lunes, 3 de agosto de 2015

Viaje a Irak: el agua de los refugiados




'Te levantas y ya piensas en el agua: miras a los niños y no sabes cómo lavarlos, ves los cacharros y no sabes cómo limpiarlos, ves la cola en el retrete y no sabes si tendrás paciencia, ves la cola en el grifo y no sabes cuánto tiempo perderás en llenar una garrafa...' Leila Lias me mira con ojos suplicantes y de pronto sonríe: '¿quiere un té?' Son los pequeños gestos que nos hacen más humanos, pienso mientras rechazo el ofrecimiento porque un té es un lujo casi inaccesible como para que se lo ofrezcan a un extranjero lustroso y ahíto de líquidos.
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Leila vive en un centro comercial a medio construir desde que huyó de su Qaraqosh local ante la amenaza de muerte de Da'esh, o Estado Islámico, y tan sólo pudo salvar un anillo.... Ahora su principal preocupación es el agua y, cuando tiene tiempo, pensar en volver a casa...

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Repasando las fotos me doy cuenta de que en los campos de refugiados siempre hay alguien de fondo cargando un cubo, una garrafa, una botella. Que los grifos siempre tienen cola y que el agua absorbe tanto tiempo en el pensamiento como en los esfuerzos por conseguirla.

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¡Qué sencillo nos parece apretar el grifo, o girarlo, y que el líquido caiga abundantemente hacia ninguna parte! ¡Cómo nos damos el lujo de dejarla correr, de alargar el enjuague bucal, la ducha, de llenar la bañera de agua humeante! Estos refugiados tenían casa con grifos, algunos con jardines que regaban alegremente con mangueras fabricadas en China, otros incluso usaban albercas a modo de piscinas, jamás pensaron que el agua se convertiría en un elemento central de unas vidas de miseria en la que los malos recuerdos sólo pueden hacerse un hueco en las mentes cuando por fin hemos conseguido agua. Y no sabe uno qué es peor.

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Cada día 52 millones de personas se levantan con una obsesión: agua. Necesitan agua para beber, para lavarse, para limpiar los cacharros, las ropas, para cocinar, para enjuagarse, para refrescarse, para peinarse. Para vivir. El problema del agua afecta a muchos más millones de personas en este planeta pero esos cincuenta y dos millones tienen un común denominador: alguien les robó sus grifos. En Irak, por ejemplo, los yihadistas de Da'esh les arrebataron las casas, con sus grifos dentro, y ahora se las ven y se las desean para conseguir una garrafa y luego para llenar esa garrafa de un agua limpia que no les cree problemas. Los niños corren, se manchan, las madres se desesperan, las ollas humean, la ropa se acumula en los barreños, y todos tienen una misma necesidad: agua. Para el té, para la colada, para el guiso, para el calor. Casualmente, o no, los países que registran un mayor número de refugiados son Sudán del Sur, Siria, República Centroafricana, Congo, Colombia e Irak, precisamente países donde se suda mucho porque hace bastante calor.

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Sólo en Irak tres millones de personas han sido obligadas a abandonar sus casas, y de ellas un millón doscientas mil personas han huido de sus hogares en 2014, de las que trescientas mil han terminado aquí, en el Kurdistán iraquí, zona segura, tan segura que ha acogido, además, a otros doscientos mil sirios que huían de la guerra en el vecino país. Desde agosto Naciones Unidas tiene decretado en Irak su nivel máximo de emergencia, el tres, por un problema que ha desplazado dentro del país a casi dos millones de personas. ACNUR entrega lo básico: colchonetas, garrafas, mantas, lonas de plástico. Nada excepcional, aunque todo indispensable para unas personas que lo han perdido todo. Y, sobre todo, una ayuda para esos países, los kurdos iraquíes, los turcos o los jordanos, que se esfuerzan en hacer hueco a una gente que lo ha perdido todo.

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La falta de donaciones y de dinero público obliga a la ONU, sin embargo, suspender los vales del Programa Mundial de Alimentos y a poner en serio riesgo a esta gente. Un riesgo que comienza ahora en la frontera porque los países receptores se verán obligados a aportar lo que los países ricos no aportan, por lo que no es difícil imaginar que los controles de acceso se endurecerán y los civiles no podrán ni tan siquiera huir del infierno. No es por hacer un juego de palabras pero les cierran el grifo. Y eso, en esta situación, puede resultar mortal. Asfixiante.

Tan injusto como negarle el agua a un sediento.

