lunes, 21 de noviembre de 2011

Viaje a Transnistria: de Moldavia al río Dniéster


En un rinconcito de Europa, cruzando un río llamado Dniéster, existe un país que vive inmerso en su propio mundo, suspirando por unos tiempos perdidos ya en la memoria pero que ellos se empeñan en mantener contra viento y marea. El país tiene una bandera que a nadie suena, por más que pretendan darle rimbombancia con el artificio de un nombre de leyenda: República Socialista Soviética Moldava de Trandsniestria. Un nombre que adoptó en 1990, cuando decidió independizarse de la República Socialista Soviética de Moldavia, un país que tampoco existía, como digo, más allá de la fraternal comunidad de estados soviéticos y que cuando alcanzó su vida propia perdió el Soviético por el camino. Y, como si se tratara de esas muñecas rusas que albergan otras muñecas rusas en su interior (y que a su vez esconden otras muñecas más pequeñas), la República Socialista Soviética Moldava de Trandsniestria, que ellos resumen en un no menos enrevesado República Moldava Pridnestroviana, es una nación de juguete dentro de otra nación que no parece precisamente de adultos.


El río Dniéster a su paso por Tiraspol, capital del Transdniester


Porque para entrar en Moldavia usted que me está leyendo necesitará un visado que se obtiene en el centro de Bucarest, si es que está en Rumanía, en una embajada, la moldava, impoluta y elegante, merodeada por personas de sospechoso aspecto y con unas oficinas limpias y diáfanas que para nada parecen dentro de un edificio de corte tan neoclásico. Si, como me sucedió a mí, dio por seguro que el visado podría conseguirlo en la frontera, verá que se equivoca y que los recios soldados entran en el coqueto compartimento decimonónico del tren (con reminiscencias a lo Hércules Poirot) y le expulsan a punta de bayoneta al comprobar que pretende entrar en su país sin el sello que emite la delegación de Chisinau (la capital de Moldavia). Los soldados no se paran a considerar que son las tres de la mañana y que fuera la temperatura anda por los quince grados bajo cero: usted no tiene visado, usted no entra en el país, usted vuelve como pueda a Chisinau y usted regresa con visado.


Tiraspol tiene tranvía

Y, matrioska dentro de matrioska, una vez conseguido el objetivo de entrar en Moldavia hay que esforzarse nuevamente para hacerlo en Trandsniestria. O Pridnestrovia, si aún le queda lengua sin anudar. Chisinau (recuerden: la capital de Moldavia) es una ciudad de ambiente pueblerino, donde se habla una variedad del rumano, las avenidas guardan sorpresas como zíngaros que hacen bailar osos encadenados, pequeñas multitudes de aspecto tanto eslavo como turco y una quietud muy de agradecer. El aspecto eslavo se entiende por las tribus que se asentaron en la más rancia antigüedad en estas tierras, tribus de rubios guerreros y pastores, vasallos de reyes ucranianos y hasta de duques lituanos, una tierra en mitad de una Europa desconocida para nosotros que encontró en el río Dniéster un motivo más que razonable para abandonar su deambular nómada por esas estepas de Dios. Lugar pues de paso, los eslavos vieron desfilar a los romanos, a los mongoles y a unos extraños orientales que incluso asentados seguían pensando en nómada: los romaní. Eslavos, eso sí, un tanto raros, que hablaban latín, herederos de otras tribus, los Dacios, que poblaron la zona en la época del imperio romano y que terminaron siendo sometidos por los hombres del sevillano Trajano tras décadas de luchas contra las falanges de Augusto y Marco Aurelio. Lo que se dice un pueblo forjado a base de los mandobles de la historia.


