrar campos comunes que solucionen una discusión que parece irreparable. Ante todo: la Palabra. Antes que nada: evitar que se partan la cabeza con una estaca. Algunas veces la tensión es tan grande que el Palabrero sólo apacigua la cólera contenida y puede incluso sufrir el castigo que su palabrería ha intentado evitar. De hecho, a veces han pagado incluso con la vida una sentencia que no ha gustado a alguna de las partes. Aquí tienes un par de ejemplos:

Ejemplo 1

Ejemplo 2

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Son casos extremos que el Palabrero intenta evitar a toda costa, y no tanto por el miedo a perder la vida sino el prestigio, que es la base de todo Palabrero que se precie y el motivo por el que sus paisanos acudirán a sus servicios.

Dice la tradición Wayuu que el primer Palabrero fue Utta, un pájaro que recibió el mandato del mismísimo Maleiwa, que no es otro que El Más Alto, y un pájaro tal vez por aquello de ‘charla más que una lora mojada’, un paralelismo entre el avecilla que canta libre y la facilidad de un oficio que se aprende a base de escuchar, escuchar y escuchar durante años y décadas hasta alcanzar la maestría suficiente como para enfrentarse al problema. Utta desarrolló en la leyenda un conjunto de normas para evitar que los wayuus se desangraran en discusiones y peleas sangrientas, un mito que puedes leer aquí.

wayuus La Guajira

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El Palabrero, una vez contratado por los querellantes, y sin más justificante que su presencia y su palabra, sin necesidad de actas ni escrituras, se enfrenta al problema que le plantea el Pütchipala, que no es sino el representante de la familia querellante. Y el problema puede ser cualquiera. Una joven que se fugó con el novio, un robo de ganado que degenera en enfrentamiento armado con muertes de por medio, una pelea de borrachos que provoca una reyerta entre dos familias. El Palabrero se reúne con los afectados, los escucha, calibra lo ocurrido y sentencia: usted, que cometió la felonía, pagará dos millones de pesos, setenta cabras y once collares de tuma. Y los litigantes escuchan la sentencia, bajan los ojos y se dan la mano. El problema está resuelto.

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