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jueves, 23 de julio de 2015

Viaje a Irak: el wifi de Emat y su amigo el bombero


Emat vive en una tienda de campaña del campo de refugiados de Horsham, al norte de Irak, una tienda tapizada de alfombras y sin apenas más mobiliario que un colchón y un par de maletas recogidas en un rincón. Pero Emat tiene un portátil, un router por satélite y un smartphone. 'Hay que estar informado de todo', sonríe pícaro, 'y así aprovecho para buscar trabajo porque nunca se sabe...'. Emat abandonó Mosul cuando se hizo evidente que los yihadistas del Estado Islámico, 'dígales mejor Da'esh' (algo para ser pisado, en árabe), se habían instalado con intención de quedarse mucho tiempo. 'Discuto con ellos', me dice, 'por internet, discuto con ellos por internet', y entiendo entonces que Emat los reta por chats y se tiran los trastos a la cabeza. A su lado está su íntimo amigo, un amigo sin nombre y sin rostro, aunque sí tiene profesión: es bombero. 'He sido bombero durante veintitrés años', me dice, 'he ayudado a mucha gente, a musulmanes, a cristianos, a yazidíes, pero ahora todo eso no vale de nada, y además no puedo ayudar a los que se quedaron', se lamenta, 'pero no quiero decirle mi nombre ni que me haga una foto porque le tengo tanto miedo a Facebook o twitter como a los de Da'esh: ellos ven internet, pueden localizarte e ir a por ti, están siempre pendientes y yo les tengo mucho miedo'. Amet no parece temerles y se conecta a internet con su inmaculado router blanco, que contrasta con el pedregal en el que se levanta el campamento. 'Si los encuentro...'

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Emat tiene motivos para odiarlos: los yihadistas del Da'esh le han trocado una vida cómoda por una miserable existencia. 'En Mosul yo era funcionario del estado iraquí, tenía una casa grande, de doscientos cincuenta metros cuadrados, con un gran salón, jardín, un buen coche, buenos muebles', recuerda nostálgico, 'pero cuando el Da'esh se aproximó a Mosul el ejército recibió la orden de abandonar la ciudad y cuatro horas antes de que entraran los yihadistas ya no había ni un solo soldado'. Los barbudos, recuerda el anónimo bombero, pronto se multiplicaron y comenzaron a imponer sus normas. 'Las mujeres no son nada, los cigarrillos están prohibidos y si te cogen fumando te arriesgas a una paliza, la música no está permitida, las cinco oraciones del día son obligatorias y si te pillan por la calle te arriesgas a una paliza, o a algo peor, e imagine usted una gran ciudad que tenga que cerrar comercios y oficinas cinco veces al día...', 'son como los talibanes', le interrumpe Emat, 'sólo cambia el nombre...'. Emat y su amigo el bombero son árabes sunitas y a pesar de la escasez de agua pronto aparecen teteras con té hirviendo. 'Cuando nos levantamos aquel día los vimos ya patrullando por las calles y esperamos una semana a ver si cambiaba la situación pero todo seguía igual'. Entonces huyeron de la ciudad: 'al principio pensamos que la huida sería temporal porque Mosul es una gran ciudad y uno no puede imaginarse que el ejército permitirá ese escarnio mucho tiempo', pero el tiempo pasa y comienzan a perder la esperanza. 'El problema', dice Emat, es que el Kurdistán iraquí es seguro y todos queremos venir aquí: si dejaran las puertas abiertas vendría todo Irak'. Como ellos. 'Pasé cinco días durmiendo en el suelo ante un check point de los peshmergas kurdos porque no querían que entráramos: al final se apiadaron y nos dejaron pasar'. El bombero se indigna. 'Yo ganaba 1300 dólares, tenía una buena posición, y mi trabajo era ayudar, pero vestido de uniforme y considerándome agente... me dio miedo de que me ejecutaran y yo también huí...' Le pregunto a Emat por su casa. 'Ahora viven yihadistas dentro, me lo han dicho algunos vecinos que siguen en la zona...'

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Emat se conecta a internet. 'Los soldados iraquíes se cagan cuando ven a los barbudos', dice sonriente, 'los norteamericanos siempre han jugado con los árabes, no podemos confiar en ellos, pero al menos tienen un ejército potente y pueden hacer algo: pero de los iraquíes, permítame reírme...' El ejército norteamericano es su última esperanza, una esperanza en la que no confían demasiado. 'Si hubieran hecho algo cuando esos barbudos eran pocos', comenta, 'esto no habría crecido tanto pero ahora son miles...' El anónimo bombero ni se acerca al laptop, no vaya a captar su imagen la cámara. 'Me da miedo todo', admite, 'los cristianos al menos tienen familia fuera del país y la esperanza de reunirse alguna vez con ellos, pero nosotros... nosotros no tenemos a nadie'. 'Sí tenemos', le dice Emat. 'Nos queda internet...'

viernes, 19 de junio de 2015

Viaje a la frontera turcosiria: las escondidas clases de Al Salam


La escuela Al Salam, en Reyhanli, tiene más de mil cien niños pero apenas nadie en la ciudad sabe donde está. Es una escuela escondida, sin distintivos, una escuela sin enseñanza reglada, sin programa educativo oficial ni título acreditativo al acabar el curso. Un curso que tampoco se sabe muy bien cuándo empieza ni cuando acaba. Por no tener, el supuesto colegio no tiene ni instalaciones, no tiene patio, ni recreo, no tiene pistas deportivas ni jardín trasero. Lo único que parecen tener es ánimo y el incansable aliento del que se sabe perdido, arrinconado, sin nada que perder. Tal vez por eso las clases son un mar de entusiasmo y de uves. Uves de victoria.

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Por eso cientos de niños se apiñan en las habitaciones de un espacioso, pero destartalado, apartamento en el centro de Reyhanli, una desapacible y gris ciudad en la frontera de Turquía con Siria. El drama de los refugiados de la eterna guerra Siria resulta evidente en esta zona: es más: resulta ofensivo.