Una abuela moldava en Chisinau


Siglos después, el imperio otomano, en su loca expansión por el centro de Europa, conquistó la zona nada más comenzar el siglo XVI y dio un vuelco a los locales. Las tribus turcas, que de cuando en cuando pastoreaban la región, y los tártaros, hoy azerbayanos, lograron subir su estatus gracias a la afinidad de raza y religión y la zona pasó a conocerse como ‘la Besarabia’, una provincia tributaria de Estambul que, no obstante, conservó un latín de cosecha propia, el moldavo, hablado por una población de aspecto nórdico. Pero el espíritu eslavo había impregnado el frío suelo centroeuropeo y la pujante sociedad rusa de los zares plantó sus reales en Moldavia como frontera sur de su creciente imperio en detrimento de los bajás turcos. Nadie diría que estas tierras negras, peladas, surcadas por enormes bandadas de cuervos tengan tanto interés para las potencias más poderosas de los libros de historia.
Las calles del barrio gitano de Socora son así, de polvo en verano y barro en invierno


Pero las casas son así, mansiones construidas por ellos mismos en una extraña competición por destacar






Pero lo tiene. Y aún hoy, Moldavia sigue teniendo tanto embrujo de cuento como su nombre sugiere. Al norte los gitanos han tomado las partes más altas de Soroca, en la frontera con Ucrania, y han levantado un fabuloso barrio más propio de un delirio que de una ciudad: mansiones que construyen con sus propias manos, en sus ratos libres, mansiones deslumbrantes y descuadradas que contrastan con la sobriedad de las ciudades del sur, sobre todo de la rebelde Gaugazia, una región autónoma, con su propia policía y que aglutina a una extraña población de turcos búlgaros, último reducto del imperio otomano en la region. Pocas zonas tienen el privilegio de considerarse cruce de caminos con más derechos que Moldavia. Las rutas de los antiguos dacios, las huellas de los tártaros y de los mongoles las usan hoy traficantes de armas, de heroína, emporios de proxenetas que envían a las walkirias eslavas a los burdeles de la Europa que gasta dinero en hundir sus viejas carnes en estos blancos cuerpos que parecen inmaculados aún sin serlos.

Yo mismo en la Gagauzia

En Gaugazia todo me parece desolación. El paisaje es gris, la tierra es negra y no despunta ni una maldita brizna de hierba, las nubes de cuervos me crean ansiedad y cuando un árbol se digna a saludarme parece congelado en su negra estampa de negra vida sobre negro suelo. En Comrat, la capital, un mural en una pared reivindica la Gran Turquía, el sueño otomano que empezó a desvanecerse con el empuje de las potencias rusa, británica y francesa a finales del siglo XIX. Los pocos vecinos que se aventuran a caminar a la intemperie no parecen turcos, precisamente, pero dentro del imperio había lugar para todos. De pronto, como por ensalmo, una comitiva pasea silenciosa por una calle. Los miro extrañado: un camion con la caja descubierta avanza lenta, detrás un amplio grupo lleva velas en las manos, niños y mujeres sobre todo, también un pope. Porque los gaugazos son búlgaros que se consideran turcos, hablan rumano y son, para terminar de enredar la madeja, cristianos ortodoxos. Sobre la caja del camion, un ataúd abierto deja entrever una cabeza de prominente nariz y la punta de unos zapatos. Es un entierro y ahora entran en una iglesia. Los sigo y disparo mi cámara con más vergüenza torera que otra cosa: es un sepelio, me digo, se van a enfadar. Pero no, no se enfadan, el pope sonríe, me anima a seguir tirando fotos. La gente ni me mira, la sensación es tan extraña que me siento incorpóreo caminando entre una gente para la que no existo.





En la estación de autobuses de Chisinau (recordemos: la capital de Moldavia) conozco a Tania, una joven que habla inglés porque estuvo casada con un libanés en Beirut. Tania nació en Moldavia pero no es moldava: es de Transnistria y se considera rusa. La miro bien: cierto, tiene cara de rusa, y como rusa que dice ser se siente orgullosa de que su nación de juguete resista ante el enemigo, que es precisamente del sitio del que vuelve ahora de hacer algunas compras. El camino de Chisinau a Transnistria no es muy largo, alrededor de una hora, y casi que es más engorroso el paso por la frontera que separa a la pobre Moldavia de la enigmatica Pridnestrovia. En el paso ‘internacional’ un soldado me da una enigmatica hoja que me permite una estancia no superior a las diez horas en el interior del túnel del tiempo.




Porque Transnistria es un túnel en el tiempo. Si Abjasia es exhuberante y desértica y el Nagorno Karabagh es montañoso y frío, Transnistria es un túnel en el tiempo que te lleva a los mejores años de la Unión Soviética. Todo parece congelado en el setenta y dos, los soldados llevan sombreros con chapas rojas donde aún reluce brillante en un amarillo intenso la hoz y el martillo. Hago el camino en las clásicas marshrutkas rusas, furgonetas habilitadas como minibuses, escuchando la triste historia de Tatiana abandonando embarazada a su marido en la pecaminosa Beirut hasta que entramos en Tiraspol, la orgullosa capital de este extraño país. Lo primero que me llama la atención, aparte de las grandes avenidas sin apenas tráfico y el funcional sentido de la estética eslava en forma de bloques de apartamentos grises y monocordes, es una sucesión de montículos irregulares y de grandes proporciones que parecen saludar al visitante. Tatiana añade su dosis de misterio: ‘por aqui dicen que son las fábricas subterráneas del AK 47, mucha gente trabaja en ellas’… No sé si del AK47 o de otros modelos y armamentos pero Transnistria tiene fama de puntal del tráfico de armas internacional. Dicen que este país no es más que una pantalla de la oligarquía armamentística rusa y que luego salen, vía Odessa, en Ucrania, rumbo a todas las guerras que han sido y son (y las que serán, con toda probabilidad). Desde el Cáucaso, muy cerca, hasta África Occidental, Oriente Medio y Asia Central. 





Tania no trabaja en ellas ni sabe si lo que se produce en esas fábricas, en el caso de haberlas, es tan macabro como lo que se supone. 'Yo trabajo en una oficina, soy administrativa'. Tal vez selle los papeles de cargamentos de patatas eslavas bajo las que se esconden granadas de mano, imagino en mi delirio de agente secreto de pacotilla. Lo que sí es cierto es que el lugar ha estado involucrado en el arte militar desde hace muchas décadas. Si bien en un principio la revolución soviética colocó al total de Moldavia en el interior de la República Socialista Soviética de Ucrania, como república autonoma, tras los horrores de la segunda Guerra mundial Stalin ordenó deportar a toda su población rumana a la lejana Siberia y convertir la zona en una república independiente dentro de los estados socialistas.



Tumbas de los héroes de la patria caídos ante Moldavia en la guerra de 1992


Transnistria intentó lavar entonces el terror que había vivido en un territorio no mayor que la isla de Mallorca. Los rumanos, asociados a los soldados alemanes del ejército nazi, asesinaron en los campos de concentración de la Besarabia a más de cien mil judíos, un número que retumba en los ecos de la historia pero que no puede enfrentarse, por imposibilidad más que nada, al de gitanos asesinados. Cuenta Isabel Fonseca en su fantastico ‘Enterradme de pie’, que los gitanos llegaban por decenas de miles a los campos de la Transnistria, donde eran cercados por los soldados germanos y prácticamente dejados a su suerte en el interior de las alambradas porque los romaní, habilidosos en su arte de supervivencia, les robaban hasta las insignias de las chaquetas. Nadie sabe cuántos gitanos pudieron morir en esta tierra, ni siquiera los mismo gitanos, a los que parece darles un poco igual toda esta histeria por la historia, pero algunos cálculos hablan de más de un millón convertidos, como los judíos, en humo y gas. Un genocidio silencioso y desconocido que ocurrió justo aquí, en su acto principal, y del que no queda ni el más mínimo recuerdo…