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'Hace tres meses decidimos organizarnos porque nos parecía lamentable cómo tantos niños pierden el tiempo día tras día', comenta Ola Alsaed, la profesora de inglés del centro. A su lado, Abd Al Salam Al Ichalid, el director y promotor de la idea, antiguo maestro y alcalde de una pequeña y remota localidad de la que no quiere ni acordarse. 'Tenemos más de mil cien niños', levanta la vista de sus papeles, 'y hemos tenido que dividirnos en dos turnos, de siete de la mañana a mediodía, los más pequeños (de 6 a 12 años), y desde mediodía hasta las cuatro de la tarde los mayores (hasta los 18 años)'. Las habitaciones del apartamento son amplias pero la imagen no deja de resultar opresiva, incluso triste a pesar de las sonrisas de los niños y del enorme esfuerzo que realizan los maestros, todos ellos voluntarios. Hace frío, la mayoría de los niños llevan gruesos chaquetones y están muy juntos para calentarse, en cada sala pueden apiñarse sesenta o setenta niños. 'Además siempre aparece alguno nuevo', dice Ola, lo que dificulta aún más la tarea porque, al tiempo, 'otros no aparecen más...'.

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Y los miro y me veo a mí mismo, sus caritas me evocan mi niñez: veo a Manolito gafotas, y al pillo de Jaime, veo a Joaquín, que parecía tan tímido, y al demonio de Enrique: son ellos y soy yo, y es su realidad pero también son mis recuerdos, mis recuerdos de infancia, una infancia feliz, atormentado sólo por las rivalidades de críos que aquí, en cambio, se transforman en tormentos vitales, en disparos, casas destruidas, bombardeos, cráteres, sospechoso olor a gas, traslados a media noche y a todo correr, los llantos de mamá, de papá, de tus tíos...

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¿Y quién paga todo esto?, pregunto. 'Los padres, los refugiados, entre todos, lo que haga falta para que estos niños estén ocupados y aprendan algo porque la alternativa es pasar el día entero junto a sus padres en un apartamento, en un campo de refugiados o, en el peor de los casos, deambulando por las calles', dice Ola. El apartamento tiene diez habitaciones a modo de aulas distribuidas alrededor de un gran salón. En el aula número 8, una habitación con la puerta medio desencajada, los niños me reciben de pie, gritando al unísono un irreconocible pero emocionante 'how are you'... 'Aprenden árabe, algo de turco, deporte, religión, intentamos seguir el temario sirio porque en Turquía no los pueden educar, pero sobre todo', se emociona entonces Ola, 'intentamos darles amor para que los niños sigan siendo niños'.

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Ola proviene de la azotada Idlib, no muy lejos de esta ciudad pero al tiempo como si estuviera en la mismísima luna porque las separa algo más que una frontera: una guerra, miles de deprimentes tiendas de lona que hospedan a decenas de miles de refugiados, civiles que deambulan desorientados, hastiados, enfadados, soldados del ejército de Bashir Al Assad, del Ejército Libre de Siria, del Estado Islámico, de Al Qaeda y de sus primos de Al Nusra, bombardeos anónimos de los que nadie se responsabiliza y crímenes de los que nadie sabe a quién acusar. Una tierra regada con sangre que escupe a sus vecinos a un país que los acoge como 'huéspedes' pero que apenas puede hacer mucho más por ellos. En el colegio hay niños de toda Siria, de todas las religiones y tendencias, asegura el director, Al Salam, siempre detrás de sus papeles, 'aquí no discriminamos a nadie pero necesitamos apoyo para seguir con el trabajo... a ver si alguien en Europa se anima', remata con una sonrisa desesperanzada.

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En la ciudad hay quien dice que detrás de estas escuelas está el dinero de Al Qaeda, que tiene presencia confirmada en la zona desde que en mayo de 2013 dos coches bombas reventaran varios edificios del centro de la ciudad y asesinaran a más de medio centenar de personas. 'Yo no cobro', asegura Ola, 'y como yo, todos, somos todos voluntarios'.

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El fenómeno no deja de tener su importancia. Ola calcula que sólo en Reyhanli son doce las escuelas como esta, aunque más pequeñas, que dan clase a niños refugiados de Siria, aunque hay quien eleva las escuelas a treinta y tres. En la cercana Antakya, la capital de la provincia, también proliferan y algunos llevan nombres rimbombantes y un poco pelota, como el Recep Tayyip Erdogan, el controvertido presidente del país que los acoge. Y el fenómeno se repite en muchas de las ciudades con fuerte presencia siria. Y ya son más de un millón seiscientos mil los refugiados que han encontrado acomodo dentro de Turquía, una cifra que no deja de crecer conforme el lío se incrementa en el vecino del sur.

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El director, el señor Al Salam, con sus ayudantes en el despacho

En Al Salam los niños vienen de toda Siria, sobre todo el cercano occidente del país. Algunos tienen cicatrices que prefiero obviar, otros parecen retraídos pero la mayoría no pueden ocultar lo que son, niños, niños que saltan cuando ven el objetivo y que meten sus naricitas en el primer plano, que bizquean, se dan collejas, niños que, pese a todo, se comportan de un modo más educado que sus colegas de la calle y que tienen caras que parecen libros abiertos. Libros en los que se leen sin saber árabe que han visto demasiadas cosas desagradables, y no hablo ya de cuerpos sin vida ni de miembros destrozados, que también, sino de angustia, de mudanzas improvisadas y a toda prisa, del miedo de que alguien viene, de los rumores de sus papis, de que aquel pariente ya no vendrá más, tal vez de padres y madres desaparecidos, del rincón de juegos que ya no está y de aquel juguete que no volveré a sobar con mis manitas.
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Ola me cuenta que tienen otro apartamento con más niños pero que este es el principal. Y visito entonces cada clase, entre loor de multitudes, clase por clase, con profesoras igualmente embutidas en chadores y gruesos abrigos, clase número uno, clase número dos, clase número tres... '¿Tienes esperazanza de regresar a Idlit?', le pregunto a Ola, pero su mirada es opaca. 'Confío en Allah para regresar y no pierdo la esperanza porque nunca se debe desconfiar de la voluntad de Él pero expectativa, lo que se dice expectativa, no tengo ninguna...'.

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Son las doce. Acaban las clases y los niños no salen en tropel sino ordenadamente, desfilan sobre una alfombra extendida en el salón y rezan. No todos, tan sólo los mayores, pero rezan. Y rezan a un dios al que al otro lado de la frontera rezan unos locos que llevan banderas negras y que asesinan y decapitan en su nombre, y también al que reza Bashir Al Assad en sus demostraciones públicas para que el pueblo sepa que es baasista pero que tiene su corazón pío, y el mismo dios al que rezan los de Al Nusra e incluso los del Ejército Libre. Abajo de la escuela, apenas a cien metros, una familia se ha hecho fuerte en los bajos de un edificio en obras. Los niños, mugrientos y vestidos con harapos, salen tras un murete de ropa tendida y juegan en la calle, bajo la lluvia. Son la otra cara de los refugiados sirios en Turquía. Los que no suben los dos pisos de la escuela de Abd Al Salam.

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miércoles, 10 de junio de 2015

Viaje a Irak: las últimas cruces de Nínive


Ya no hay cruces en Nínive. Las pocas que permanecen en pie están en Erbil, en Ankawa, en Dohuk, algunas están hechas con palos, otras con gomillas, las hay que sólo son dos dedos cruzados y están también las que enseñorean las iglesias que tuvieron la suerte de erigirse en territorio seguro. No importa dónde se hayan refugiado los cristianos, siempre hay cruces: a las puertas del centro comercial a medio construir de Ankawa, donde se refugian muchos cientos de desplazados, te recibe una cruz que oscila con las corrientes, los refugiados mismos hacen el símbolo de la cruz, una virgen por aquí, un rosario por allá. El cristianismo de la región no tiene nada que ver con el que conozco, con el que he crecido, con el que he compartido toda mi vida: aquí la cruz es un orgullo. Tal vez por eso los barbudos yihadistas del Estado Islámico las han destruido todas, sistemáticamente, con rabia y odio, los cristianos han desaparecido del norte de Irak, donde esta religión pervive desde el siglo I, y la comunidad internacional escucha con oídos sordos una palabra que da miedo: genocidio. Curiosa palabra: genocidio, acabar con un gen, con un pueblo, una religión, incluso acabar con una idea política.

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En Europa, a ciertos temas, se suele reaccionar tarde y mal: se reaccionó con ira al genocidio rwandés cuando ya casi no había tutsis para matar. Se reaccionó con curiosidad al genocidio de Timor Oriental cuando apenas había timorenses que asesinar. Se reacciona con desconocimiento al genocidio del pueblo armenio a manos de los otomanos a principios del siglo XX, o al 'Porraimos', el genocidio gitano a manos de los nazis, se reacciona con indiferencia al genocidio indígena de Guatemala, al de los pueblos caucásicos, como los chechenos, a manos de Stalin, nadie recuerda los circasianos muertos a manos de los rusos, y qué decir de los genocidios antiguos, los de los caribes, los taínos, los arawak... Resulta cuanto menos curioso que el drama palestino sea capaz de generar tanta solidaridad, merecida sin duda alguna y producto de unos genios de la comunicación internacional, pero da cierto pesar que el resto apenas alcance el mínimo necesario para generar, al menos, indignación en las masas. Los cristianos mueren por miles en el norte de Irak y de Siria pero esta tragedia no provoca reacción alguna (más allá del Vaticano y de comunidades religiosas). Incluso he recibido algún mensaje de anónimos lectores del blog que me conminan a dedicarme a 'algo más productivo' que defender 'a esta gente'. Pero 'esta gente' tiene un peso muy importante en la historia, son los primeros cristianos, hablan siríaco, o arameo, la lengua que se hablaba en la zona hace dos mil años, sus tradiciones son milenarias y si desfilaran por alguna avenida española el público los tomaría por 'moros' porque su aspecto físico no varía demasiado del resto de pueblos de la región. Sin embargo, su drama no encuentra eco. Y mucho menos lo que sufren: genocidio.