Tiraspol es una ciudad muy ordenada, limpia, con amplias avenidas, edificios de corte neoclásico en su centro histórico y con un nivel de vida bastante bajo. Tatiana asegura que toda una manzana en el casco histórico ocupada por un edificio clásico no debe de superar los 25.000 dólares. Una ganga, de no ser porque no se me ha perdido mucho por aquí y que, aparte del frío y la sospecha de una producción desaforada de armamento, no sé qué podría hacer en tierra de rusos. Ante el parlamento aún permanece ceñudo el líder de la URSS, Vladimir, Lenin. En la avenida principal amarillean en grandes pósters comidos por el aire del día a día los héroes de la nación, desde poetisas de moño soviético a cosmonautas con cara de primo de Yuri Gagarin. En Transnistria todo es Sheriff, las gasolineras, la compañía de teléfonos, los supermercados y el equipo de fútbol. No llego a ver el estadio del Sheriff Tiraspol pero dicen de él que es el mejor de Europa y el único que cumple con todas las normas de seguridad exigidas por la UEFA. Lástima que esté en un país que no existe y que, por ello mismo, no puede competir en el panorama internacional… Nuevamente, tras la misteriosa compañía, vuelve a cernirse la duda de las actividades internacionales de este pequeño pueblo.


Parlamento de la República del Transdniester


Como parte ya de la Unión Soviética, constituida en república autonoma, el Transniéster inicia su devenir como el paraíso militar que es hoy en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Los soldados no sólo están por las calles, disimulados de tal modo que no se les ve a simple vista: también disimulan en los monumentos y, por lo que parece, trabajando frenéticos bajo tierra. El XIV Ejército Soviético estuvo aquí acantonado desde 1954, poco después de la ominosa expulsion de los rumanos de la Besarabia, que acompañaron a balkarios, chechenos, circasianos, abjasios, daguestaníes y turcos caucásicos en su deportación al centro de Asia. Otro genocidio más ideado por el dúo diabólico, Stalin y Beria, para castigar a pueblos enteros por los pecados de algunos de sus individuos, y que dejaron algunas naciones, como a los chechenos, reducidas en un tercio.



Las calles de Tiraspol me recuerdan a las de mi infancia

En 1989, el gobierno soviético de Chisinau comienza a gestar la independencia, animado por los vientos de Perestroika que soplan desde Moscú y del entusiasmo que se percibe al otro lado del Cáucaso, en Georgia y Armenia sobre todo. Pero los eslavos de más allá del río Dniéster, rusos de pura cepa, deciden adelantarse a la jugada de los rumanos y declaran la independencia el 2 de septiembre de  1990. Una decisión que alteró la tranquila vida de Moldavia y que degeneró en una guerra de baja intensidad durante el olímpico año de 1992. Un conflicto con poco más de 1500 muertos y con el desequilibrio de las guerras en las que un gigante aplasta a un enano. Del mismo modo que Abjasia y Osetia del Sur, la Transnistria contó con la decisiva ayuda de sus hermanos mayores, los rusos, quien, para que no quedara duda de sus intenciones, colocó allí definitivamente a su XIV Ejército, ya no soviético sino ruso. Y al frente de ellos, el comandante Alexander Lebed, una leyenda rusa que ayudó a las causas independentistas de Transnistria y de Gaugazia y que aplastó a los que pedían la misma independencia en Georgia y Azerbayan. Y sobre todo en Chechenia, donde lo recuerdan con una mezcla de pavor y alivio porque fue el promotor de algunas acciones poco decorosas y del fin de la primera Guerra chechena, en 1996.



Tatiana me enseña a los prohombres (y una promujer) de su país




Tatiana se empeña en que tomemos una sopa de siete verduras porque fuera hace mucho frío, algo rigurosamente cierto, y dentro del restaurante, impoluto y en la línea de cualquier local de gasolinera de autopista, al menos entraremos en calor con el plato típico local. ‘Tiene que venir en primavera, cuando los árboles están más bonitos y los campos estallan en una explosion de flores’. Tatiana siente tanto su país que casi nos obliga a subir al tanque que conmemora el fin de la Guerra de independencia, fuera o no una guerra lo que vivieron y sea o no independencia lo que consiguieron. Tal vez en primavera tenga otro aire más acogedor y tal vez para entonces los circunspectos soldados de la frontera tengan visados más amplios que las diez horas de rigor...









© José Luis Sánchez Hachero


sanchezhachero@hotmail.com


domingo, 20 de noviembre de 2011

Viaje al Líbano, en las montañas de Mleeta



En las montañas de Mleeta, apenas a veinte kilómetros de la frontera del Líbano con Israel, se levanta el último delirio de Hezbollah. Tanques al revés, soldados de mentira camuflados en la maleza, cañones anudados para que no puedan disparar. Es el ‘Museo de la Resistencia’, un fastuoso recuerdo de los años de la guerra, financiado con dinero iraní, que en su primer mes recibió la visita de casi trescientas mil musulmanes venidos de todo el mundo.


'El Abismo', museo de Mleeta


Por ejemplo, Khalil, que vive en Colombia pero aprovecha sus vacaciones en el Líbano para enseñar a su hija quién es el enemigo. Pasea por la ladera de la montaña que sirvió de base a los guerrilleros de Hezbollah durante los años de la guerra mostrándole las cañones y los fusiles dispuestos como si estuvieran en un museo, tras una cinta y con su correspondiente panel explicativo en árabe y en inglés. ‘Este museo es la prueba de que los musulmanes llegaremos a Tel Aviv’. Khalil sigue los pasos de miles de musulmanes venidos de todos los rincones del mundo, sobre todo del islámico. 














Abú Abdalá, guía de Hezbollah, comenta que al día reciben casi diez mil visitas, lo que convierte al museo de la Resistencia en el más frecuentado del Líbano, aunque los datos son incontrastables. Mientras tanto, las fabulosas ruinas de Tiro se calientan al sol apenas visitadas por algún turista occidental despistado y el fabuloso museo arqueológico de Beirut languidece con un goteo incesante pero insuficiente de visitas. Lo cierto es que el recinto de Mleeta registra un ajetreo continuo, con autobuses repletos que aparcan en una explanada preparada para recibir a miles de turistas. ¿Vienen extranjeros? ‘Claro, sobre todo de Bahrein y Kuwait, pero también de Arabia Saudí, de Omán, de Irán…’. Desde que abrió sus puertas el 25 de mayo de 2010, el Museo de la Resistencia se ha convertido en la última provocación de Hezbollah, una aspiración justa, aseguran, para recordar cómo plantaron cara al ejército más poderoso de la zona. Israel, en cambio, lo califica de parque temático y ya lo llaman, no sin desprecio, ‘Hezbolandia’.








En la antigua ciudad fenicia de Tiro, jalonadas sus carreteras por las banderas amarillas de Hezbollah y salpicadas por frecuentes controles del ejército libanés y por fuerzas de la ONU, no es difícil, sin embargo, encontrar un tour turístico preparado por los chiítas. En Tiro el recuerdo de la guerra es ineludible, las carreteras abolladas por bombardeos no tan lejanos, los tanques de la ONU en cada cruce, el cementerio plagado de tumbas de combatientes libaneses que cayeron en su lucha contra el invasor israelí. 