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Pasqale Warda fue ministra en Irak y asegura rotunda que 'los cristianos sufren un genocidio en Irak'. Lo dice también el profesor Raad Salam, doctor en filología árabe y en estudios islámicos: 'lo que sufren los cristianos de Irak es un genocidio'. El Vaticano avisa: 'hay que detener el genocidio de cristianos y de otras minorías que tiene lugar en Siria e Irak'. Por primera vez en la historia no hay cristianos en Mosul: están en Erbil, en Ainkawa, en Dohuk, en territorio kurdo, protegidos por los pershmergas y por las fuerzas internacionales. Hay cristianos tumbados en los arcenes, en los jardines, ocupando patios de iglesias, edificios abandonados, centros comerciales a medio construir, deambulando por las calles, hay cristianos desesperados porque les han arrebatado todo, hasta la posibilidad de huir con familiares a otros países, un drama que se acrecienta cuando te aseguran que tienen dobles y hasta triples nacionalidades, que cuentan con visados para entrar en Europa, cartas verdes para huir a los Estados Unidos, permisos y salvoconductos que quedaron atrás, en sus casas y hogares, dejados precipitadamente porque se trataba de recoger unos papeles o salvar la vida. La palabra genocidio comienza a imponerse en los medios de todo el mundo, desde USA Today a Le Monde, una palabra que se emplea con miedo, con cuentagotas, pero que no deja de esconder un holocausto de proporciones gigantescas, un genocidio que va más allá de los cristianos y que afecta también a los yazidíes y a los chabakíes, un genocidio lento y atroz, silencioso e ignorado, una catástrofe sin apenas publicidad ni público interesado. Un genocidio perfecto: el sueño de cualquier genocida. Un genocidio silencioso.

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lunes, 1 de junio de 2015

Viaje a Irak: con los chabakíes expulsados por el Estado Islámico


'En la ciudad huele a muerto', me dice Eptisan, 'he hablado por teléfono con algunos vecinos que no pudieron huir del Da'esh y nos dicen que mi calle huele a muerto porque los yihadistas no recogen los cadáveres'. No resulta fácil conocer a un chabakí, sobre todo porque viven repartidos entre Mosul y un puñado de aldeas al norte de Irak, en las montañas de Sinjar, en la remota región de Nínive, que me trae recuerdos de las clases de historia, de Babilonia y de Mesopotamia. Por eso cuando mi amigo Wael me los señala, 'mira, chabaquíes', los observo como el que ha ido al museo. Sus historias son tan tremendas como las de todos los que han huido de esta absurda guerra, y la frase de Eptisan, 'mi calle huele a muerto' lo atestigua, pero a los relatos increíbles se une, en mi caso, el aliciente de contemplar cara a cara a gente de un pueblo del que sólo he leído referencias lejanas.

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No se sabe muy bien cuántos individuos compone esta misteriosa minoría y las cifras bailan entre los sesenta mil y los doscientos cincuenta mil. En todo caso, su hogar está muy delimitado a un puñado de sesenta aldeas al norte de Irak, aldeas con nombres como Ali Rash, Khazna, Yangidja y Tallara, aldeas que hoy están en manos de los despiadados yihadistas del Estado Islámico, ISIS, de donde han expulsado a decenas de miles. 'Los vimos venir desde lejos', me cuenta Nur Hisian, una hermosa adolescente de doce años, 'y nos subimos a la segunda planta de nuestra casa, mamá estaba aterrorizada porque los pershmergas habían huido y no había nadie para detener su avance...'

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Nur, la chabakí que huyó de Nínive

Los chabakíes, que suelen vivir junto a yazidíes y cristianos, se prepararon para lo peor. Abderrahman tiene once años y recuerda que la mayoría de los yazidíes huyó a las montañas porque los yihadistas 'venían con mucha gente y con sus banderas negras, y estaban como locos buscando yazidíes y chiítas, ellos sí les plantaban cara porque sabían que querían matarlos, pero al final los mataban de todos modos porque se resistían'. Vienen de Kokjali, dice, y asistieron a la destrucción de la mezquita, desde la que un grupo de resistentes plantó cara a los yihadistas. No quedó ninguno de los defensores y los chabaquíes que pudieron, huyeron con lo puesto.

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Nadie sabe a ciencia cierta quiénes son estos chabaquíes. Ellos afirman proceder del norte de Irán y aseguran que sus antepasados eran los soldados del sha Ismail I, un azerí que reunificó Irán y extendió el chiísmo por la región, aunque también se dice que el tal Ismail era un importante poeta sufí en secreto y que por eso esta gente mezcla conceptos chiítas con otros más propios del misticismo sufí. Para terminar de enredar la madeja los iraquíes se dividen entre los que los consideran kurdos persas y los que creen que no son más que turcos de la Anatolia. El caso es que los chabaquíes han sido poco menos que casta inferior durante siglos, considerados los más pobres entre los pobres, hablantes de un extraño idioma que mezcla árabe con turco, persa y kurdo y despreciados por sus vecinos. Aunque los yazidíes han alcanzado algo más de fama por aquello de que en sus ritos parecían adorar al demonio, los chabaquíes tienen también una religión de lo más heterogénea.