Tumba de un combatiente libanés muerto en Mleeta: la lápida lleva el distintivo de Hezbollah




Contratamos el viaje en una tienda de discos donde nos hacen hueco en un minibús en el que viajan otros ocho entusiastas del grupo considerado en occidente como terrorista. No es difícil encontrar estos touroperadores: sólo hay que seguir el rastro de banderas amarillas, las de Hezbollah, presentes casi que en cada farola y poste de la luz en el sur del Líbano. En el interior del vehículo flota un ambiente de fervor místico. En un desvencijado radiocasete retumba la voz de Hassan Nasrallah, el fogoso líder del Partido de Dios, parece rapear algo parecido a una canción de hip hop. ‘Mi padre ha hecho el editado con discursos grabados de la radio’, comenta orgulloso mi vecino de asiento, Rachid, un joven de diecisiete años que traduce al líder del Partido de Dios: ‘pronto llegaremos a Israel y los sionistas tendrán que abandonar sus casas de Tel Aviv’. Todos ríen, hay quien mira por la ventanilla recordando los años de la ocupación, quién sabe si batallas pasadas, años de combates y privaciones, convencidos de volver ya a lo que siguen llamando Palestina. Mientras el minibús avanza a duras penas por empinadas cuestas, atravesando ciudades en las que los rostros de los mártires ondean en faroles y árboles, otros vehículos, privados y públicos, se dirigen también al museo de las montañas. La costa queda muy atrás, separada por el valle de la Bekaa, el calor de la playa da paso al frío de las alturas, parece como si nos encaminarámos a una feria...


Tienda de Cds donde comienza nuestro viaje turístico al museo de Hezbollah



Confieso que esperábamos algo sencillo, alguna muestra de material incautado a las tropas israelíes y un breve túnel excavado en la tierra. La llegada me despeja dudas: los chiítas han invertido una fortuna, alrededor de tres millones de dólares, y lo han hecho por todo lo alto. La explanada de aparcamientos es enorme y un sinfín de familias deambula por ella. La entrada es apoteósica, en línea al gusto local: un gran arco de cemento a medio acabar, con andamios y cintas de prohibido el paso, saluda al visitante. A dólar y medio la entrada, Hezbollah desechó la idea de la entrada gratis para que, según ellos mismos, ‘no se convirtiera en una feria’. Y sin embargo, tiene algo de eso: parece un parque temático, con la entrada inmaculada, una avenida que atraviesa edificios nuevos y modernos, cuidadas fuentes y jardines, una tienda de recuerdos, la cafetería, la inevitable sala de oraciones, dispensadores gratuitos de agua fría en cada esquina… 






El museo comienza en lo que denominan ‘El Abismo’, una gran superficie surcada por un sendero que zigzaguea por el talud hasta desembocar a ras de suelo. Y en ese suelo, una extraña sucesión de material bélico: tanques al revés, cañones retorcidos, cientos de cascos israelíes, botas, morteros fundidos con la pared, cohetes Katiusha, misiles iraníes Raad 1...




'La red'



Abú Abdalá, nuestro guía de Hezbollah, nos explica cada detalle. El museo abrió sus puertas al 25 de mayo, décimo aniversario de la retirada de las tropas israelíes del sur del Líbano, ocupa sesenta mil metros cuadrados, de los que casi cinco mil son construcciones, participaron más de cien arquitectos e ingenieros e incluso en cada proyectil colocado aparentemente sin sentido existe una intención. Un muro con caracteres hebreos simboliza el progresivo encierro que sufren los sionistas en todo el mundo, desgrana Abú Abdalá, ese tanque al revés rodeado de una red alude a la telaraña en la que envolvieron al ejército israelí en la guerra de 2006, aquel cañón retorcido representa a una fuerza de ocupación que no volverá a disparar. En Israel denominan a este lugar Hezbolandia, le decimos al guía. La broma no le hace gracia. ‘Sí, está la guerra, pero hay otras muchas formas de luchar, está la cultura, está internet… para Hezbollah los medios de comunicación son algo muy importante y con este museo queremos que se conozca nuestra causa, sobre todo entre las nuevas generaciones…’





Y sobre todo nuevas generaciones son las que pululan por entre los restos de la guerra. Sí, por este enclave pasaron unos 7.000 guerrilleros durante los años de la ocupación, de los que más de 1.300 perdieron la vida, en cada rincón hay una placa que recuerda a un mártir caído en combate, pero sobre todo hoy es un parque a disposición de los jóvenes. Sobre aquel tanque se encarama un niño vestido de guerrillero que mira curioso dentro del cañón. En aquel mortero se fotografía un grupo de niñas tocadas con hiyab. Un padre salta la cinta protectora con su hijo para enseñarle el manejo de una ametralladora de nido. Hezbollah parece haber encontrado un nuevo filón en su lucha por Palestina.









Desde la última guerra, en 2006, no ha vuelto a salir un misil disparado desde el sur del Líbano: si acaso piedras desde la Puerta de Fátima, construida justo encima de la línea fronteriza y a la que acuden turistas libaneses para descargar su ira contra el vecino judío. El propio Nasrallah, el escurridizo dirigente de Hezbollah, afirmó que de haber sabido la guerra a la que tuvo que hacer frente, se hubiera pensado mejor eso de tirar misiles. Sin embargo, aunque el discurso permanece agresivo, forma parte de un cuidado atrezzo. Israel sospecha que la guerrilla chiíta se está rearmando con material enviado desde Siria pero los dirigentes de Hezbollah se limitan a dejar en suspenso cualquier noticia amenazante y a mostrar cómo sus hombres lucharon con armas que parecen de juguete. 





Su poder en el Líbano es innegable, patrullan, cortan calles y se imponen a los soldados libaneses dejando claro quién manda en el país. En Beirut nos topamos con el entierro de uno de los líderes de la organización chiíta, de Hezbollah, una auténtica marea humana ha tomado las calles, los muchachos del 'Partido de Dios', vestidos de riguroso negro, ocupan las posiciones estratégicas, están sobre un puente, en las terrazas, asomados a los balcones, todo el operativo tiene algo de cutre pero, al mismo tiempo, de extraordinario: demuestran ser una organización con todas las palabras, capaces de poner en jaque al mismísimo ejército de Israel. La marea humana crece y crece hasta que aparece el vehículo con los restos del jeque Mohammed Hussein Fadlallah, uno de los máximos dirigentes de Hezbollah. El coche está a punto de reventar, aplastado por guardaespaldas histéricos que dan voces a diestro y siniestro. Las mujeres se golpean la cabeza, los hombres lloran, de la multitud surgen manos con teléfonos móviles que captan el momento... ¿no está prohibida la imagen en el Islam?... me pregunto sin saber si esto tiene que ver con una demostración religiosa o tiene más de folklore... En medio de la muchedumbre se abre paso un cortejo de personajes importantes: es la plana mayor de Hezbollah, vienen a mostrar su respeto al que ha sido líder espiritual durante 50 años escoltados por agresivos guardaespaldas que les abren paso.




plana mayor de Hezbollah (sin su máximo líder, Nasrallah)


Fadlallah había sobrevivido en su existencia incluso a un coche bomba que asesinó a ochenta personas y a un ataque con misiles israelíes que reventó su casa cuando se encontraba fuera. Entre los suyos se le veía como un líder que insistía en la educación como modo de elevar la dignidad de su pueblo y con una mirada relativamente progresiva con las mujeres. Claro que los judíos recuerdan que este hombre tan liberal negó el Holocausto y fue uno de los máximos oponentes a la existencia del estado de Israel.











Una organización, Hezbollah, que ahora, además, se presentan como empresarios turísticos que manejan hábilmente las emociones de los miles de visitantes de sus enclaves, el principal de ellos: las montañas de Mleeta.








Seguimos el trayecto por Mleeta esquivando a las familias que se arremolinan junto a los tanques haciendo fotos. El circuito desciende por un camino allanado por la ladera de la montaña. ‘Aquí cayó Said Madi, el hijo de Nasrallah’, señala Abú Abdalá, ‘sólo tenía veinte años’. Entre la maleza, maniquíes vestidos de guerrilleros, una motocicleta, un cañón, minas asomando entre el follaje, rocas de cartón piedra bajo las que se escondían los guerrilleros, todo con su panel explicativo en árabe e inglés. ‘Ese es el retrato de Sayyid Abbas Al Musawî, el secretario general de Hizbollah caído en combate en 1992, ahí se sentaba a rezar para pedir la victoria. Dos metralletas, un Corán y un morral de camuflaje rinden culto al primer jefazo del grupo chiíta, y una multitud de niños se agolpa a sus pies como si alcanzaran una meta largo tiempo soñada. Entre el grupito que admira las reliquias, una eslava búlgara, tocada con hiyab. ‘Ya le dije que las visitas son de todo el mundo’, asegura satisfecho Abú Abdalá.