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Su interpretación del Corán es más literal que la que trata de imponer la Sharía y aunque esto pueda darles apariencia de musulmanes, sus creencias mezclan islam y cristianismo. Por ejemplo, permiten la confesión pública, como los cristianos, y beben alcohol, lo que les crea serios problemas con sus vecinos y mucho más con los disparatados yihadistas del Estado Islámico, que los ven como herejes. Además, no construyen mezquitas sino unos edificios que llaman Khanqah y que sirven para reuniones espirituales. Por si fuera poco, su libro sagrado no es el Corán ni la Biblia sino el Kitab al Managib, o Libro de los Actos Ejemplares, o Byruk, que para liarlo todo aún más está escrito en lengua turca. Un libro que interpreta un líder al que llaman Baba y al que apoya una cohorte de religiosos que sirven como mediadores con el poder divino. A pesar de este cocktail, los chabaquíes están dentro del islam y se dividen en tres tendencias, dos de ellas chiítas y una última sunita. Siempre han vivido mezclados con yazidíes y cristianos, y tal vez de esa convivencia vengan unas tradiciones que parecen prestadas según el momento.

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Desde su posición, en lo más bajo de la sociedad, los chabakíes han luchado por emerger y sobreponerse a su fatal destino pero sus peculiaridades, el entorno y los reveses de la historia no ayudan mucho. El partido Baas, de Sadam Hussein, quiso arabizarlos y que olvidaran su lengua ellos entonces dijeron que se consideraban más kurdos que árabes pero que no eran ni lo uno ni lo otro, los radicales islámicos siempre los han visto con malos ojos y ahora los orates del Estado Islámico se empeñan en destruir cualquier vestigio de su cultura, sobre todo después de que hayan invadido sesenta aldeas shabak y hayan ejecutado a unos dos mil chabaquíes o expulsado a sus habitantes.

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Aprovecho para preguntarles por los yazidíes, otra minoría que huyó de los barbudos sin que a estas alturas tengamos muy claro lo que ocurrió con ellos. 'Los yazidíes huyeron a las montañas pero por el camino les atacaban y ya no sé quiénes, si eran los de ISIS, el ejército de Irak o los EEUU'. Eptisan Ahmed Daoud es una mujer de armas tomar, vive en una impersonal tienda de campaña en una larga hilera de impersonales tiendas de campaña contra las que se recortan, al fondo, altos edificios de apartamentos que indican la prosperidad que vive el Kurdsitán iraquí estos días. Pero Eptisan ve la prosperidad ajena como eso: prosperidad ajena porque no tiene salario ni ningún ingreso, tan sólo cinco niños, alguno muy enfermo, y muchas quejas: 'me piden dinero para medicinas pero no tengo nada', 'apenas hay ONGs que nos presten ayuda', 'sólo he conseguido un paquete de leche en los últimos días'. Y a pesar del drama, sonríe mientras relata hechos espeluznantes: 'no sé si han minado mi casa, tengo miedo y no sé si podré volver algún día, esa gente está loca, matan a cuchillo, decapitan, eso no es islam', el grupo de mujeres chabaquíes se incrementa y forman un corro, desgranan sus miserias, semiocultas tras sus velos, 'llamo por teléfono a los vecinos que se han quedado y están en estado de pánico, dicen que las calles huelen a muerto porque matan a muchos y no los recogen, mi calle está llena de cadáveres', otra mujer la interrumpe: 'mi marido murió por una bomba de ISIS cuando volvía del trabajo...'. Un drama de siglos, el de los chabaquíes, shabak people, que parecen condenados a emular a Sísifo para siempre y jamás, huyendo permanentemente de expulsiones, de asesinatos, de ataques étnicos y religiosos. Me despido con pesar: el de haber conocido a una minoría esquiva, presente tan sólo en el norte de Irak, hundida en el pozo de la tragedia.

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miércoles, 27 de mayo de 2015

Viaje a Irak: Lina, una cristiana en un mar de musulmanes


Lina sonríe con amargura y proclama su fe: ‘soy cristiana’, dice, pero lleva hiyab y parece musulmana. ‘Es que nos atraparon los yihadistas de Da’esh (el Estado Islámico) y nos obligaron a convertirnos’. Lina sonríe y posa para la cámara pero la procesión va por dentro. ‘Ahora los cristianos no quieren que convivamos con ellos porque no se fían de nosotros’. Pero eso es injusto, digo, ¿no fue una conversión impuesta por la violencia?. ‘Sí pero no dejan que vivamos con ellos’.

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De hecho son los únicos cristianos en un campo de refugiados repleto de musulmanes. Los hay de todas las tendencias: sunitas, chiítas, incluso bashkeríes procedentes de las remotas montañas de Sinjar. ‘Pero yo soy cristiana’, insiste Lina mientras mira de reojo la lona de ACNUR que comparte con sus padres: su madre no quiere que hable con nadie, y menos con extranjeros, porque desconfía de todos. Al entrar en el campo de refugiados de Horsham un hombre circunspecto se acercó a abrir la puerta. ¿Son todos musulmanes? 'Todos menos una familia, señor'... ¿Una sola familia cristiana entre casi tres mil refugiados musulmanes? En una esquina del campamento la familia cristiana nos mira con hosquedad. La madre, que lleva la voz cantante, no quiere que se les acerque nadie. El padre está oculto, dentro de la tienda. La hija deambula nerviosa, quiere acercarse y contar su historia pero no se atreve a contradecir a su mami. De pronto, la madre abandona el lugar, parece que va a buscar agua a un pozo, Lina se acerca corriendo: necesita contar su experiencia.