Por fin llegamos a la entrada de la caverna. Escondida entre la maleza, los turistas luchan por entrar en su interior. Un guardia de seguridad mantiene el orden: ‘sólo pueden pasar quince’. Contamos, nos cuentan, y entramos. Una abuela, tocada con velo integral, da palmas al aire, sofocada: ‘es el azúcar’, dice, pero ante la insistencia de que tome asiento ella responde, ‘los muchachos no descansaron por nosotros, yo tengo que seguir por su memoria’. Otra mujer llora bajo su chador mientras contempla los cuartuchos que habitaban los integrantes de Hezbollah. Durante tres años más de mil hombres se dieron el relevo para cavar trescientos cincuenta metros de túnel, de los que apenas nos dejan ver sesenta. Un trabajo gigantesco que extrajo del interior de la montaña mil toneladas de roca y arena. 








La visita desemboca en un mirador desde el que se ve Israel. ‘Israel no, Palestina’, corrige Abú mientras muestra el infinito a los pies de la montaña. Tres niños vestidos de guerrilleros juegan con metralletas de plástico. ‘Me preparo para defender a los niños del Líbano contra el ejército de Israel’, asegura una niña bajo la sonrisa protectora de su madre.








El fervor que muchos traían en el bolsillo aflora fácil tras el breve paseo por el recuerdo de los años de guerras que han dejado al Líbano exhausto y permanentemente asustado. En los rostros de muchos visitantes se dibuja una sombra, una admiración a los que lucharon por ellos aquí, un rencor que ha encontrado alimento en la visita y en la habilidad de Hezbollah. Un rencor, por cierto, que permanece vivo gracias a los miles de minas antipersonas enterradas en el sur del Líbano, a los permanentes cortes de luz, de agua, a los pueblos que el ejército israelí borró del mapa en su huida…



La visita termina en otro museo, éste cubierto, adornado con urnas de cristal y un pozo en el que descansan máscaras antigás, camillas, cananas y maletines de munición. En la pared, un inquietante mapa con las coordenadas de cada ciudad y punto crucial del vecino del sur. ‘Nasrallah contesta así a la amenaza del gobierno sionista de que en cualquier momento pueden volar el aeropuerto de Beirut: si lo hacen, con sólo apretar un botón volarán misiles a cada ciudad de Israel’. No sabemos si considerarlo una bravata o una amenaza en serio. Lo único cierto es que Hezbollah ha encontrado un nuevo modo de lucha: convertir el hastío acumulado durante décadas de los musulmanes de oriente medio en un parque temático para subir el fervor de sus simpatizantes. A las banderas amarillas que se pueden comprar en cualquier tienda se une la venta de camisetas, tazas, bandejas para el té y llaveros con el logotipo de Hezbollah, y hasta viajes emocionales a los tiempos más duros de la guerra. En el minibús de vuelta a Tiro, los turistas viajan en silencio. Miran por la ventanilla, intentan asumir el mensaje de Hezbollah, el rencor masticado y digerido contra el odiado Israel. Perdón, Palestina. Cada día, cerca de diez mil personas vuelven a sus hogares con una sensación parecida. Tel Aviv se enfrenta ahora a un desafío colosal: su peor enemigo convertido en una especie de Mickey Mouse que crea parques temáticos a pocos kilómetros de su frontera y convierte la frustración en la convicción de que nada es imposible.







© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com


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