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‘Cuando llegaron los yihadistas nos atraparon y nos golpearon, me dijeron que no podía llevar pantalones y que debíamos rezar cinco veces al día’. La familia en pleno se convirtió al islam para salvar su vida pero, en cuanto vio una oportunidad, huyó. ‘A las diez de la noche alquilamos un coche y abandonamos Mosul rumbo a Tall Kayf, pero ellos llegaron otra vez y tuvimos que intentar llegar un poco más lejos: a Sumel, pero fue inútil porque llegaron otra vez y entonces conseguimos ponernos a salvo en Duhok’. Cualquiera podría pensar que la pesadilla había acabado pero no: acababa de empezar. Al llegar a Erbil sus hermanos en fe los repudiaron porque habían abandonado el cristianismo. ‘No es justo’, clama Lina con una sonrisa mientras evoca atropelladamente la pesadilla del mes que pasó con los islamistas. 'Estaban siempre disparando, nos pegaban, tuve que dejar de estudiar, estaba en secundaria, ahora tengo 19 años', Lina habla precipitadamente, 'no volveré nunca a Mosul porque tengo miedo, intentaré encontrar a nuestros familiares, que ahora andan por Duhok, y nos quedaremos por aquí, no entiendo por qué no nos aceptan, si me convertí al islam fue por miedo, está muy mal que no nos dejen convivir con los demás cristianos, somos una familia cristiana y estamos rodeados de musulmanes, nos tratan bien pero no soy musulmana...'Su madre nos mira desde lejos. Parece ida y está furiosa. Lina se atusa el cabello bajo el hiyab y se despide nerviosa.

jueves, 21 de mayo de 2015

Viaje a Irak: Ankawa Mall es un centro comercial y un hogar para los refugiados cristianos


En el lujoso centro comercial de Ainkawa los escaparates de cara ropa brillan por su ausencia y en su lugar cuelgan coladas de harapos que gotean en el suelo sin pulir. En la planta de complementos se suceden los puestos que venden cigarrillos sueltos, chicles, palomitas y chucherías, las galerías comerciales son negros túneles donde se intuyen sombras y cacharros tirados por los suelos. Los gritos de los niños sustituyen la música ambiental y aquella famosa cadena internacional de estética y belleza encuentra dignos sustitutos en los peluqueros locales de Nínive, que aprovechan cualquier rendija en el hormigón para rasurar las barbas de sus clientes. Las grandes firmas de moda, de electrónica y de alimentos no tienen sitio, no tienen hueco, no tienen motivos para reclamar los huecos que les usurparon cuando ni siquiera tenían la intención de instalarse aquí.

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A las puertas del Mall no hay guardias de seguridad, ni arcos detectores de metales, ni siquiera esos molestos aparatos que pitan cuando el dependiente olvida retirar la alarma. En su lugar una abuela estira las piernas sentada en una silla rota mientras una larga cola de desesperados llena garrafas de alguno de los tres grifos de agua potable que abastecen el enorme edificio. Ainkawa Mall es un lugar desabrido, a medio hacer, pero vivo a más no poder, repleto de niños que saltan, de sombras que deambulan por las tinieblas, de mujeres que cargan botellas de agua, un lugar recorrido por peligrosas corrientes de aire que trasladan neumonías en potencia, de galerías en eterna penumbra en las que brillan haces de luz, rayos de linternas, incluso con el deslumbrante sol del mediodía, ojos que te observan, puertas que ocultan dramas impensables.

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'Cuando entraron en Mosul agarré a mi familia y nos fuimos corriendo a Qaraqosh pero el Da'esh (Estado Islámico) llegó también a Qaraqosh y entonces nos vinimos corriendo a Erbil'. Leila Lias me recibe en zapatillas a las puertas de su nuevo hogar, un contenedor en el interior del centro comercial a medio terminar, 'de tanto correr, lo he perdido todo: sólo me queda este anillo' me cuenta enseñando el dedo anular. Al principio, relata, dormían en los jardines de Ainkawa, este pueblo cristiano situado al norte de Erbil, la capital del Kurdistán, 'pero el invierno ya amenazaba y nos trasladaron al edificio'.

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De los doscientos mil cristianos asirios que evacuaron la región de Nínive cuando el Estado Islámico entró a sangre y fuego en el norte de Irak, setenta mil terminaron en esta ciudad. El Ainkawa Mall debía completar el esplendoroso panorama comercial de la población, un próspero enclave cristiano al norte del Kurdistán iraquí, una región que funciona de hecho como un país independiente. La estructura del Mall ya estaba levantada, los garajes terminados, las escaleras mecánicas colocadas, el dueño podía imaginar las tiendas rebosantes de cara mercadería occidental y oriental, al estilo de las decenas de grandes centros comerciales que salpican Erbil y que pretenden emular los grandes emiratos del golfo. Porque, no en vano, el Kurdistán iraquí posee enormes reservas de petróleo, estrenan una sobrada independencia de facto respecto a Bagdad y funcionan como un estado propio que imita a las ricas monarquías del golfo pérsico y que pretende atraer a sus magnates como turistas. Pero entonces ocurrió el desastre, el éxodo de hermanos en la fe, cristianos que huían a tierra de cristianos en un país mayoritariamente musulmán. Buscaban la iglesia de St Joseph pero también el calor de los cristianos. Al principio ocuparon jardines y calles, se hicieron hueco en el patio de la iglesia, en los bordillos, en las aceras. Pero el tiempo transcurría y lo que parecía una huida temporal terminó por imponerse como huida a medio plazo.

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El dueño del Mall aún en construcción les ofreció el techo de su edificio, 'aunque después de dos meses creo que Naciones Unidas comenzó a pagarle un pequeño alquiler por las molestias', me comenta Osman, un rollizo vecino de Qaraqosh. Hoy rondan las mil seiscientas personas, han levantado tenderetes donde venden chucherías, hay peluquerías improvisadas, colas ante los baños prefabricados, los niños corren en bandadas. Donde deberían abrirse comercios lujosos se ocultan contenedores en los que se hacinan familias numerosas bajo cúmulos de mantas, cacharros de cocina, zapatos y bolsas de comida, todo proveniente de donaciones. 'No tengo ropa de invierno', se me queja una señora, 'los baños siempre están llenos', protesta otra, '¿cuánto tiempo más debemos estar aquí?', me inquiere una última. No tengo respuesta para ninguna y casi que tampoco tengo más preguntas porque cada uno de ellos es un torrente de historias espeluznantes. A las puertas del centro comercial, o del peculiar campo de refugiados, se me presentan Carlos Alberto y Joseph, dos simpáticos franceses de SOS Cristianos de Oriente, la única ONG privada que presta ayuda a este colectivo. 'Andamos por la región desde semana santa', me dice Joseph en un simpático castellano, 'y nos vamos relevando cada dos o tres semanas porque las historias que cuentan nos acaban pasando factura...'

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Maha Yusif Ayub también huyó de Mosul. 'No tengo ropa de invierno', me repite, 'y llevamos esto muy mal y le diré por qué: somos gente educada, acostumbrada a tener trabajo, dinero, ropa, y ahora aquí no tenemos nada y no sabemos cómo reaccionar porque nunca nos hemos visto así antes y encima no podemos ni demostrar quiénes somos porque no tenemos los pasaportes encima'. Hekemat Al Habish huyó de Qaraqosh y le tiemblan los labios cuando visualiza su drama: 'he perdido a mis cinco hijos', asegura, 'tres hijas y dos muchachos', con la mirada perdida recuerda la huida, 'escuchamos altavoces en los que los yihadistas nos decían que abandonáramos el lugar o que al llegar nos matarían a todos', y mientras habla veo que en sus ojos no me reflejo yo: se reflejan sus cinco hijos perdidos, el miedo a perderlos, el pánico a saberlos en manos de los sanguinarios barbudos, el horror.

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Imagino ahí una tienda de Zara con grandes escaparates mostrando ropa pero no hay más que un abuelo con un rosario y la mirada ausente. En las galerías secundarias la oscuridad es total y tan sólo los haces de luz de las linternas de las mujeres que cuidan sus cosas rompen una negritud absoluta. En el edificio no hay electricidad y al caer la noche los escalofríos dominan los contenedores y los padres se estrujan a sus hijos para darles calor. Un señor me pide ayuda: 'mi hijo recibió un golpe en la cabeza y ahora no recuerda nada, necesita ayuda', me dice mientras me enseña a su pequeño, de ocho años, que tiene un chichón ya cicatrizado y la mirada ausente, un niño extraño que aguarda paciente sentado en una caja que alguien se digne a comprarle una bolsa de patatas.

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Ziad Khalid es un cristiano grandote y de rapado militar. 'Hacíamos guardia junto a los peshmergas en un control de carretera cuando nos atacó el Da'esh', recuerda, 'y se entabló entonces una lucha endiablada hasta las dos de la mañana, cuando el gobierno del Kurdistán nos ordenó retirarnos: en treinta minutos ISIS ocupó nuestra posición y nosotros huimos...' Ziad recuerda que los primeros disparos vinieron desde lejos y que uno cayó sobre una casa y mató a una mujer y tres niños. 'Huimos entonces a Mosul pero fue por poco tiempo porque Da'esh llegó también allí y entonces nos fuimos a Durhok, pero resultó que también amenazaban la región y terminamos en Erbil porque la zona parece más segura'. Durante tres meses durmieron en una tienda de campaña en un jardín pero con la llegada de los primeros fríos los trasladaron al Mall. 'Echo de menos la tienda', dice, 'porque este edificio es insano y tantas corrientes propician las enfermedades pero con el invierno no podemos dormir al aire libre'. Su mujer sale del contenedor y llora sin lágrimas. 'Por favor', suplica, 'ayúdenos'. Mi amigo Wael, que hace las veces de traductor, no puede más y llora, sin lágrimas también. Cómo no llorar. Aunque sea sin lágrimas.

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